domingo, 28 de junio de 2020

"El BACO" Capítulos 3 y 4

3
(F. Mendelssohn. «Concierto en “mi” menor»)
Al salir de la estación de Astorga, les moscardoneaban con voz gangosa:
—¡Señores!, ¿quieren taxi?
—No, gracias, pero... por favor, tenemos que buscar un lugar de Astorga que se llama «Fuentencalada», cerca de la plaza de toros; es la referencia que tenemos.
—Sí, hombre, sí. Está un poco lejos de aquí. En los cinco taxis los podemos llevar a todos. Traen ustedes muchos bultos. Esas mochilas deben de pesar un «güevo» —insistía el taxista con un diente de oro.
—¡Bah!, hemos de hacer muchas caminatas con ellas; recorreremos gran parte de la provincia.
—¿Son ustedes de Madrid?
—No, somos de Málaga.
—Pues... ¡vaya cuadrilla! Pocos malagueños nos visitan. Astorga tiene mucho que ver: el palacio, la ergástula, las murallas. Seguro que les gustará. ¡El mundo es suyo! ¡El mundo es de los chicos y chicas jóvenes!
—Y de un profesor —contesta Juanita cargada como un dromedario y con una diadema verde y blanca que, entre bromas de chilindrinas y veras de chicoleos, Juan Carlos Gutiérrez le había regalado durante el último tramo del viaje.
—Tienen ustedes que cruzar toda la ciudad. «Fuentincalada» dista como cuatro o cinco kilómetros; allí encontrarán una fuente romana con agua muy buena que sale por seis caños.
El Vasco y sus muchachos emprendieron la caminata, calle de la estación arriba. El sol apretaba el dobladillo de las gorras contra las sienes, y las primeras gotas de sudor comenzaban a resultar molestas. A medida que avanzaban, el Vasco sentía náuseas mezcladas con miedo a nada concreto, por lo que quiso refugiarse en Eva y no se atrevió a hacerlo. Veía en ella, dos metros más adelante, a su madre que no había conocido, con la misma edad y el mismo talle. Mirando al suelo para buscar el fuego que abrasaba sus plantas, experimentó un vórtice en el estómago, así es que se desprendió de la mochila llena hasta los topes. Como se le tornaba incoloro el rostro por momentos, Eva se apercibió de la anomalía. Iban los dos últimos en la travesía del asfáltico desierto, a pesar de lo cual no dudaron en reposar un rato. Hubieran regalado una hacienda a cambio de un poco de sombra y menos peso sobre los riñones, al mismo tiempo que el Vasco hubiera deseado que Eva no lo acompañara para poder meter los dedos en la boca y vomitar.
—¿Qué te pasa, que te veo pálido?
—Que las plantas de los pies me arden. A ver si por la tarde compro mejor calzado, porque estas zapatillas me están haciendo llagas.
Se repuso el Vasco de su indisposición transitoria, si bien hubiera agradecido vomitar, porque quizá así, le hubiesen desaparecido los síntomas; y siguieron haciendo de farolillo rojo, pues el resto de los compañeros se habían despegado más de doscientos metros.
A duras penas cargaron sus alforjas, mucho más pesada la del Vasco, y siguieron caminando entre el aire tórrido.
A lo lejos bajaba una señora vestida de negro en dirección contraria, y al verla el Vasco, se le clavaron los ojos en ella alejándola hasta el infinito. Estaba pisando el mismo suelo que su tío Esteban había pisado tantas veces, y el remolino del estómago le subió hasta el cerebro, que se desbordaba en borbotones hirvientes, no erráticos precisamente, sino guardando perfectas simetrías, como si su pensamiento fuera una orquesta de grandes maestros, aunque sin nadie que la dirigiera, en la que cada instrumento sonara afinado pero cada uno por su parte. El punto negro que se había alejado se fue acercando de nuevo hasta que vio a su tío en ella retratado pero con movimientos, vestido a la antigua usanza eclesiástica y sudando: con sotana, teja y manteo con todos sus pliegues de aristas brillantes. Lo fue siguiendo y, cuando pasó a su lado, quiso hablarle, pero no pudo porque el tío no le hizo caso. Quedó el Vasco petrificado, pues en aquella hipnosis aumentó la sequedad de boca por la que no podía juntar los labios. No era la primera vez que le pasaba algo semejante; ya en Arequipa, cuando pubescía, pasó otra crisis de alucinaciones parecidas sin que le dejara secuelas de ninguna clase, aunque su tío consideró prudente consultar al psicólogo-psiquiatra doctor Oswaldo Clementi en Buenos Aires, ciudad que tiene fama en toda América Latina de buenos especialistas. Aquella vez tuvo alucinaciones de tipo religioso, en las que identificaba a su madre con una imagen de la Virgen, que en la parroquia de su tío presidía los cultos de la Iglesia.
