Cuando escribía mi primer libro EL BACO, solía hacerlo escuchando música clásica en un magnetofón con cintas en “casetes”, y no titulaba cada capítulo con números sino con la obra musical que estaba escuchando.
El de la página 211 de la edición en papel de editorial Édinford me llegaba al alma el estudio de Chopin, Opus 25, Nº 12.
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Recuerdo el día en que di por terminada la redacción y lo leí definitivo escuchando el mismo estudio y se me hizo un nudo en la garganta sin poder contener una lágrima. Eran altas horas de la madrugada que era cuando sacaba tiempo en soledad y silencio absoluto para escribir mis páginas.
Ayer murió Mauricio Pollini, el pianista que tocaba ese estudio de Chopin con maestría difícilmente igualable, al que le sigo agradecido por su gran interpretación.
He aquí el capítulo:
(F. Chopin. «Op. 25, No 12»)
Con tantos afanes durante toda la vida, Honorino el viejo nunca encontró tiempo para entretenerse con algo que no fuera la sementera, los ganados, las viñas o la huerta. Sin embargo, durante la senectud, una pregunta le asaltaba el pensamiento de vez en cuando: que por qué su cuñado le habría revelado la importancia que entrañaban los escritos, y sin embargo, su hijo, que era tan listo, nunca le había hecho caso. Se resistía a comentarlo con Domitila, no fuera a ser malinterpretado a causa de su expresión torpe. Siempre tenía a flor de labios: «Yo bien sé lo que digo, aunque no se me entienda; lo que pasa es que los labradores, fuera de la labranza no sabemos más de cien palabras, pero pensamos como si supiéramos millones; por eso, cuando callamos y sonreímos, o decimos: !Cuoño, cuoño! ¡Vaya, vaya!, no es que quedemos engañados porque seamos bubines y no nos demos cuenta de las cosas».
Determinó, después de darle muchas vueltas, llamar a su hijo a La Coruña para decirle que ya había surtido efecto el regalo que había brindado a su amigo Pablo. Cogió el teléfono la secretaria del oficial de la notaría:
—Notaría de don Honorino Acebes LLamazares, dígame.
—¡A ver! ¡No oigo bien! ¡A ver! —se azaró el viejo y levantó mucho el tono, como si estuviera llamando a viva voz, sin medio electrónico—: ¡Oye, chica, dile a Honorino que es su padre! —se calmó y respiró hondo.
El teléfono, para Honorino y Domitila, siempre fue un obstáculo al que tuvieron que enfrentarse con valentía, sacando fuerza de lo más profundo. Todavía no es capaz Domitila de abrir el fuego; ha de ser su marido el que lo descuelgue antes de que ella se quite el pañuelo a la cabeza, que le tapa los oídos, y lo repliegue alrededor del cuello. Domitila se acercaba secándose las manos con el envés de su mandil limpísimo apuntando en sus labios una sonrisilla.
—Dígame, padre —contestó el hijo—, ¿qué tal está madre?
—Aquí viene, después se pone ella —recuperaba el tono medio, hasta que quedó relajado y continuó—: ¡oye, Honorino!, no te llamo pa nada importante, sólo quería decirte que quizás te vaya a ver un catedrático de la Universidad de Granada, yo creo que me dijo. ¡Fue todo tan rápido que ya casi no me acuerdo!
—¿Y qué quería? Bueno, pero... ¿Catedrático de la Facultad de Derecho?
—¡Ay, hijo! No me digas. Verás... es que, estuvo a visitarme porque creía que yo tendría el cuadro del dios Baco y los escritos antiguos de la catedral del Vino.
—¿Y quién le ha contado tus historias? Ya te he dicho, padre, que es mejor que seas prudente y no vuelvas a contar tus historias a nadie porque corren como el viento. Ya ves, me parece que no hay quien las detenga si ya vuelven desde Andalucía.
