martes, 24 de septiembre de 2013

El enigma de Baphomet (Nonagésima cuarta entrega) 94ª


94
—No, no. Iremos en tren.
—¡Estas loco! ¿O estás de broma?
—Aquí bromas... pocas... que tengo esto bien estudiado. Y ahora me nombro capitán de nuestro navío. Seré yo el que decida cuando discrepemos en algo hasta que lleguemos a España. Ahora soy yo tu guía, que para eso he venido. ¿O no te has enterado todavía? Se puso desacostumbradamente serio. Uno de los dos tiene que decidir si en algo no coincidimos.

No me gustó nada que empezara entre nosotros una discusión de tal calibre.
—Pero cómo puede ocurrírsete ir en tren si nos quedan poco más de trescientos kilómetros y el tren tarda trece horas. ¿Tú sabes lo que son estos países que han sido soviéticos? Que no lo conoces, Pablo, que no lo conoces.
—¿Y tú lo conoces bien? ¿Te consideras conocedor de Georgia y Armenia por haber dado poco más que un paseo?
—A ver, seamos sensatos —traté de apaciguar los ánimos.
—¿Dónde está la sensatez?—me dijo—.Vamos en tren y ya te diré por qué. O bien, nos separamos. Bajo tu responsabilidad vas en avión, y yo voy en tren. Pero no olvides que alguien te está persiguiendo a muerte. Que no puedes despistarte ni un segundo. Y que ya no tenemos una compañía de detectives internacionales que nos protejan. Tenemos que protegernos por nuestra cuenta, con nuestros medios, sin contar con nadie.
Sonó, de nuevo, la entrada de un mensaje en el móvil de Pablo, lo leyó, y contestó al instante tecleando, a velocidad de vértigo, con el dedo del pulgar derecho.
—Dime por qué no quieres viajar en avión —le dije tratando de hablar sin levantar la voz ni el tono—. A ver si a estas alturas te da miedo de viajar en aviones, precisamente a ti. ¿O es que si no pilotas tú no te fías de nadie? —Al decirle estas palabras se distendieron nuestros ánimos opuestos al suscitarle una risotada. Intenté convencerlo de que sería una paliza el viaje por tren y de que, además, retrasaría la búsqueda de nuestros pergaminos:
—No puedes imponer tu criterio sin decirme ni explicarme nada —intenté concluir nuestra diferencia.
—Ya te lo diré más tarde. De momento lo que tienes que hacer es obedecerme ciegamente. Yo no me fío.
—¿De los aviones? Aquí cumplen los protocolos internacionales —le insistí—. Georgia, aunque no haya entrado en la CEE, se considera un estado miembro. Esto no es El Congo.
Me hizo dudar, pues de lo único que no puedo discutirle a Pablo es de aviones. No obstante me parecía que seguía siendo una locura pudiendo aterrizar en Yerevan después de media hora.
—Eres libre —me dijo muy serio.
Nunca pensé que entre Pablo y yo pudiera surgir inesperadamente discusión semejante. Estuve titubeando. Tenía que tomar la decisión inmediatamente, porque su pertinacia era absoluta por más que le expliqué las condiciones de los trenes de estos dos países, que fueron soviéticos.
Concluí que su decisión no podía obedecer —conociendo a Pablo como yo lo conocía—, a la terquedad, que siempre es expresión de un débil que se mantiene tieso. Pero, por más que le rogaba, no soltaba palabra y seguía recibiendo y enviando mensajes cada poco. En el momento que estaba pensando esto, me llegó un mensaje de Clara: “¿Dónde andáis, que no se os puede llamar hablando? ¿En las montañas de Tora-bora? Cuando llamo, inmediatamente se pierde tu cobertura”.
Yo le respondí al instante: “En el aeropuerto de Tbilisi, en Georgia. Nos disponemos a viajar a Armenia, pero sólo quedan poco más de trescientos kilómetros a la capital Yerevan. Tendrías que haber venido tú conmigo. A veces me he arrepentido de no estar juntos por estas tierras: te hubieran gustado”.
Me contestó: “Ha estado en casa todos estos días, mi amiga Nora. Vino a acompañarme cuando le dije que estaba nerviosa y preocupada por tu paradero. Bueno, de eso ya hablaremos. Pero ten mucho cuidado, y si te llama Nora no saques tu machismo subconsciente y hazle caso en todo lo que te diga o insinúe, que ella conoce bien esos países y habla armenio, georgiano, y ruso. Y, si decide acompañaros al museo de los escritos, lo mejor es que pase por ser la esposa casada por la Iglesia con Pablo, que los armenios son muy cristianines, y atienden mejor a una persona religiosa que a un agnóstico.
Yo le contestaba: “Tendríais que haber venido Nora y tú para deshacer el empate en nuestras decisiones conjuntas. Además su poliglotismo de idiomas caucásicos es lo que proporciona más ayuda cuando no te entiendes con nadie”.