Por más que lo intentaba, no pudo recordar los psicofármacos neurolépticos con los que el doctor Clementi lo había curado después de que su tío no consintiera tratamiento de electrochoques, e intentó sobreponerse.
Hacia la mitad de la calle, antes de emprender la gran cuesta arriba, el párroco de Puerta de Rey cerraba la Iglesia, pero el Vasco vio en él, de la misma manera que acababa de ver a su tío pasar de largo, un homúnculo diminuto y lejano hasta que, agrandándose, fue tomando forma del cura Cascarrabias que se acercaba volando, como si lo divisara a través del zum de una máquina de fotos, quien, de un brinco ágil, se montó al instante encima de la aplastante mochila que trataba de abrir para recuperar las cartas que guardaba el Vasco en el fondo, pues siempre las llevaba consigo junto con los borradores de otras tantas, que su tío había enviado a ese cura impertinente.
Catatónico el Vasco, sólo las piernas le respondían en su paso rápido. No le fue posible más que, de reojo, observar a su izquierda a un niño astorgano que, empuñando un yeso de derribo, terminaba de pintar dos monigotes sobre las puertas de un garaje sucio: el uno escuálido, con chistera esquemática y cuatro dedos en cada mano que prolongaban los brazos a modo de espantapájaros; el otro, por cabeza una circunferencia perfecta sin pelos que la adornaran, con las orejas tan grandes que sólo querían escuchar al Vasco después de haberle proferido improperios. Al oírlos tan nítidos, el Vasco centró su terror interno en aquellos personajes que se le escabulleron al niño de entre los dedos, dejando solas, sin contexto al que referirse, las leyendas que bajo ellos había escrito: «Amador y Yoli», con un corazón atravesado por un dardo en medio de los dos nombres. Aquellos seres correteaban nerviosos rodeándolo en su caminata, pero no podía espantarlos. Se sintió perseguido de tal manera, que se le subieron a sendos hombros sin poder evitarlo. Los dos nuevos inquilinos no aumentaron el peso pues eran trasparentes, sin cuerpo; sólo sentía una ligera presión como si las correas de la mochila, que le apretaban los hombros, se hubieran convertido en los pies de aquellos seres. En su pensamiento reproducía a su tío en la consulta del Doctor Clementi, cuando, durante la anamnesis, preguntaba si en la infancia no habría padecido meningoencefalitis o algún episodio traumático, al mismo tiempo que el que llevaba encima, llamado Cascarrabias, no cesaba en su intento de hurgar en el petate; y como no acertaba a desatar las correas, comenzó a hablarle al Vasco en su oído izquierdo. Alternativamente, en el derecho, se doblaba el monigote de la chistera a quien atribuyó el Vasco las dotes de voz omnipotente, sabia y misteriosa; y experimentaba que los pensamientos escapaban de su cabeza implantándose en los monigotes de polvo de yeso, quienes también le robaban sus deseos. El otro monigote que había saltado de la puerta siendo femenino, pues el niño astorgano había resuelto la falda con un trapecio, de pronto se convirtió en hombre y se disputaba con su compañero las intervenciones a los oídos del Vasco en conversación truculenta.
Comenzó el infernal cruce de palabras de manera que eran muy nítidas al comienzo; poco a poco se fueron enmarañando unas con otras, hasta que ya no podía el Vasco deslindarlas, pues intervenían, a veces, todos juntos: el Vasco, el cura Cascarrabias y los dos saltarines en los hombros, como si de una jaula de grillos se tratara.
Alternativamente, con claridad absoluta, reproducía las cartas que llevaba guardadas sin necesidad de releerlas. Imaginó que el cabezota era un policía de la comisaría de Astorga y que inexplicablemente se hubiera aconchabado con la voz omnipotente, sabia y misteriosa.
Tanto las cartas del Cascarrabias como los borradores de las de su tío, que llevaba escondidas en el fondo de la mochila, se las había quitado a su tío inmediatamente antes de venir a España para que no sufriera, pues cada noche, obsesivamente las leía, y le había llegado a encomendar a su sobrino, con muchísima tristeza, que cuando volviera a España, le pidiera perdón a don Cirilo Vega Juárez, que así se llamaba el Cascarrabias. Nunca había podido el Vasco conciliar las dos posturas que se le antojaban, si no contrarias, por lo menos diversas: la aversión soterrada que le producía la evocación de ese cura impertinente y el perdón demandado por su tío.
Lanzó al aire el monigote de la cabezota este pensamiento: «Yo puedo asegurar que a mí también me llamaron la atención aquellos andaluces por Astorga».
