En la isla del río y en las praderas del puente largo de piedra había mercado de ganado. Todos eran cristianos. Ni un solo moro haciendo tratos. Estuve merodeando y observando los caballos. Tenía que comprar uno y no me gustaban los dientes de ninguno. A lo lejos vi un corcel que tenía buena estampa y me acerqué a tratarlo con el dueño. Era un campesino que hablaba con dos jóvenes clérigos:
—Has llegado tarde, amigo. Ya hemos cerrado el trato —me dijo uno de ellos.
Aunque me llamó amigo, me lo dijo con deje de sorna y desprecio al ver mi indumentaria. No me encontraba yo como para soportar bromas, y menos, de dos clérigos, acostumbrado como estaba a no agachar la cabeza, fuera del Temple, más que ante el Papa. Nunca me había sentido tan cansado. Si me hubiera pillado en otro momento, los hubiera atravesado con la daga. Tenían dos caballos enganchados a los varales de la tartana cubierta con pieles de cabra, y compraron un tercero. Al ver que no les respondía, cambiaron la cara de idiotas risueños por semblante turbado. Se miraron confusos, conscientes de haber metido la pata. Qué bien se entendían los condenados curillas. Con solo una mirada de complicidad entre ellos, cambiaron el discurso como si lo hubieran ensayado. Yo seguía mirándoles el entrecejo y logré ponerlos nerviosos.
Cuando se percataron de que llevaba dos dagas en la cintura, debieron de pensar en salir corriendo, pero yo creo que no se atrevieron por si acaso los perseguía. Prefirieron cambiar la chanza por adulaciones y lisonjas.
Después de preguntarme a dónde me encaminaba, y ver que, de nuevo, no les respondía, decidieron despedirse. Yo les dije:
—Iré con vosotros. Os acompañaré para que nadie os haga daño.
—Cada uno de nosotros tomaremos distintos caminos —me dijeron.—Entonces, elegiré el que más me convenga porque no tengo caballo y necesito un medio de transporte.
Los vi atemorizados, tan valentones que empezaron siendo.
Optaron por representar el papel de presbíteros cuando les dije:
—Imaginad por un momento que me encamino a Santiago de Compostela. Uno de ellos reaccionó al momento:
—Si fueres a Santiago, encomiéndanos al Apóstol, y que tu penitencia sirva para desagraviar nuestras faltas y pecados.
No se atrevieron a ofrecerme la absolución de los míos.
Apareció a lo lejos otra tartana más pequeña tirada por un percherón y conducida por un cochero con pinta de ricohombre. Al verla, los noté inquietos, por lo que decidí indagar qué andaban tramando aquellos curillas de no más de treinta años.
Como se dirigía a nosotros, me adelanté a saludar al cochero para dejar a los curas sin palabra.
—Puntuales a la cita — me atreví a decirle—. Aquí estoy yo con los dos presbíteros.
No dejé de mirar a los curas para que no pudieran hacer ninguna seña al cochero, su compinche.
Me contestó el cochero después de haber picado en el anzuelo que yo le había lanzado, y habiendo creído que yo estaba metido en sus asuntos, se apeó sin soltar los ramales del caballo:
—Se llama Gabriela —sonrió diciendo—; tiene quince años y ya es un ama diligente, meticulosa, perfecta para todas las labores de la casa.
No me hizo falta más: ¡Eran tratantes de barraganas!
El cochero levantó la cortina y dijo elevando el tono:
—Baja... Gabriela, y saluda a los señores curas.
La moza era ágil y lozana. Al agacharse para salir entre las cortinas se dejó ver en el escote una abultada pechera.
Los dos curillas no pudieron meter baza. Se vieron avergonzados. No sabían dónde meterse sobre todo cuando habló la moza, pero tuvieron que seguir como pudieron:
Dijo Gabriela:
—A su servicio — dirigiéndose a nosotros con una inclinación de rodilla recién aprendida. Lo deduje por lo patosa que se mostraba: se le olvidó tomar las sayas con las pinzas de los dedos y lo hizo a destiempo, cuando ya estaba erguida.