Le acabo de escribir un mensaje a Clara — le dije a Pablo—, diciéndole que tenía que haber venido Nora, que sabe hablar estos idiomas. Tenemos la mejor aliada para entendernos y no hemos sabido aprovechar que sepa armenio y georgiano.
—¿Qué te ha dicho Clara acerca de Nora? —me preguntó Pablo como si estuviera preocupado. Estaba viendo en Pablo aspectos que me eran desconocidos en su persona. Estos americanizados son muy divorcietas, no sé yo... si no habrá habido un feeling en las videoconferencias. No podía explicar sus inesperadas reacciones de otra manera.
Yo creo que Clara y Nora todavía tienen miramientos, por más que traten de disimularlo, y prefieren no interferirse en cuestión de hombres, constante desde sus años universitarios.
—Pero Nora todavía no ha venido —siguió Pablo diciéndome—, así que lo que tengo decidido es firme. No voy a ceder ni un ápice. Hasta que lleguemos a Madrid, cuando aquí discrepemos, yo decidiré la última palabra.
—¿No puedes decirme por qué tomas esa resolución tan firme?
Pablo se negó a revelarme el porqué de su empecinamiento. Nunca hubiera sospechado que, en estos años, hubiera cambiado tanto, que se refugiara en una negativa como esa por algo recóndito, subconsciente o ignorado. Estaba desconocido.
No tuve más remedio que ceder y sacrificarme. Tomamos un taxi que nos llevó a la explanada de la estación de trenes: un tinglado de puestos de mercadillo, cuchitriles llenos de antiguallas, crucifijos con varios travesaños, cruces de sarmiento de uvas, banderines, insignias y condecoraciones —a la venta— de todas las graduaciones del antiguo ejército soviético en las distintas guerras sostenidas durante el imperio comunista: estrellas rojas por todas partes y efigies de Lenin y de Stalin en medallones, armas antiguas mezcladas con frutas y zapatillas en puestos contiguos, carretillos de verduras frescas con doscientas clases de quesos blandos entre zanahorias, hierbas aromáticas y frutos secos al lado de guindillas. Los tenderos vociferaban en esos idiomas raros o quizás en ruso, que también son bilingües en su mayoría.
Al lado de tantos puestos mugrientos, una nave inmensa de la “renfe” georgiana donde se exponían millones de piezas de oro: una joyería gigante como yo nunca había visto, con perlas, esmeraldas y todas las piedras preciosas exhibidas en vitrinas acorazadas con cristales antibalas, pero sobre todo, piezas de oro en cantidades astronómicas. Otra vez más no me entraban en la cabeza tales contrastes. Había visto, al pasar, un puesto donde había un letrero en varios idiomas, entre ellos el inglés, donde se leía, debajo de un dedal de plata: “Dedal auténtico con el que se cosieron los uniformes de Stalin”. Pablo había estado buscando algo que no encontraba. Le dije a Pablo que iría a comprar el dedal para la colección de dedales de la madre de Clara, “mi suegra querida”. A lo que me contestó con guasa: “Si quieres tener a tu suegra contenta y siempre de tu lado, nútrele con piezas raras su colección preferida. No hay mejor artimaña para comprarla y que cuando discutas con tu mujer se ponga de tu parte”. Entre bromas y veras, me recordó el viaje de estudios por la plaza de Astorga, el mercado del martes por la similitud en el pulular humano, y cuando me había descuidado mirando otras quincallas desapareció de mi lado entre el gentío. Se había metido en un cuchitril lleno de letreros en idioma georgiano. Algo estaba comprando.
Cuando me acerqué, Pablo había desaparecido. El corazón empezó a palpitarme porque cada episodio que me acontecía más me sorprendía, y me asaltó una preocupación profunda.
Estaba seguro de que entró en aquella tienducha, y allí se apoyaba en el mostrador un hombre calvo y moreno con ojos azules y una pipa muy larga, apagada, en los labios. Detrás de él, sólo colgaba una cortina estampada, muy vieja y descolorida. Le pregunté en inglés, y algo me entendió cuando le dije: “¿No ha entrado aquí mi amigo Pablo? ¿My friend? ¿Where is my friend?” —le insistía, y, tras observarme despacio, levantó la mitad del mostrador de madera en una tabla articulada por bisagras chirriantes y raídas, sin decir ni palabra. Y levantó la cortina invitándome a traspasarla. Tendría que bajar la cabeza para no darme un coscorrón con el dintel abombado de la última entrada pues era muy bajo. Yo creo que en este momento fue en el que el corazón me latía más deprisa. Un pasadizo oscuro me esperaba y Pablo se me había escabullido. “¿No sería una trampa?” —me preguntaba. Y grité en la oscuridad del pasillo para espantar mi pánico: “¡Pablo!” “¡Pablo”.
Me calmé un poco al oír su voz que me respondía desde dentro: “Pasa, pasa, que estamos entre amigos”.