El Vasco, que iba tejiendo en su mente estas palabras como si lo hiciera el monigote que llevaba encima, se aturdía por momentos mientras el sol le trituraba las meninges: «El marido de una amiga de mi mujer, que es comisario de policía en la comisaría de Astorga, me había advertido que llegarían, a esa hora y en ese tren, un grupo de jóvenes con un profesor extraño, quien hace dos años pasó unas horas en la comisaría tras largo interrogatorio. El archivero diocesano observó que, a pesar de haberle presentado el carnet de profesor expedido por el Ministerio de Educación, y pedirle permiso muy cortésmente para leer algunos pergaminos, salió del archivo con el Tumbo Viejo de San Pedro de Montes en un macuto con cintas negras y una pegatina con una llama de Perú. Por este detalle fue por el que dieron con él, en el mismo tren en que huía. La detención fue sencilla, sin resistencia. Ni en Bilbao ni en Vitoria ni en San Sebastián sabían nada de él: ¡Un profesor que roba libros y pergaminos! ¿Para qué querías esos legajos? Cuéntamelo. Nada me hace suponer que sólo eres un cleptómano. Si me lo cuentas te confío un secreto. Seguro que te interesará. ¡Todos tenemos un secreto!» —«Busco la miniatura, copia del Baco. Un fraile la copió en el siglo XIII. Tiene que haber otro pergamino con más datos. Ayúdame a buscarlo» —pensaba el Vasco.
—Mi amigo y yo ya te estamos ayudando. No te delatamos. ¿Te parece poco? —seguía concibiendo enmarañados pensamientos que atribuía al de la chistera.
—Gracias, pero comprended que son míos. Eran de mi tío y yo soy su único heredero. ¡Los pergaminos, y el retablo sobre todo!
—Estás muy equivocado. Esos manuscritos son del patrimonio nacional. Tu tío era de aquellos curas de pueblo que creían que hasta los retablos eran suyos, y los vendían a los anticuarios. Tu tío, para que te enteres de una vez, expolió tres iglesias aprovechándose de su condición de párroco, y el muy listo se zafó de la justicia, como tú, y se marchó a Bilbao. Para ello engañó al Obispo, pues se valió de un certificado médico falso que le recomendaba clima húmedo.
—Y a ti, ¿por qué te ha interesado la historia de mi tío? ¿Qué más sabes? Cuéntame, cuéntame, por favor, lo del certificado.
—No tiene mucha importancia. Eso sí te lo puedo contar. Atiende: el médico de su pueblo... bueno, de su pueblo no, sino del pueblo en el que estaba de cura, era un viejo escrupuloso, muy neurótico, al que le cambió absoluciones por el certificado. Firmó, ¡vaya si firmó! La verdad es que a nada se comprometía. Lo hacía con muchos pacientes, unos a los baños, otros a las aguas, otros a la costa y a tu tío a Vascongadas. La policía tiene una ficha muy completa de tu tío —recordaba a retazos lo que su tío en una ocasión le había contado.
—¿Es posible que por un certificado médico falso, que carecía de importancia?...
—¡No hombre, no! No me acabas de entender. Cuando te detuvieron en Astorga y vieron tu carnet de identidad, te investigaron exhaustivamente, por si acaso eras de ETA. En la investigación salió lo de tu tío. La policía ha actuado bien. Ni siquiera te han molestado, y lo del Tumbo Viejo se olvidó; lo devolvieron al archivo y nunca más se supo. Pero te aviso: no reincidas —el superyó Freudiano le dictaba—. Ahora tienen todas tus huellas dactilares, no sólo las del dedo índice. Mejor dicho, las tienen desde que te detuvieron. ¿Recuerdas que durante el interrogatorio te tomaron las huellas de los diez dedos?
Le interrumpió Eva estos pensamientos, unos pasos retrasada, con los poros de la piel llenos de almíbar transparente:
—¡No soy capaz de seguirte; vete más despacio que no puedo con la mochila!
Sin que el grito lo distrajera totalmente de su diálogo interno, contestó el Vasco al de la chistera:
—Me dejas preocupado.
—No vale la pena que te preocupes. Puedes seguir tu vida, ya que mi amigo, el poli, sabe que estás en Astorga con tus alumnos, pero no ha dado cuenta —el monigote de la cabezota asentía—. Créeme y sigue tu excursión.
—Estoy inquieto. No te vayas. ¿Sabes algo más de mi pasado? Me duele un poco la cabeza.
—¡Que ya no eres un chiquillo! No seas necio. Claro que sé algo más de tu pasado. Tu tío lo pasó muy mal unos años. Por ser normal. Lo tachaban de mujeriego. La gente llegó a tomarlo a guasa y le perdieron el respeto. Yo sé que era un hombre bueno. Estuvo enamorado de la maestra del pueblo.