Yo me adelanté:
—Al servicio de los señores curas, que yo solamente soy, también, su sirviente para guardarlos y defenderlos de los salteadores de caminos. —Al mismo tiempo que se lo decía, echaba ambas manos a sendas dagas.
Me dirigí a los curas que no salían de una sorpresa para entrar en otra:
—¿No se presentan ustedes a la doncella?
No estaban acostumbrados a un requerimiento como ese. Ninguno de sus feligreses se hubiera atrevido a formulárselo. Tenían el poder sobre las almas por ser presbíteros y nadie los contrariaba.
El más dispuesto sonrió forzado presentando al compañero como si de una liturgia oficial se tratara:
—El señor don Juan Ruiz de Alcalá de Benu-Said, que por sus merecimientos y no por ser sobrino del obispo será nombrado, bien pronto, Arcipreste de Hita o de Cuenca, según noticias seguras del archidiaconado; y antes de los cuarenta y cinco años, seguro que llegará a ser arzobispo de Sevilla o de otra plaza importante que se reconquiste por Andalucía. Componedor de sílabas contadas en hexámetros y otras estrofas latinas. Bachiller aprovechado en el escritorio y escuelas de Toledo.
Cuando terminó la perorata continuó Juan Ruiz de Alcalá de Benu-Said haciendo una leve y refinada reverencia:
—Solamente algunas letrillas sin importancia y cantigas a Santa María, humilde imitador del Rey Alfonso, pero escritas no en gallego sino en castellano. Aquí — señaló a su compañero con la mano grandísima y blanca por debajo de la capa negra—: don Ginés de Zúñiga y Mendoza, el archipresbíter más joven de todo el reino.
Se relajaron al pensar que me habían impresionado con tantos títulos, y yo no hice nada por desmentirlo.
El cochero les dijo que tenían que cambiar las tartanas. Para llevar a Gabriela a Toledo con uno de los dos curas necesitaría la de tres caballos; y para el otro cura, le dejarían la del percherón pesado. Pero yo le dije que no, acariciando la daga. Los curas se quedaron de piedra mirándome absortos. El cochero miraba temeroso a unos y a otros sin moverse. Yo les dije:
—Para transportar a tres mozas salmantinas necesitaremos la tartana grande.
Entendieron a la primera sin más explicaciones.
Así, se despidieron y se fueron a Toledo don Ginés, Gabriela y el cochero en la tartana pequeña. Yo me quedé con Juan Ruiz, el futuro Arcipreste, quien había sacado de la tartana, antes del intento del cambio, una colección de pergaminos atados entre dos tablas y los metió a la talega que se colgó al cuello en bandolera.
De pronto, me vino una de esas cosas que se te pasan por la cabeza como una corazonada: Rechivaldo los habría perdido y los habrían encontrado estos bribones en cualquier camino recorriendo los pueblos miserables del reino en busca de barraganas.
Sería mejor arrebatárselos cuando estuviéramos lejos de Mérida, en la soledad del campo, sin posibilidad de pedir socorro. De momento no quiero más sangre — me dije—. Lo ataré a una encina y lo dejaré allí para que se pudra con sus títulos y latines. Había yo dejado la juventud en las cruzadas luchando por Cristo y por la Iglesia para que estos sinvergüenzas se dieran la gran vida.
Me quedé solo con el arciprestillo.
—¡A Salamanca! —le ordené como si fuera su dueño.
Sin rechistar, igual que un moro sujeto a servidumbre, subió ligero al escaño y tomó las riendas sin desprenderse del Tumbo. Yo me senté detrás de él bajo la cubierta. Intentó alegrarme diciendo:
—Cuando lleguemos a Salamanca te proporcionaré una buena moza. La semana próxima saco a dos del hospicio que ya cumplen quince años, para llevarlas al Dean y al Chantre de Sevilla como amas de llaves. Elegirás tú primero la que más te agrade. Esas hospicianas son muy refinadas, de muy buenos modales.
—¿Tú las conoces? —le dije simulando apetencia desmedida.