—¡No, hijo, no! Yo no he contado nada a nadie, ya van varios años, desque tú te pusiste tan enfadado. Lo que pasa es que como le regalé el cuaderno de tu tío en paz descanse, a tu amigo Pablo... este catedrático, que irá a verte, es profesor suyo, y ve ahí... que lo habrán estao leyendo juntos.
Al viejo le temblaba la voz no tanto por viejo como por atemorizado. Domitila presagiaba tormenta al observar a su marido que miraba al infinito, tan atenta y concentrada, que repetía, nada más que con el movimiento de los labios, todas las palabras que su marido iba diciendo delante; y se le fruncía doblemente el entrecejo. Siguió el hijo
—¡Cómo mi amigo? Si lo encontramos en la carretera, y más que nada, por caridad lo recogimos. Después se marchó y ya no tuvimos ocasión de hablar más —se le notaba enojo en las cadencias. Trató de conciliar el viejo:
—¿Tú te acuerdas de que su padre es aviador?
—Y eso, ¿qué tiene que ver? —gritó el notario.
—Pues... —invadido de angustia, se aturdió el viejo— que... se ha ido a vivir a ... —No puedo entender cómo... —se alteró el hijo.
—Y ahora el cuaderno de tu tío lo tiene el catedrático.
—No puedo entender cómo se te ha podido ocurrir tal fechoría. Además, ¿cuántas veces te he dicho que ese cuaderno del tío no tiene ningún valor y tampoco lo tendrían los pergaminos si existieran? ¿Qué sabía el tío de jurisprudencia? Cómo habrá que decirte las cosas, padre. Nada, que, como tú dices: “En casa del herrero, cuchillo de palo”, ¿no? Todavía, algún día llegará en que me traigas alguna complicación seria —se enfurecía el notario—. Si me hubiera imaginado esto, hubiera quemado ese cuaderno. Ya cuando era niño, me hiciste pasar la mayor vergüenza de mi vida con el dichoso cuaderno, ¿te acuerdas? Que te lo he perdonado porque eres mi padre, pero nunca podré olvidarlo.
Honorino, sin poder expresar nada, con los ojos cubiertos de lágrimas, entendió totalmente el enigma de su hijo con respecto a todo lo referente a la bodega y evocaba con la misma minuciosidad, cuanto su hijo le relataba enojado:
—Todavía me resuenan las carcajadas de los compañeros del Instituto.
Honorino recordaba con ira desmedida aquel año en el que, cursando primero de bachillerato, fue obligado por su padre a llevarle el cuaderno al profesor de Historia del Instituto de León. Era la primera vez que alguien lo había ridiculizado en público. Entonces, en las ciudades, los niños llevaban el pantalón por encima de la rodilla, y se manifestaban como signos indelebles del origen agrario los coloretes en las mejillas, los pantalones tapando la pantorrilla y las medias, que así se llamaban a los calcetines largos con unas ligas de goma. Cuando Honorino niño, con candor infinito, presentó al profesor el cuaderno de su tío, lo ridiculizó hasta mofándose de su nombre, ya que le dijo acentuando la primera y la última sílaba: “Hón-orinó”. Todos los muchachos de la clase se rieron y lo insultaron. Aquello no era un profesor, aquello era un salvaje contra el que nadie podía; además era jefe de la O.J.E. y tenía a todo el mundo atemorizado. Honorino, en vez de arredrarse, reaccionó hacia adelante y le tomó la delantera a ese y a los demás profesores, ya que estudiaba tanto que sacó un curso brillantísimo. Siguió la conferencia:
—Llevaba puestos unos pantalones por la mitad de la pierna que ni eran cortos ni largos; a mí lo que me hubiera gustado eran los pantalones bombachos que nunca me comprasteis, y no era por falta de dinero... con unas medias de lana que tejía madre... con unas ligas de goma por encima de la rodilla. En la ciudad eran crueles con los hijos de labradores y me llamaban“cara de pueblo”. Cuando los profesores me mandaban salir al encerado a dar la lección, se burlaban de mi aspecto externo; hasta que me fui haciendo mayor, y por mis propias fuerzas me impuse totalmente, haciéndome respetar por profesores y alumnos.