El Vasco ya daba alcance al resto del grupo por lo deprisa que andaba, pero seguía cabizbajo, sin prestar atención a los bisilábicos comentarios banales de sus alumnos, ensimismado, luchando interiormente, como cuando en sueños alguien se siente perseguido. Iba ganando terreno su obsesión de encontrar los pergaminos que le faltaban y el Retablo del Baco. Siguió dialogando en su pensamiento con sus jinetes imaginarios:
—Era y es bueno.
—Esto sí que es una sorpresa para mí —se reía el Cascarrabias estridentemente—, creía que habría muerto.
—No, vive en Arequipa —pensó tímido—. Ya es muy viejo. ¡Pobre tío! ¡Mi viejo! ¿Qué más has investigado? —le preguntaba al monigote de la chistera, que, alternativamente, se tornaba voz omnipotente, sabia y misteriosa.
—Yo, nada. Todo lo ha hecho el poli y ha colaborado un cascarrabias, canónigo de la catedral de Astorga. Éste conservaba una colección de cartas que se cruzaron tu tío y él. Se lo contó todo al poli, amedrentado, nervioso, creyendo que tu tío habría cometido algún delito.
Le susurraba al oído el Cascarrabias:
—Ya le decía yo: Esteban, que andas descarriado, y algún día vas a causar un problema gordo en la diócesis. Esa maestra es como el demonio, es una tentación, encomiéndate a la Virgen Santísima, que es tu verdadero amor. ¡Y ahora está siendo investigado por la policía! En cierta ocasión nos reunimos todos los curas de la diócesis en el seminario, con el Obispo. Las charlas se celebraron durante dos días. Tan repleto de curas estaba que fue necesario habilitar cada habitación con tres camas. Tu tío se dejó olvidada una carta amorosa de la maestra en la mesilla de noche. ¿Te interesa que te lea la carta?
—No, esas son cosas de mi tío, y yo no tengo por qué...
—Al parecer él siempre presentaba a la maestra como una fiel colaboradora de la parroquia, catequista estusiasta y una buenísima cristiana.
Con fuerza de viento huracanado, el cabezota, impetuoso y contundente, se impuso en el diálogo:
—El Cascarrabias le dio la carta al poli junto con otras. Te las voy a leer por orden. Días después de la convivencia diocesana, el Cascarrabias decidió escribir la primera. Guardaba copia del cruce de correspondencia con tu tío Esteban. Los policías se reían con ellas y no dieron pábulo a su contenido por no causar un escándalo. Todo salió a la luz, como te explicaba, por tu culpa, por haber intentado sustraer del Archivo el Tumbo Viejo de San Pedro de Montes. En realidad lo que buscaban en la comisaría era tu historia, tu procedencia, por si acaso estabas involucrado en cuestiones políticas. ¡Es que el apellido Marculeta salta a la vista!
—Eso que hicieron es violación de correspondencia privada —pensaba el Vasco encolerizado, contestándole al muñeco de cabeza hueca.
Siguió el de la chistera:
—Las cartas de ida y vuelta; o sea: las que recibía de tu tío junto con los borradores de las propias eran propiedad del cura Cascarrabias, y cada cual, con lo suyo, puede hacer lo que quiera.
El Vasco, cuanto más se acercaba al centro de la ciudad de Astorga, con memoria prodigiosa, reproducía las cartas que su tío había recibido del Cascarrabias, y también los borradores de las propias, que, aprovechando un viaje de su tío desde el Perú a la República Argentina, había leído en Arequipa a la edad de quince años; las mismas que cariñosamente le quitó a su tío antes de venir a España, para que no sufriera.
Empezó a reproducir en su mente la primera, que envió desde Astorga el Cascarrabias:
Astorga 7 de Julio de 1950
Pax Xristi.
Rvdo. D. Esteban Arias Hernández
Quintanilla.