—Claro, desde que eran niñas. Proceden de buen padre y han sido educadas para amas de cura. Saben hacer dulces de todas las clases. Se muestran exquisitas en el trato a forasteros bajando la mirada y reverenciando con ladeo de cabeza, doblan la rodilla lo justo para no pasarse. Disponen los dobleces de los manteles de lino sobre la mesa en el punto exacto, para que cada cuadrante corresponda a tantos comensales como cuadrantes. Esa es la señal que toman los obispos para elegir las mejores a su servicio. Hay que haber frecuentado la curia para saber estos secretos.
Quedé intrigado con lo que me dijo de Sevilla y le pregunté sin más rodeos:
—¿No hay peligro de moros y salteadores en el camino hacia Sevilla?
—De ninguna manera —me respondió—. Todo está conquistado. A los que quedan escondidos por las montañas, poco a poco, los guardias reales los van exterminando. De vez en cuando producen algunas bajas en las huestes cristianas, pero al final quedan muertos todos los insurgentes.
Llegamos de noche al puente de Alcántara. De puente a puente, y tiro porque me lleva la corriente, como siempre decía Roderico en sus elucubraciones.
Me acordé de Roderico y de Gelvira mientras el cura aderezaba los caballos y la cama: un jergón bien mullido en el que teníamos que pasar la noche. Ni se le pasó por la cabeza decirme que le ayudara. Aquel bribón nunca había trabajado tanto.
—¿Qué tenemos de cena, amigo? —le devolví el trato de nuestra primera entrevista.
—Pan, jamón, queso, manzanas, un barril de agua y una bota de buen vino —me dijo queriendo agradarme. Le dejé que bebiera todo el vino que quisiera.
Después de cenar, quedó dormido a mi lado nada más acostarse. Estaba yo seguro de que no intentaría sorprenderme en el sueño porque, a la menor, sabía que se encontraría con la daga en el cuello. El cura no tenía ni media torta.
Me despertó al rebullir por la mañana. Había dormido de un tirón sin desprenderse del zurrón ocultando los legajos.
Para desayunar repartimos lo que quedaba como buenos hermanos. Decidí cambiar el talante: por primera vez le ayudé a aderezar los tres caballos, y a engancharlos a la tartana. No me dijo nada pero le agradó el detalle.
Poco a poco, le fui dando confianza y me preguntó por la cicatriz de la cara a lo que no le respondí nada. Durante un buen trecho del camino sólo se oía el graznar de las urracas, los cascos de los caballos y el bisbiseo de las ruedas. El sol comenzaba a molestarle y se ató un pañuelo a la cabeza con cuatro nudos. Yo permanecí sentado a la sombra de la cubierta. Una vez, me miró volviendo la cabeza, pero no se atrevió a pedirme que lo relevara en el mando de las riendas. No obstante, me mostré risueño y le dije que lo invitaría a comer cuando llegáramos a Plasencia, que él ya había puesto bastante con los tres caballos y la tartana. Con esto, afiancé su confianza: la inquietud que lo había mantenido temeroso se fue transformando en templanza y sosiego. Tenía que arrebatarle los pergaminos sin emplear la fuerza.
Me dijo que había estado pensando invitarme a su manjar preferido, que Plasencia era el único lugar del reino donde se preparaba exquisito:
—¡Lagarto en su salsa! —me dijo.
En la tapia que corría a lo largo del camino se escondieron varios en sus madrigueras. Nunca había visto yo tantos lagartos juntos y tan grandes. Creí que era una broma porque al ver mi cara de asco, se reía. Por un momento pensé que trataba de distraerme y ganar mi confianza para aprovechar un momento en el que salir huyendo y desembarazarse de mí antes de llegar a Salamanca. Pero me desconcertó al decirme:
—Será mejor no entrar en Plasencia. Yo allí soy muy conocido.
Podría haber pensado en pedir auxilio o escapar huyendo con los pergaminos dentro de la ciudad donde cualquiera lo hubiera socorrido si hubiera dado voces diciendo que yo era un malhechor que lo perseguía. No pude entender lo que pretendía
—¿No quieres que te vean con un hombre que parece un pordiosero? —le dije.