Me tropecé en la penumbra y me hice daño en los dedos del pie derecho, que me dolieron fuertemente. Seguí unos pasos y descorrí otra cortina que daba a una sala cubierta de alfombras por el suelo, techo y paredes. Dos focos intensos iluminaban el recinto.
¡Me quedé cortado! No sabía qué decirles: ¡Nora y Pablo al lado de otro georgiano muy parecido al del mostrador del garito de arriba, en un subterráneo a ocho mil kilómetros de España!
Por un momento, no me pareció serio utilizar nuestra investigación de Baphomet para estos fines amorosos. La verdad es que me quedé sin habla, estaba sorprendido y enojado. Me acordé del refrán: “hablando del rey de Roma, hasta por la puerta asoma”, lo que me hizo sentirme ridículo, pero no dije nada.
Dudé de mí mismo al ver a Nora tan preciosa, con su eterna sonrisa recibiéndome para darme un beso en silencio, como esperándome a que entrara y revelarme, sin palabras, su recóndito secreto, con su pelo corto: ¡la mujer más encantadora!
Cuando hacía bien pocos días le dije a Clara que tenía que estar permitida la bigamia, no me entendía, y lo tomaba como la broma más cariñosa, pero yo se lo decía en serio porque era mi otro amor escondido. Yo creo que, en el fondo de la sinceridad que ha solido arruinar mis pequeñas cosas, estaba tan enamorado de ella como de Clara y sentí celos de Pablo por momentos. Ahora estaba entendiendo todo el misterio que se había traído Pablo conmigo. No obstante, seguí pensando que estos americanizados no ponen límites ni esperando un niño. Lo que no me encajaba es que Pablo utilizara el dinero del negocio de Alice para esto, aprovechando nuestra investigación de los pergaminos. ¡Es imposible! —me decía a mi mismo—. ¡No puede Pablo haber cambiado tanto! ¡Imposible... imposible! —concluía.
Se acercó Nora a darme un beso y un abrazo diciéndome:
—Ya me ha advertido Clara, que te sería muy difícil empuñar un arma y además nunca has tirado. Ni siquiera en la mili, porque te acogiste en su día a la objeción de conciencia cuando tenías que haber hecho la mili obligatoria.
Habló Nora con el georgiano y no les entendimos nada, pero nos encaminaron a una trampilla debajo de una gran alfombra en una esquina. Bajamos las escaleras ocultas hasta un gran sótano con cajas de madera y rifles, pistolas, metralletas en armarios con vidrieras correderas, granadas y lanzagranadas, toda clase de armas que yo nunca había visto.
—Yo ya he probado ésta —se levantó Nora la falda por un lado y me enseño una pistola pequeña que tenía en el muslo a modo de liguero—. Vamos a pasar a la sala de tiro a que pruebe Pablo la suya —volvieron a hablar en georgiano.
Pasamos a otro gran salón secreto igual que una bolera con dianas en el otro lado y mesas con orejeras para colocárnoslas mientras Pablo probaba su pistola.
El corazón no cesaba de latirme a trompicones.
Creo que me había equivocado de medio a medio y me llamé gilipollas, me llamé payaso, me llamé iluso de imaginación calenturienta. ¡No he acabado de aprender todavía! —me dije—. Ahora sí que había entendido sin palabras. La contundencia de los hechos, que estaba comprobando por mí mismo, me obligó a ser más reflexivo y decidí entregarme a los designios de Pablo y a su iniciativa.
Nora seguía hablando con el hombre y le traducía a Pablo nociones para mí incomprensibles: pistolas de acción simple, de acción doble, con acción del pulgar, con cargador en línea, y conceptos que se me escapaban.
Probó Pablo varias pistolas y tuvo que pagar, aparte, las municiones gastadas. La pistola que se ajustó con un correaje cruzado por el pecho, debajo de la chaqueta, era algo más grande que la de Nora.
—Por contabilidad interna, tenemos que pagarlas con dinero aparte —nos aclaró Nora cerrando los ojos y torciendo los labios, exigencia incomprensible, para nosotros, del comerciante armero—: un detalle que, en verdad, nos importaba poco.
Con el primer tiro de prueba me quedé sordo. Al ver que me tapaba los oídos con las palmas de las manos, vino el hombre muy raudo a ponerme las orejeras indicándole a Pablo que no siguiera disparando hasta que no las tuviera bien ajustadas. Nora también estuvo disparando y no fallaba ni un tiro al centro de la diana. Pablo se acercaba pero ninguna bala entraba en el centro. Todos los tiros se le movían. Nora le aconsejó: ¡Ésta! ¡Es la que mejor se ajusta a tu mano, con la que más puntería has disparado, porque la anatomía de tus dedos se acopla perfectamente a la curvatura del gatillo.
—¡Venga, vamos! —me dijo Pablo sonriendo—. Ahora ya has entendido. Con armas no se puede subir a ningún avión del mundo.
Estaba pagando en dólares, y el hombre del subterráneo contaba los billetes despacio, ensalivando el dedo al pasarlos.

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