Querido Esteban:
En este día de S. Fermín espero que te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios, intentando poner en práctica los buenos consejos que nuestro Ordinario nos ha dado en las convivencias. Rezo por ti. Espero que no tomes a mal unos breves consejos que me voy a permitir darte. Recuerda los años en los que éramos latinos en el seminario. Tú eras el inteligente, el que sacabas «cum laude» en todas las asignaturas y te llamábamos Cicerón. Tú me apodabas el Cascarrabias, no sin cierta razón, ya que El Señor no se apiadaba de mí lo suficiente como para poder vencer mis dificultades de carácter. Aprovecha las dotes que Dios te ha dado para pararte a reflexionar y dedicar a tu sacerdocio todas tus potencias y virtudes, olvidándote de una vez para siempre de esos amoríos mundanos que te embargan. ¿Que cómo lo sé? No son habladurías. Esos besos de los que habla la catequista, por Dios, Esteban, sublímalos y convierte tus consagraciones sacrílegas en actos de Fe, y que tus manos sacerdotales no acaricien más que al Altísimo en la Sagrada Hostia. Dios todo lo perdona, hasta el más ignominioso pecado. Si es necesario, castiga tu cuerpo con un cilicio y reza. Para vestirte la camisa debajo del pantalón te aconsejo usar la «virgula castitatis», para que Satanás no tenga ni la más mínima oportunidad de tentarte. A mí me ha dado resultado. No te preocupes y no veas en mí, más que a un ministro de Cristo que guarda esto como si de sigilo de confesión se tratara. Te ofrezco la absolución de Cristo. Si no quieres conmigo, se te ofrece también Dámaso, el coadjutor de la parroquia de San Andrés, que fue quien me leyó la carta de la maestra. Haz, te lo ruego ante el Sagrario, examen de conciencia y propósito de la enmienda. Confesión de boca ya está implícita, pero es necesaria la presencia; así que te esperamos uno de los dos. Ven mañana en el coche de línea de Ponferrada. Si tus menesteres sacerdotales no te lo permiten, iré yo a Quintanilla, pero en ese caso, tengo que hacer noche; ya sabes que el autobús de ida va por la tarde. Mientras tanto, recibe un abrazo de tu hermano en Cristo. El Cascarrabias.
—O sea: ¡que mi tío estuvo liado con la maestra! Es la mejor noticia. Y, ¿qué contestó mi tío a esa carta? ¡Pobre, mi viejo!
Seguía el Vasco atormentándose en su intento de dialogar con alguien bajo el sol aplastante de esa hora de aquel día anticiclónico. Reprodujo en su mente al interlocutor:
—Te la leo al pie de la letra. A tu tío no lo apabullaba nadie, y menos un destripaterrones, desertor del arado, como el Cascarrabias. Se desfogó olvidándose de que era un ministro de la Iglesia:
Quintanilla de Valdueza 8 de Julio de 1950
Cirilo Vega Juárez (Alias el destripaterrones)
Astorga.
Comenzar una misiva diciendo «querido», me repugna tratándose de ti, por eso comenzaré como te corresponde.
Cerdo Maricón: He recibido esas babas malolientes que por tu boca de culo han sido cagadas.
Dile al payaso de San Andrés que puede consolarse un poco porque es mejor agotar la esencia de la estupidez que no la del mariconismo como tú. También puedes consolarlo, porque es un poco menos cretino que tú.
Yo, con «El De Arriba», sé arreglármelas muy bien sin necesidad de dos lameculos del Obispo; de cada lametazo que pegáis, llegan los salpicones hasta el coro de esa catedral que tanto os gusta.
Me hace vomitar, cada vez que pienso que tus sebosas manos anduvieron urgando en mi maleta. El marrano de Dámaso supongo que andaría hozando mis calzoncillos usados en la fardela de la ropa sucia.
No te he llamado Cascarrabias por tu carácter ni nada parecido. Te lo he llamado siempre porque ya desde el Filosofado o antes, con aquellas ojeras y petequias, era de suponer que te la estabas cascando...«la rabia», cuando salías del seminario con tu impecable sotana y un niño venía a besarte la mano y le decías no sé qué melindres pseudoespirituales acariciándole la cara... ¡Cochino mariconazo!
Merche es una maestra y cristiana ejemplar; me ayuda sobremanera en mi tarea pastoral, sobre todo en la catequesis infantil. Cuando de vosotros recibo lo que recibo, dirijo mi afecto a quien me da la gana. ¡Bribones!
—Nunca hubiera podido imaginar esa faceta de mi tío. Creo que es la mejor carta que he leído en mi vida. ¿Ahí quedó todo? ¿No contestaron los curas maricones?
Se relajaba el Vasco al reproducir a su interlocutor que actuaba en su sistema nervioso como un sedante:
—Lo de maricones pudo ser imaginación de tu tío.
—No creo. Es muy listo.
—Observo que lo tienes en un pedestal, como mitificado. ¿Nunca te contó sus andanzas por esos pueblos de la Diócesis de Astorga?
—Evidentemente, aunque sin contarme su vida privada. ¿Hubo más cartas?
—Aquí está la siguiente que escribió el Cascarrabias:
Astorga 20 de Julio de 1950
Pax Christi
Reverendo D. Esteban Arias Hernández
Quintanilla.
Querido Esteban:
«Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»
«Si alguien te abofetea en una mejilla, ofrécele la otra»
No te he contestado antes porque he andado de médicos. Estuve en el sanatorio «Eiriz», ya que se me ha agravado la úlcera; aquella úlcera que con tanto mimo me cuidaba el doctor Arias, tu insigne padre, que estará gozando de los dones celestiales. Recuerdo a Doña Lola Hernández cuando, en su farmacia, regalaba los medicamentos a los seminaristas; todo bondad, con aquel empaque señorial de alto coturno. Recuerdo sus emocionadas lágrimas el día de nuestra Ordenación Sacerdotal, con olor a incienso, cera quemada y azucenas, en los reclinatorios de honor.