Al seguir riéndose me pareció sincera su risa.
—Yo no tengo vergüenza de nada. Si alguien piensa que eres pobre, virtud será y no desdoro seguir el ejemplo de Jesucristo, que siempre se arrimó a los pobres y detestó a los ricos.
Miraba a lo lejos moviendo la cabeza como si no estuviera seguro de lo que veía.
—Para no tener problemas —me dijo—, sólo podríamos pasar a la ciudad por una de las puertas, al lado del puente de madera. Todos los portazgueros pensarían que eres un moro que vendo y me querrían cobrar impuestos. Si fueras rubio podrías pasar como cristiano; no habría problemas; pero con la cicatriz en la cara y cojo, todo el Cabildo y los señores del Concejo se echarían encima para investigar tu procedencia. Mejor será quedar fuera de las murallas para evitar trastornos.
Cuando avistábamos el puente de madera, volvió insistente a echar la vista a la caseta del portazguero moviendo la cabeza como si no viera bien de lejos, porque no lo distinguía, hasta que me dijo:
—No. No está el portazguero que es mi amigo. Hay alguien que lo sustituye. Mejor será que sigamos el camino hasta la venta, fuera del pueblo, camino ya de Béjar y Guijuelo.
—Si el portazguero es amigo tuyo, no pagarás impuestos cuando pases mercancías. ¿Te aprovecharás de eso, no?
—Voy a confiarte un secreto.
Me intrigó sobremanera porque se paró a pensar lo que iba a contarme:
Llegados al puente de madera donde el portazguero don Gonzalo tenía una casa para vigilar, en todo momento, las mercancías que pasaban a la ciudad de Plasencia, efectivamente constató, de cerca, que aquel día vigilaban otros dos hombres distintos.
—Don Gonzalo es hombre de letras —me decía—, y hace versos que retiene en la memoria sin necesidad de escribirlos. ¡Cómo le gustan las mujeres a don Gonzalo! Un día buscaba yo pastoras por los prados de las laderas en el Puerto de Béjar para llevarlas a Toledo y encontré una mora chata preciosa, con unos labios rojos como claveles explotando y unos andares que hacían perder la cabeza al verlos, los ojos negros, el pelo crespo y largo y un lunar en el pómulo derecho. Hice un trato con su padre, un moro que había pedido el bautismo y estaba aprendiendo la doctrina, para llevarla a Toledo a servir de criada y de ama de llaves al palacio del Arcediano, lo que aceptó de buen grado y muy agradecido. Se la traje a D. Gonzalo para que la probara, y cuando vine a recogerla ya no quería soltarla. Había dejado de amar a su esposa. Con la naricita aplastada sólo tenía labios en la cara para besarla de frente sin chocar con nada. Risueña y recatada al verla y, a solas, la más ardiente de cuantas jovencitas había conocido. Inventó un refrán que decía: “moza lunareja, guapa hasta vieja”.
Yo le compuse estos versos en cuaderna vía:
En çima de este Puerto vi me en grant rrebata.
Fallé una vaqueriza çerca de una mata;
Pregunté le quien era, respondió me: “LA CHATA”;
Yo só la Chata rrecia que a los omnes ata. (nota del profesor)
Le encantaron los versos a don Gonzalo y con una facilidad pasmosa inventó estos otros, allí mismo, en el fielato, sin necesidad de escribirlos:
Yo guardo el portazgo e el peaje cojo; / El que de grado me paga, non le fago enojo; / El que non quiere pagar, priado lo despojo. / Paga me, si non verás commo trillan rrastrojo.
Al pasar el puente, volvió a mi mente Roderico, que estaría esperándome desesperado, y, por supuesto, Gelvira, que cada vez se hacía más frecuente en mi pensamiento.
—Por este fielato —me dijo— pasaba a las barraganas. Por otros puentes y puertas de la ciudad de cuyos portazgueros no era conocido, me cobrarían elevados impuestos.