A su padre no le iba a hablar de emperadores romanos, pero siempre se comparaba a sí mismo con el emperador Adriano, a quien descubrió estudiando Derecho Romano: su gran pasión de la carrera. En muchas ocasiones se le oía decir como si se tratara de una muletilla: «Al emperador Adriano, que ha sido el único gobernante de la Humanidad que ha favorecido a los pequeños labradores, es al que hay que levantarle monumentos en todas las plazas de los pueblos»; y concluía aplicándose el cuento: «Antes de suceder a Trajano, cuando todavía era cuestor, habló a los senadores con pronunciación tan campesina que se rieron de él por su fonética y por su aspecto».
Honorino el viejo, lagrimeaba abundantemente y dijo casi sin que se le entendiera:
—Perdona, hijo. Yo creo que, de eso, nadie tuvo la culpa. Ya no tengo fuerza pa escucharte.
Continuó el notario:
—Esto que te decía sería disculpable; lo que ya no era tan disculpable fue el día del cuaderno; que por eso salió este repertorio. Recuerda que me obligaste a llevarles el cuaderno a los profesores del Instituto; que yo no quería; y se rieron doblemente: de mi aspecto y del cuaderno; que se mofaron con descalificaciones como que eran fantasías de tu cuñado y “bobadinas” de mi padre. —El viejo, al oír de boca de su propio hijo el insulto que tanto padecimiento le había proporcionado, se desmoronó en sus adentros—. El que más se rió, sobre todos, fue el profesor de Historia y de Formación del Espíritu Nacional, por el que tú tenías tanta reverencia. Estabas esperando, como un idiota, a que tu hijo se hiciera grande para obligarle a hacer el ridículo con el cuaderno dichoso. —Desde aquí en adelante, solamente se le clavaron al viejo algunas palabras en su cabeza: idiota, amenazas, tortas en la cara, zurriagazos, bofetadas—... Además, aquellos profesores eran unos cafres. Yo te decía que era mejor pasar desapercibido; y tú, me amenazabas con darme unas tortas en la cara o unos zurriagazos en el culo; y como les diste permiso para pegarme, cuando podían se cebaban conmigo a bofetadas, sobre todo los profesores falangistas, que eran casi todos. Todavía recuerdo las entradas en las clases con la mano derecha extendida y el obligatorio “arriba España”.
Seguía destilando lágrimas y Domitila se encomendaba a la Virgen de su devoción. Sólo decía, suplicante, con las manos abrochadas:
—¿Qué pasa, Honorino? ¿Qué te pasa?
Honorino seguía pegado al auricular sollozando:
—Yo, todo lo que hacía, lo hacía por tu bien, para que te consideraran.
—Pues te equivocabas. Y todo esto viene, ya casi ni me acuerdo. ¡Sí! Al cuaderno del hermano de madre al que no conocí, ni me hizo falta, porque lo único que me ha proporcionado son sinsabores como este.
—Perdona, hijo. Yo no puedo seguir escuchándote. Se pone tu madre.
Al retirarse, balbuceaba temblante monosilábicamente: «yo sólo quiero morirme».
Cogió el teléfono Domitila:
—No entiendo por qué llora tu padre —se entrecortaba—; sólo de verlo, me duelen las entrañadas; que yo nunca lo vi llorar ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que pasa?
Domitila tampoco pudo seguir hablando. Había pensado decirle al hijo que llevaba tres días tirando del cuerpo como podía, porque se sentía muy“malica”; pero no le dijo nada, ya que se olvidó de sí misma como casi todas las mujeres de aquellas tierras, que nunca se quejan. La última frase ya no pudo acabarla. Honorino, más encorvado que nunca, paseaba por el corredor de fuera. Se frotaba las orejas con ambas manos y se le cayó la boina. Con quebrada amargura decía en voz alta:
—¡Ay, lo que nos llega, después de tantos sacrificios! ¡Yo sólo quiero morirme! ¡Yo sólo quiero morirme!