Creo sinceramente que sí, que fue un error del Obispo no haberte enviado a estudiar a Salamanca o a Roma. El contacto con esas gentes agrestes no es bueno prolongarlo por mucho tiempo, ya que la soledad de un célibe debe de ser muy dura. Te comprendo y te encomiendo. Un sacerdote joven, apuesto, sin el cobijo de sus hermanos en Cristo, está acechado por mundanales peligros. Haciendo un acto de humildad tengo que reconocer que desmerece el mérito, y valga la redundancia, de los que nos santificamos arropados por nuestro queridísimo Señor Obispo, Dean, Arcediano y resto de los miembros del Cabildo catedralicio. Es disculpable, por lo tanto, tu singular abandono en cuanto a las letras, ya que, observo que, lo que no cometías en tus años de gramático, cuando por tus circunstancias familiares tenías una ventaja sobre el resto de los seminaristas, con tus padres universitarios, siendo aún niños de calzón corto, lo cometes ahora: Observo que escribes «urgar» sin ache, sin duda contagiado de esas maestrillas que por haber sacado el último número de su promoción han de ir a ejercer su profesión a los pueblos perdidos en las montañas.
Cuando nos llamas «cretinos» no nos insultas, nos enalteces, querido Esteban. Etimológicamente, cretino procede de Christianus, a través del francés «crétin». Mis alumnos, lo saben al dedillo. Estoy preparando las clases de Lingüística para el próximo curso. Cada cual ha de honrar al Señor según sus conocimientos. A algunos nos ha escogido para la ardua tarea de formar a nuestros seminaristas, a pesar de la intolerable intromisión de esa rara congregación de los Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús que nos han usurpado la dirección del Seminario. Si todavía fueran los Jesuitas u otra afamada congregación... pero esos Operarios, o son catalanes o influidos por un catalanismo que va a ser la perdición de nuestra querida España. Tienen retratos de Don Manuel Domingo y Sol por todas partes, su fundador, un cura de Tortosa del siglo pasado.
Para terminar esta misiva, ahí te envío, para tu solaz, estos versos que he compuesto para que no olvides la palabra hurgar:
«DEL VERBO HURGAR».
Hurgando un día en Licurgo,
descubrí, que no hay que hurgar
en heridas, porque si hurgo
donde otro hurgó sin pensar,
hurgamos dos para ser
hurguetes de un demiurgo.
Y aún hay más:
Hurgaste donde yo hurgué,
hurgué donde hurgaste tú.
Hurgamos los dos, ¿por qué?
Dejemos de hurgar, gandul.
Tu hermano en Cristo, C. Vega Juárez
—Ese cura, el Cascarrabias, demuestra un cinismo fuera de lo común. ¿No crees?
—Pues todavía vive. Por cierto, está muy enfermo. A punto de morir.
—¿Dónde vive? Me gustaría conocerlo.
—No será verdad que yo te lo revele. ¿No venías a estas tierras para hacer investigaciones? Ahí te lo dejo para que investigues por tu cuenta. Sería ponerte las cosas demasiado fáciles.
La imaginación del Vasco se desbordaba:
—¡Sigue, sigue!
Reproducía en su mente mil imágenes de su tío cuya siguiente carta iba leyendo mentalmente, con puntos y comas:
Quintanilla. 1 de Agosto de 1950
Ciruelo Vaika. (El desertor del «surco, de la embelga y del arado»)
Astorga.
Estúpido hipócrita:
Ahora tengo un poco más gana de bromas, por lo que continuaré tu broma poética. Como yo no soy poeta, ya que el Obispo no me mandó a estudiar a Salamanca ni a Roma, pondré título a una pequeña selección de lírica popular de estas gentes agrestes, como tú dices. Desde luego, con el tema de la hache y del verbo hurgar se pueden entresacar millones de letrillas. Hay una que dice así:
PARA ENSEÑAR AL PARVULO EL USO DE LA LETRA HACHE O PARA acer haprender al uérfano hiletrado el uso con ache y el huso que se ace de la lengua con la ache:
Quisiera vuesa merced
haber hurgado esta vez
donde hurgué yo con placer.
Ca si fuere menester
que hurgara yo por doquier,
que no en el huerto florido,
crujiérame la libido
con singular estampido
que ni el ojo ni el oído
sanos quedaran, ¡pardiez!