A don Gonzalo lo había obsequiado no sólo con la Chata sino con la primera noche de algunas barraganas, a quienes antes que él, incluso, las probaba, siendo el portazguero el primero que las beneficiaba. Si tenían la tez blanca de los pueblos del valle, no había que pagar nada por pasarlas a Plasencia; pero si eran moras de otros pueblos más alejados de la sierra, había que pagarle al ricachón don Gonzalo, que había amasado fortuna con lo que le quedaba de cobrar estos impuestos: entre seis y diez maravedíes por muchacha, amén de todas las mercancías que se trasportaban a Plasencia. Por cada moro que se vendía como sirviente dentro del casco — me decía—, seis maravedís para el Concejo y uno para el portazguero.
Más de veinte barraganas había distribuido por las parroquias y el cabildo: hijas de moros conversos en su mayoría, por las que no había pagado, al pasarlas, ni un maravedí siquiera; y además, una vez dentro de la ciudad, gozaba de los privilegios del fuero, que protegía a los presbíteros y a los señores del Concejo de sus deslices, a pesar de que habían reñido entre ellos en varias ocasiones para defender sus privilegios y cobros de diezmos; pero, a la postre, se castigaba a quien molestara tanto a unos como a otros, porque las leyes estaban hechas para beneficio de los ricos y los poderosos.
En este trayecto le pregunté por el precio de una barragana y sólo me dijo que no podía quejarse de los emolumentos, pero se escabulló y no me lo dijo. No quise forzarlo para que no sospechara en mí malicia alguna, porque, a fin de cuentas, era una información de menor importancia.
Paramos a comer en un mesón a las afueras, al lado de la calzada romana. Él pidió lagarto en salsa. A mí, al oírlo, y eso que en mi vida había yo comido cosas raras, me dio mucho asco y me trajeron cazuela de berzas con tacos de jamón de cerdo negro.
Pagué yo la comida. Se nos hizo muy tarde, porque acabamos de comer casi a la hora de la cena y ya quedamos a dormir en la posada con lienzos limpios y almohadones mullidos.
Al día siguiente, muy temprano, emprendimos de nuevo el camino.
Sentía curiosidad el arciprestillo por mi persona y me preguntaba, pero no le dije que había sido templario. Cuando le contaba alguna aventura por tierras lejanas, lo coligió enseguida porque me preguntó raudo y ansioso:
—¡¿Tú eres templario?!
Yo le contesté con la verdad:
—No, no. Yo no soy templario. He conocido y luchado con muchos templarios. Pero yo no soy templario.
Esto lo desconcertó mucho y como no seguí contándole aventuras, que era lo que más le gustaba y distraía, no se atrevió a seguir preguntando, pero la curiosidad lo acuciaba.
Rodamos por el camino un buen trecho en silencio oyendo sólo el canto de los pajarillos. Al mismo son y al mismo ritmo que los trinos y el revoloteo de los plumajes, entonaba canciones que él mismo había compuesto a la Virgen María recién ordenado sacerdote:
O María
Luz del día
Tú me guía
Toda vía...
Era una canción hermosa, con mucha doctrina. Los últimos versos los cantaba con la música del ruiseñor. Yo le preguntaba:
—¿La cantas en la iglesia con tu feligresía?
Arreando los caballos me respondía:
—Son los Gozos de Santa María que los compuse para enseñarles doctrina a los niños en la catequesis el primer año de mi sacerdocio. Ahora estoy terminando un “ejemplo” de lo que aconteció a Don Pitas Payas, pintor de Bretaña. Tengo la mitad escrita pero no la sé de memoria.
A media mañana tropezamos con una cuesta inacabable, donde tuvimos que parar para que descansaran los caballos; los dejamos paciendo y nos tumbamos divisando el valle al lado de un torrente frío y limpio. Antes de comer ya habíamos coronado el Puerto donde había encontrado a La Chata. La recordaba con mucha nostalgia y me señaló, en lo alto, el prado donde apacentaba el rebaño. Me dijo melancólico:
—Tengo que seguir componiendo versos a La Chata. A ver cuándo me siento para pensarlos despacio. Para escribir hay que meterse en el retrete solitario sin que nada te distraiga.