Domitila se hizo la fuerte y terminó la conferencia:
—Yo creo que tu padre “ponse” malo; voy a hacerle una tila. Adiós, hijo. Aquí quedamos como dos palominos. Dale un beso a... —cuando fue a decir“Adela”, se derrumbó en su discurso y el llanto no la dejó pronunciar el nombre, que lo pronunció entre gallos laríngeos.
A las dos de la mañana, Domitila y Honorino, no habían conciliado el sueño, en silencio. No habían sido capaces de hacer nada de cena y sólo dos tazas con restos de las infusiones quedaron en el fregadero, porque Domitila no tuvo ganas de fregarlas. En contra de su costumbre, Domitila pidió a su marido que se levantara a llenar una bolsa de agua caliente: se le habían quedado, en la cama, los pies muy fríos. Honorino encendió lumbre y calentó el agua muy presto, porque dicen en los pueblos que son fatales esas primeras horas de la madrugada.
Cuando volvió a la alcoba a poner la bolsa en los pies de su adorada, la encontró muy extraña. Desde que su hijo le había regalado la sortija de las miniaturas de las vidrieras, nunca la había extraído del corazón, pero la encontró Honorino encima del mármol de la mesilla. Muy sorprendido la llamó con voz tenue: —¡Domitila!— Como no contestaba, quiso que se hubiera dormido, y colocó la bolsa de agua caliente sobre los pies fríos de Domitila muerta.
Honorino se frotaba los oídos con ambas palmas para tapar aquel terrible silencio. Pasados unos minutos se fue calmando, encendió todas las luces de la casa y se encaminó a la huerta con las almadreñas puestas para no mojarse, siguiendo el sempiterno consejo de su esposa; se acercó a la noria y se dejó deslizar entre la pared del pozo y los cangilones. Con el primer hierro se hizo daño en una mano mientras gritó con desgarrador alarido antes de terminar la caída: —¡Domitila!
A pesar de que, en esos pueblos, todos los vecinos viven al unísono, hasta la tarde siguiente nadie echó en falta al matrimonio. Tuvo que ser un pariente lejano, nieto de un primo carnal de la madre de Domitila, el que, con unas escaleras de la compañía telefónica, que siempre están arrimadas a la pared de la Iglesia, forzó la ventana de la alcoba, pues era la más accesible, y descubrió el tálamo tumulario exuberantemente iluminado. Bajó de cuatro en cuatro los escalones encerados y refulgentes, descolgó la llave, y abrió la puerta de la calle por dentro. Cuando salía, ya lo esperaba la pareja con el juez y don Alejandro, el médico. No hubo desmayos como suele acontecer en estas ocasiones, nada escasas en los pueblos; sólo un respetuoso silencio de todo el vecindario arremolinado delante de la fachada, que esperaba la segunda noticia. Los dos guardias civiles se encargaron de bajar al pozo para, con una maroma, atar y rescatar el cuerpo mojado, hinchado y retorcido de Honorino. Don Alejandro redactó el certificado de defunción de Domitila: «Tromboflebitis. Tromboembolismo pulmonar. Paro cardiaco. No presenta signo alguno de violencia». Con respecto a Honorino: «Luxaciones metacarpianas en la mano derecha. Politraumatismos cráneo-encefálicos. Neumonía por aspiración de agua dulce en ambos pulmones».
Comentó el juez:
—El pobre no aguantó ver a su esposa muerta.
Don Alejandro, proverbial y humilde añadió:
—En los pueblos, se suicida mucha gente, relativamente más que en las ciudades porque no sólo es la vida más intensa, también es más intensa la muerte. No obstante, siempre se esconde una tragedia detrás de cada suicidio, con más elementos de los que a simple vista se manifiestan. O el cura, o yo, solemos saberlos, aunque los dos, por distintos motivos guardamos secreto. En este caso yo no los sé, así que el cura llevará otro secreto a su tumba.
Don Alejandro se equivocaba, pues la única persona que sabía todos los pormenores que aceleraron el desenlace era el notario.
Mientras el silencio se salpicaba de afanosos golpes secos durante el trasiego nervioso e incesante de quienes comenzaron los preparativos funerarios, el médico salía pensando: «El amor más profundo e insondable es el de los viejos, no cabe ninguna duda…»
Cuando Adela y Honorino llegaron de La Coruña, ya habían sido amortajados; yacían sobre sendos túmulos en la misma sala de visitas donde Honorino el viejo había entregado a Pablo el cuaderno, y donde Emilio el Pimpinao había visto correr el tiempo en el infernal artilugio, el día en el que soltó una sarta de mentiras. Adela y Honorino dispusieron lo necesario para cambiarlos a la bodega, después de que dos albañiles del pueblo, en pocas horas, excavaran el panteón familiar a pocos metros de la mesa de escritorio, enfrente de la orla; trataron con el cura si cerrarla a todo uso y convertirla en el camposanto de sus padres, lo que consiguieron inmediatamente, ya que Honorino aceptó la indicación del cura de erigir un altar cristiano en la hornacina donde, con distintas interrupciones, había estado alojado El Baco a lo largo de la historia. Don Bonifacio le dijo:
—Como no va a estar abierta al culto constantemente, sino dos días en el año, el de todos los santos y el de los difuntos, a primeros de noviembre, no hace falta “lignum crucis” en el ara. Lo que sí tenemos que pensar es bajo qué advocación la encomendamos.
Honorino, a pesar de ser ilustrado, no entendía; y don Bonifacio se dio cuenta de que tenía que explicarle:
—O lo que es lo mismo: qué nombre le ponemos.
Honorino contestó sin pensarlo:
—¡La catedral del vino!
Adela pensó que su marido estaba perdiendo los estribos, lo mismo que le había sucedido a su padre.
Don Bonifacio corrigió devoto al observar el gesto de Doña Adela:
—“Basilica vini, vel sanguinis Christi”.
Como vio que doña Adela no ponía reparos siguió:
—“In memoriam sanctorum parentum Honorini et Damitilae devotione populi”.
Sin pensar posibles consecuencias, con el único afán de satisfacer al notario, como el viento se encaminó a la oficina de su parroquia para redactar una instancia dirigida a las autoridades eclesiásticas, en la que solicitaba declararla como ermita abierta al culto dos días al año.También se le ocurrió enviar a Roma, con más calma, otra solicitud de canonización para los cristianos ejemplares en sus virtudes cardinales y teologales, e insignes excelentísimos señores y bienhechores de la Iglesia: don Honorino y doña Domitila. Esto se lo propuso don Bonifacio al notario el día en que fue a obsequiarlo con un sustancioso estipendio por los servicios eclesiásticos de los funerales, una vez que habían pasado algunos días. Honorino el notario, a pesar de que no había necesitado tocar el derecho canónico desde que obtuvo matrícula de honor en segundo de carrera, sabía que la Iglesia no eleva a los altares a un suicida, por lo que, de entrada, le pareció una estupidez la intención del cura, ya que estaba dispuesto a cualquier incongruencia, con tal de agradar al único heredero de la mayor fortuna de la comarca. A pesar de todo, Honorino lo dejó que corriera por sus derroteros y le dijo:
—Muy bien, don Bonifacio. En ese aspecto no soy yo el más indicado para opinar y mucho menos para mover ni siquiera una paja, porque eran mis padres. Espiritualmente, nadie mejor que usted los conocía.
El día siguiente del levantamiento de los cadáveres, don Bonifacio improvisó un altar con la mesa en la que Honorino tanto había estudiado y celebró una misa “corpore insepulto” ante los familiares más directos y múltiples amigos de La Coruña, después de la cual se llevaron a cabo las inhumaciones.
La adjudicación de la herencia y demás aspectos burocráticos supusieron casi un trámite entre notarios. En pocos días quedó todo cerrado, con un epitafio en las sepulturas de la bodega inscrito en una losa blanca: los nombres y apellidos con fechas de nacimiento y muerte; y debajo una escueta leyenda: “Vuestros hijos, Adela y Honorino”.