Además de tonto, eres un poco malvado. Parece que se te ha olvidado de dónde procedes. Veo que en el fondo desprecias a los «agrestes». Yo también recuerdo el día de nuestra Ordenación. Recuerdo al «ti Froilán» con sus pantalones nuevos de pana y la boina de los domingos; y a la «ti Elvira» con sayas y galochas para no mojar las zapatillas nuevas. También recuerdo muy bien el banquete cuando, avergonzado de tus padres, les echaste una reprimenda cuando tu madre se sonó los mocos haciendo ruido, entre sollozos emocionados y decía: “¡Uoy, Uoy! ¡Mi Cirilillo... Que yo tenga un hijo tan listo y que yo sea una fata! ¡Cumo podrá ser... Virgen Santa!”Y tu padre, con un poco de vino más de la cuenta nos sorprendió a todos, en su profunda alegría con aquel grito espontáneo, auténtico: “¡Vivan los misacantanos!”Tú estabas ruboroso de vergüenza.
Gracias por llamarme gandul. A ti, que parece que te gustan las etimologías, no te iría nada ese apelativo.
¡Querido Ciruelo!, sigo pensando que eres un gocho nauseabundo. Que no has cambiado nada.
El Vasco, al terminar de reproducir mentalmente esta carta, desvió un ápice su obsesión:
—Ésta la envió sin firmar, y el Cascarrabias tardó en contestar. Seguro que lo que le decía de sus padres le hirió en lo más profundo.
Siguió recordando las cartas por riguroso orden cronológico:
Astorga 15 de Septiembre de 1950
Esteban Arias Hernández Quintanilla
Pax Xristi
Querido Estebanillo:
Si te apellidaras González, por lo menos, algo válido tendría tu persona, aunque fuera por pura coincidencia con el autor del famoso libro de nuestra Picaresca. Voy a seguir la broma poética:
No hurgué donde hurgaste tú,
sólo pensarlo me espanta.
Ni un doblón por describilla,
ni un punto por su lembranza.
Y otra que recuerda a Cruz Cruzada Panadera del «Libro de Buen Amor»
que dice:
De una hurgamandera huraña
sospechó él que se trataba; (Él, es Dámaso, el coadjutor de San Andrés)
mas yo le dije humorado
que hasta Job se huracanara.
¡Don Feligrés! —Me contesta—.
¿Adónde su tez humana
bajo hungarina se esconde
que ni el horcajo lo humilla
ni el huracán lo levanta?
No cabe duda de que la lírica tradicional popular de nuestra literatura es valor excelso. Aquella pretensión de «sílabas cunctadas» hay que dejarlo para el mester de clerecía. Si te interesa, te puedo explicar una teoría mía que tengo sin publicar, acerca del valor del verso espontáneo semilibre: versificación que los poetas de ahora rehúyen utilizar. Bueno, me despido. Que sigan las bromas líricas, que de épicas ya está la sociedad llena, y que cada cual pueda leer a su manera, como cuando se lee a San Juan de la Cruz, que comienza con connotaciones pornográficas o místico-espirituales, dependiendo del cristal con que se mire, el «Cántico Espiritual».
En cuanto a la etimología de «gandul» he de decirte que proviene de: o bien de Gannitus-us (gañido del perro) o de garrulus-a-um, (que gorjea, el pájaro), (charlatán, el hombre) que produce murmullo o ruido.
Mezclaba el Vasco sentimientos de comprensión hacia su tío con un odio cerval al contrincante. Recordaba la siguiente pensando que su tío era la mejor persona del mundo:
Quintanilla 2 de Octubre de 1950
Cerúleo Vago, chato y panzón.
Astorga
Cerecilla podrida y asquerosa:
Has podido conmigo. Si sigo aquí, vas a conseguir mi condenación eterna. Otro obispo me ha aceptado en su diócesis. Me voy con las gentes agrestes de Vascongadas. Te voy a conceder el honor de que seas el primero que lo sepa en la diócesis, porque después de todo, me has servido para cultivar la pluma, que sí es verdad que la tenía algo oxidada. Trataré de olvidar tus cartas.
Perdona si en algo te he ofendido. Lo que más me ha gustado de ellas ha sido la palabra gandul, en el sentido de «tunante y vagabundo» no en el de «holgazán». Aunque en el verdadero sentido árabe, de donde proviene «gandur», (غذدور ) creo que está bien escrita, se acentúa más el valor de holgazán; y holgazán es el que huelga o fuelga o folga, que proviene del latín «follicare» en cruce de etimología popular con «follis» que significa «fuelle»; es decir: el que se solaza imitando el resoplido del fuelle, emparentado con «huelga» (con acento en la h), del siglo XVI, y «juerga» en el sur, y «follar» que es lo mismo que holgar. Por eso holgazán y follazán podrían ser lo mismo.