Pasamos por Béjar de largo, sin pararnos. Nos habían dicho en la venta que tuviéramos cuidado porque era un paso difícil por la montaña donde salían salteadores de caminos escondidos tras rocas enormes. Ese pueblo cría traidores, falsos y ladrones —nos advirtieron—. No hay puente en el río y se pueden atascar las ruedas. Es donde abunda el peligro porque los ladrones aprovechan la umbría de los valles profundos y los cantos grandes y redondos para atacar a los descuidados. Hay que pasarlo de largo con prisa, sin pararse, sin mirar atrás si es posible. Y si pueden los caballos, no al trote sino a las cuatro patas para que no te den alcance los facinerosos.
Pasado el peligro, ya todo fue cantar por el camino. Siguió el arciprestillo con sus canciones a la Virgen María, al mando de los ramales, dando gracias a Dios y a los santos por haber superado el peligro. Le dije:
—Tú, de igual manera cantas a la Virgen que a la Chata.
Me contestaba contento
—La Chata es dulce como la Virgen María. A la Virgen le canto en la iglesia y a la Chata fuera de la sacristía. Cada cosa en su sitio. Ya dijo Aristóteles que la verdad más verdadera es que el hombre por dos cosas trabaja: para comer y para tener juntamiento con hembra placentera.
Terminó esa máxima del filósofo y no paraba de reírse a carcajadas moviendo todo el cuerpo.
Cuando ya faltaba poco tiempo para ponerse el sol, acercándonos a Salamanca, le indiqué que se metiera por un encinar a la derecha del camino, que le tenía preparada una sorpresa. Dejó de cantar en seco, porque no se lo esperaba. Frunció el ceño. Desconfiaba. No obstante, no tenía más remedio. Por las buenas o por las malas, debió de pensar. Y optó por las buenas.
—Sigue, sigue —le decía al hacerse el remolón aflojando los ramales, de manera que los caballos se paraban.
Le insistía:
—No pares y sigue hacia adelante.
Así estuvimos avanzando entre las encinas un buen rato. En un vano le dije que tirara de los ramales para que pararan los caballos.
El arciprestillo, tan valiente con las muchachas de la sierra, estaba temblando.
Yo di un salto desde la tartana y le ordené que bajara y que atara las bestias a un árbol.
Obedeció sumiso pero sudando; y era cuando el sol menos apretaba.
—¿Qué pasa? —me dijo estupefacto—. Lo tenía enfrente a diez o quince pasos. —Quítate el zurrón y tíramelo.
La rabia acumulada la iba a pagar aquel pobre diablo porque no me obedecía.
Asió el zurrón con más fuerza sin soltarlo.
—Dame esos pergaminos por las buenas —acaricié el mango de una daga.
—¡No... No...! —exclamaba—. Estaba pasmado y retrocedía agarrando el zurrón con más fuerza.
Saqué la daga y salió corriendo. Iba a ser el número cincuenta y ocho. Se resbaló en una reciente boñiga de vaca y cayó al suelo.
—Por favor —decía—, no dañes mis escritos, por lo que más quieras.
Le puse la daga en el pecho y empezó a rezar como una vieja. Corté de un tajo la cinta de cuero de la bandolera. De un tirón le arranqué la talega.
No sé por qué se me metió en la cabeza que allí tenía los pergaminos de Rechivaldo. Le dije que no se moviera ni se levantara hasta que se lo ordenara. Retrocedí hasta la tartana y saqué los pergaminos. El primero decía: “Cruz Cruzada panadera y su conejo”, bobadas del cura. El segundo: “Descripciones de barraganas”.
—¿Que quiere decir esto del conejo de la Cruz? —le dije enfurecido.
Me contestaba temblando
—Déjame explicarte.