Definitivamente me gusta más el árabe «gandur». Explícaselo a tus alumnos. Explícale también a tus alumnos que «cretino» no procede de Cristianus. Eso es un error de la Real Academia Española. Supongo que, el que primero acuñó esa etimología, fue Joan Corominas y de ahí la copian erróneamente todos. Yo creo que «cretino» procede de «Cresco, crescis, crescere, crevi, cretum». De ese participio se deriva un diminutivo muy usual en latín vulgar: inus, ina, inum; por lo tanto cretinus sería «el crecidito» o «poco crecido». Una malformación congénita se manifiesta con poco tamaño físico y mental, de ahí que a esos enfermos se les llamara cretinos.
No soy tan listo como para contradecir a los académicos, pero puedo asegurarte que es cierta esta etimología, ya que me la enseñaron el Doctor Arias y Doña Lola, como tú llamas a mis padres.
De lo que somos autores en la vida, es inútil que nos arrepintamos, por eso ya no borro el encabezamiento de esta carta. Sí puedo pedir perdón por los inconvenientes que haya causado. ¡Y no llores, cacho bobo!
Recibe un abrazo de tu hermano en Cristo. Esteban
P.D. No sé a qué Licurgo se refiere el poema: si al rey o al orador, ya que podría cambiar la interpretación.

4
Introdujéronse los malacitanos por las calles de la muy noble, leal y benemérita ciudad de Astorga, entre multitudes. Nadie sabe si Juana seguía pendiente de Eva y del Vasco, o si, por el contrario, aquellos ademanes reflexivos mezclados con alguna sonrisilla durante la conversación tan animada con Juan Carlos Gutiérrez, mientras subían la cuesta encorvados por el peso de las mochilas, significarían el comienzo de un desvío en sus pretensiones amorosas. Desde lejos, parecían una pareja de jóvenes deportivos y dichosos.
«Sólo he visto tanta gente junta en las procesiones de la Semana Santa de Málaga» —comentaba Leo.
«Nos vamos a perder» —replicaba otro de los muchachos.
El Vasco se inquietaba levantando la cabeza y dando codazos para abrirse paso entre labriegos con aperos nuevos de labranza. Comenzó a dar voces: «¡Si nos perdemos, nos encontraremos en la Eragudina y en “Fuente Encalada”!» Con lo que se le fueron de la mente sus recuerdos y sus tormentos.
Una fila de coches se iba abriendo paso entre las gentes con ensordecedores cláxones.
—Ehtoy ehnortao, tío. ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Dónde va tanta gente? ¿Dónde está el resto? —comentaba Jorge abriéndose paso hacia los soportales de la plaza, que se presentaban un poco más despejados.
—Ya nos hemos perdido —dijo Pablo—. ¿Dónde nos hemos de encontrar? «Fuente calada» o algo así. Tengo una sed que me muero y una rozadura en el pie derecho. Aquí hay una farmacia: «Farmacia de Primo Núñez».
Entre el gentío, acertó Pablo a colocarse una tirita y torcieron a la izquierda para beber algo fresco.
—¿Qué queréis, rapaces? —El camarero no estaba muy seguro de que aquellos «boiescaus» no pidieran más que un vaso de agua—. «¡Un coca cola!» —contestó Pablo—. «¡Otro coca-cola para mí! Bueno, ponga tres coca-cola» —apostilló Leo ante la sorpresa del camarero, muy afanado en los menesteres de la barra, quien cantó a un ventanuco que daba a la cocina:
«¡Que sean tres coca-colas y tres tapas de mollejas, marchando!» —voz de barítono canturreante.
Se miraron los tres muchachos y dijo Jorge:
—Este tío nos quiere timar; yo me largo.
Recogiendo sus mochilas con mucho disimulo, se escabulleron entre la turbamulta que abarrotaba la cantina, su puerta y la calle, hasta que se vieron delante del Ayuntamiento, donde preguntaron a un municipal por «Fuente Calada».
—Por allí —señaló con el dedo el guardia de la porra—, al lado de la Eragudina. ¡Fuentencalada!; no Fuente Calada. Por esa calle abajo llegaréis al Postigo y preguntáis, ¿eh? Heis de llegar a la carretera Madrid-Coruña. Es un poco más p’allá.
Ante la amabilidad del guardia, Jorge le preguntó:
—¡Oiga...! ¿Qué es hoy? ¡Por qué tanta gente?
—Martes, mercao. No sois de aquí, ¿verdad?
—No, no. Muchas gracias.
Siguieron los tres petates andantes a trompicones, sudorosos, encarnados, hasta que encontraron al resto de la manada, con tanta sed que agotaron una cantimplora.
«¡Me cago en los rapaces del coño!» —exclamó el cantinero con las tapas en la mano, sospechando que se habían esfumado.
En Astorga siempre ponen algo de comer con la bebida.