Tartamudeando entre balbuceos, me explicó el marrano, la diferencia latina entre “cunnículum”, con dos enes, y “cunículum”.(nota de Leo)
Me dieron ganas de coger un ramal de los caballos y molerlo a latigazos, no por haber metido yo la pata sino porque me acordaba de mi vida pasada luchando por la misma causa que este maldito entreteniéndose con bagatelas.
No obstante me acordé de Rechivaldo de nuevo. Los escritos ya estarían perdidos para siempre, por lo que la desazón me aplastaba, pero me sostenía sacar a Roderico del convento y unirme a Gelvira. Sólo se me ocurrió decirle al resplandor del crepúsculo de un sol que se ponía. Me salió una voz del alma y grité todo lo fuerte que pude:
—¡Rechivaldo, hijo de puta, tenía que haberte matado aquella noche antes de que te escaparas!
El arciprestillo, permanecía en el suelo aterrado y confuso. Yo le ordené:
—Sube a la tartana y recoge tus escritos.
No acertaba a meter el pie en el estribo mientras que lo vigilaba. Le resbaló la suela y se rebañó la espinilla haciéndose un buen corte. Era un patoso el desgraciado.
Le dije que desatara un caballo de la recua, el blanco, el que más me gustaba. Ese sería el que sustituyera a Áureo el día de nuestra boda.
Salimos, de nuevo, a la calzada.
Avanzábamos despacio hacia Salamanca a dos o tres leguas todavía. Él conduciendo la tartana con dos caballos y yo en el caballo blanco sin montura, a pelo, sin freno en la boca porque al probarlo me obedecía a mis palmadas en el pescuezo, como a mí me gustaba. Solamente asía dos ramales cogidos a las hebillas del cabestro de cuero.
Pensé que el rufián arciprestillo podía tener algún conocido poderoso en Salamanca al que pudiera pedir auxilio, y fui decidiendo cambiar de rumbo, pero no había otro más recto que seguir por Salamanca camino del puente Valimbre.
Él conducía la tartana con dos caballos y yo montaba al blanco a pelo, a su lado.
—Cada poco me preguntaba:
—¿Qué hacemos ahora?
—Para y baja al suelo —le dije.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntaba temblando mientras bajaba de la tartana. Sudaba hasta por las manos. Recapacité un poco sobre mí mismo y me noté que las ganas que me daban de matarlo eran las ganas que tenía de matar a Rechivaldo. Por un momento, pensé que aquel cura guarrillo no tenía toda la culpa de verme en el estado de desolación en que me veía, y le perdoné la vida.
Lo sorprendí preguntándole por su lugar de nacimiento, por sus padres... y me contó su vida en un momento con las manos suplicantes:
—¡No me mates, no me mates! Nací en el campo, a siete leguas de la Alhambra de Granada hacia el naciente; y una legua de Al-Qalat al poniente. Mi padre era moro y mi madre cristiana y se bautizó cristiano para agradar a mi madre y para salvar la vida. Mi madre murió cuando yo era niño y lo que más quería era que su único hijo llegara a ser sacerdote y cumplí sus deseos. ¡Ten piedad, no me mates! ¡Por la memoria de mis padres, no me mates!
No sabía lo que decía, estaba muy aturdido.
Le dije enfundando la daga:
—Sube a la tartana y dale media vuelta.
Otra vez tropezó con el estribo y le salió sangre de la herida.
Le dije amenazante:
—Que no te vuelva a ver por la Calzada de la Plata y no pares hasta que no llegues a Cuenca o a Guadalajara. ¡Hala! ¡Arreando!
Salió hacia atrás al máximo galope. Yo pensé que se le desbocaban los caballos; pero vi que pudo controlarlos. Se perdió a lo lejos en un cambio de rasante del camino.39
Llegué a Salamanca y pasé un puente de piedra muy largo, majestuoso y recio.
Pobre Roderico, enclaustrado, esperándome. La deuda de mi palabra comprometida me acuciaba y me impelía a avanzar más deprisa, pues ya me encontraba a no más de treinta leguas del monasterio de San Pedro. Yo creo que me vino a la mente Roderico tan persistentemente, por el contraste de su encierro penitente con lo que estaba viendo: