martes, 13 de septiembre de 2016

sábado, 10 de septiembre de 2016

Agradecimiento a los lectores


“EL Baco” y “El enigma de Baphomet”,  aunque con independencia formal, son dos novelas que forman un todo separado cronológicamente.

Doy las gracias a los lectores de “El Baco”, y de una manera especial a los que con sus mensajes y comentarios me animan a seguir escribiendo novelas. Ya veremos. De momento me ocupan otros quehaceres. Mi intención es publicar aquí también, de la misma manera, “El enigma de Baphomet”. 

Ante las preguntas acerca de la ubicación del retablo y de los pergaminos, tengo que responder que las pinturas y pergaminos de las dos novelas son de mi propiedad y forman parte de la creación pictórico-literaria. Por lo tanto no son de propiedad pública ni están en ningún museo ni archivo religioso como algunos lectores han supuesto.  Una vez más, muchas gracias.

viernes, 9 de septiembre de 2016

EL BACO (Cap. 71, 72, 73. 74, 75) FIN



71
Una vez hechas las copias de las fotografías, Leo y Clara corrieron en busca de cada uno de los profesores interesados en El Baco: Damián, Emilio y José Antonio Arias Markuleta. Producían viento al correr pues Leo, con su zancada larga, llevaba a Clara en volandas, cogida de la mano. A Damián lo abordaron en el seminario de Historia del instituto. Cuando llegaron con resuellos, sudando, habló Clara algo menos agitada:
—Venimos a traerte unas fotografías de los pergaminos de Astorga. Estos escritos ya no me atrevo yo a investigarlos y prefiero que los estudies tú concienzudamente; así, podrás explicarme su contenido, porque, sobre todo, de uno de ellos, no entiendo la paleografía.
Damián se sorprendió por lo intempestivo de la visita, pero aceptó las fotos de buen grado y les dijo:
—Mejor hubiera sido que me trajerais los pergaminos originales.
Quedó cortada Clara, pues en la intervención de Damián veía reproducida la interpretación del Vasco de que, o ellos dos, o Pablo tendrían los pergaminos; y Leo, muy frío, se sintió culpable de las sospechas acerca de su novia. Inequívocamente —deducía— el que se había ido de la lengua había sido el Vasco. Como encontró salida afortunada a su larga zozobra, le dieron ganas de achuchar a Clara y pedirle disculpas por haber dudado de su palabra, por lo que con decisión y firmeza echó el capote:
—Los traeremos si, de veras, son importantes; de lo contrario no merece la pena. Además yo soy el dueño —sonrió disimulando la ironía con que se disponía a seguir hablando— y como dice mi padre: hasta que no nos casemos no tendremos bienes gananciales. Como yo soy propietario de los pergaminos estando soltero, siempre serán míos porque los aportaré al matrimonio.
Jadeó Clara censurando cariñosamente:
—¡Qué tonto eres, Leo! Bueno, nos vamos, ya nos dirás lo que entresacas.
Terminó Leo como si le hubieran descansado las meninges:
—A lo mejor estas fotos dan pie para otro trabajo de Historia.
Damián las miraba expectante, sin entender ni palabra de lo escrito; solamente se asombraba de la miniatura y dándose importancia presumía de dominio:
—Por lo que veo “a vuela pájaro”, sería demasiado para un trabajo de Instituto; yo creo que puede dar para muchas tesis doctorales.
Se despedía Leo con trivial discurso:
—Bueno, pues, de momento, ahí te quedan. Danos tu número de teléfono por si las moscas... Quiero decir: por si no te localizamos en ninguna parte —no sabía cómo despedirse.
Salieron al momento con apariencia de tranquilos, pero, una vez fuera, siguieron la veloz carrera hasta el coche que Leo había usurpado a su padre sin que se enterara. Una vez puesto en marcha, entre acelerones y frenazos con los que Clara se asustaba, llegaron a la Prolongación de la Alameda, pues Emilio no estaba en el Instituto como habían comprobado. En el momento de la parada, mientras aparcaba, confesó Leo a su novia que quería verlo él solo, y que ella lo esperara en el coche hasta la vuelta.
Efectivamente, Emilio, como siempre, se encontraba estudiando en el despacho de su casa y recibió a Leo con gesto hosco que, inmediatamente, cambió por una sonrisilla al ver lo que traía. No contento, inquirió írrito y airado:
—¿Y los pergaminos? Ya sé que tú los tienes y no Pablo, pues a su amigo Honorino se lo notificó por carta. Precisamente ahora estaba dispuesto a visitarlo en el Málaga Palacio, que allí se hospeda.
Leo, que iba a preguntarle por el paradero del notario, cerró la boca y ya no dijo nada.
—Supongo que sabrás por qué Pablo se ha deshecho de los pergaminos —decía mientras, de corrido, leía aquellos garabatos como si estuviera leyendo el periódico; y le metió una puya a Leo en lo más alto, que, de momento, rebotó con fuerza:
—¡Quizá la policía pronto vuelva a interrogarte!
Leo, con gesto malagueño torció la cabeza, miró al suelo e hinchó los carrillos con las cejas levantadas. Con voz desolada, demandaba agonioso:
—¿Usted podría ayudarme?
Emilio presagió un resquicio por donde entremeterse, pues Leo había llevado el mimo a los extremos de profesional titiritero:
—Por supuesto. Incluso puedo ir a Astorga a devolverlos para que a ti no te pase nada.
Leo repasaba ápice por ápice la conducta de Emilio “el Pimpinao”, que hasta el mismo Instituto había llegado el mote; y como el profesor era prolijo en apicararse, pero no tan exquisito como el alumno, Leo veía en ella un no sé qué de avaricia que no acertaba a compendiar en su mente e imposible le sería expresarlo con palabras.
Emilio siguió diciendo mientras, leídas, soltaba las fotos, una por una, encima de la mesa con deje de desgana:
—Ahora, por más que lo intento, no te encuentro escapatoria —abrochó las manos con los pulgares hacia arriba sobre la panzuela y se tiró hacia atrás en su sillón de cuero entornando los ojos.
Leo, simulando pavor profuso, como si ya estuviera dispuesto a entregarle los originales, dejaba muerta la cabeza ladeada y los delgados brazos con sus huesudas manos, colgados de los hombros como dos plomadas. Sin concederle respuesta dejó que siguiera explayándose:
—Claro, que la pena será corta —representó magistralmente apariencia de misericorde—. Supongo que no más de seis meses de cárcel…
Al despedirse, quedaron en verse al día siguiente —propuso Leo— para que le diera tiempo a relamerse.
Cuando salió de la casa de Emilio, encontró el ascensor ocupado, por lo que bajaba escalera abajo a velocidad de vértigo, con un resbalón en cada descansillo, frenando en el quiebro después de sacar brillo a la barandilla.
Emilio, que se había citado esa tarde con el notario, canceló la visita y llamó al Vasco porque, después de examinadas las fotos de los pergaminos, sin duda alguna, Arias Didaz, su antepasado, había sido el dueño de El Baco y por lo tanto seguirían siéndolo sus descendientes, que bien claro lo decía uno de los pergaminos, que no lo había donado al monasterio de San Pedro de Montes sino que sólo lo había dejado en depósito. Esto se leía en la parte superior del pergamino escrita en leonés antiguo. Claro, que, bien mirado, en la otra parte del mismo pliego se contradecía porque también estaba perfectamente expresado, ahora ya en latín monástico, prerromance, que Arias Didaz se lo había regalado al abad y a los frailes. ¡Vaya litigio que se presentaba!
El otro pergamino, el de la miniatura, sólo tenía interés histórico-artístico pues, aparte de la miniatura contenía una especie de poema además de dos leyendas que Clara había descifrado, una en el margen inferior que dice: «Sahagún de Campos», y otra entre la pintura miniada de El Baco y las teselitas ajedrezadas, siguiendo un arco entre mozárabe y de medio punto románico, como coronándola: «SACRILEGO E DESCOMUNGADO. IN INFERNO SEA DAMNADO USQUE AD SEMPER».
Mientras llegaba el Vasco, lo fue escribiendo en un folio con la traducción al castellano actual, sinópticamente, en dos columnas, como si estuviera preparando una edición bilingüe, lo mismo que los libros de textos latinos traducidos, que estaba cansado de decirle a sus alumnos que no utilizaran en las clases.
«Como Arias Didaz e sua muller e sua filla e genro e seu fillo Arias e nora daron todos sous heredamentos de tierra de Bierzo e quanto avian en Sanct Facund al monesterio. E pintura de pagano d. Baco por a guarda eno monesterio e non seer poderosos elos monges de vender, nen de sopennorar, nen donar nen extranear».

«In era M C XXX III. Ego Arias Didaz do atque concedo et uxor mea Gelovira, et mea filia Ymblo cum viro suo Martino Petris meas hereditates, quas habeo de abiis meis vel parentibus meis ad monasterium Santi Petri de Montibus, propter remedium animas nostras vel parentibus nostris. Terras, casas, ortos, ortales pratis, pascuis, molinarias, piscarias, aquis aquorum, ligna silvatium exitus montiuum, accesum vel regressum ubi illas potueritis invenire. Et sunt ipsas hereditates in territorio bergidense. Et do et concedo. Anuit nobis namque et advenit placivilitas, ad vobis Pelagius Abba et collegium fratrum de sancto Petro de Montes donationem de hereditates nostras proprias et de uxor mea. Terras, casas cum suas parras, vineas, bodegas sub terra in loco pernomeato Sancte Facunde, et quod in illis manet, cupas, vinos, ferros, et pinctura escripta dei Baco, sacrilega et excomunicata, cum hominibus et mulieribus rogantibus, usque ad miniman petram propter nullus homo fiat excomunicatus per sacrilego culto concesione. Igitur si aliquis homo temptaverit et inrumpendum venerit vel infringere voluerit, fiat ab Aeclesia et fiat excomunicatus a fide catholica aecclesie eterna tabernacula, trucidatus et dampnatus judicio divino mereatur eternum barathrum, cum Judas Scarioth lugeat penas in eterna dampnatione.
Facta kartula testamenti die quod erit XII kalendas aprilis. Era C XXX III post milessima. Regnante Adefonsus rex in toletu et in Legione. Osmundus gratia Dei episcopus in astoricense sedis.
Quod ibi fuerunt por testes: Coram testibus: Petr, testis. Vellite, testis, Pelayo, testis. Petro Garcia, cnf. Alvaro Vermutez, cnf. Arias Didaz, cnf. Petrus qui notuit». 

Traducción:
«Cómo Arias Didaz y su mujer, su hija y yerno, y su nuera e hijo llamado Arias como su padre, dieron al monasterio toda su herencia de tierra del Bierzo. Y dieron también la pintura del pagano dios Baco sólo para que la guardaran en el monasterio, pero que los monjes no la pudieran vender, ni pignorar (dejar en prenda), ni regalar ni sacarla del monasterio».
«En la era 1133, es decir: en el año 1096, yo Arias Didaz casado con Elvira; y mi hija Ymblo casada con Martino Petris, damos y concedemos la herencia que obtuvimos de nuestros abuelos y parientes al Monasterio de San Pedro de Montes, para remedio de nuestras almas. La herencia consta de: tierras, casas, huertos, prados hortales, pastos, molinos, pesqueras, ríos y arroyos, leña de la salida de los montes y camino para poder acceder a ella. Todas estas propiedades están ubicadas en el Bierzo. Nos agradó y consentimos libremente regalaros mi herencia y la de mi esposa a vosotros, Abad Pelagio y al colegio de frailes de San Pedro de Montes: tierras, casa con parras, viñas, bodegas bajo tierra en el lugar llamado Sahagún y todo lo que contienen: cubas, vinos, hierros y también la pintura del Baco con hombres y mujeres orantes, sacrílega y excomulgada. De las bodegas, os regalo hasta la piedrecita más pequeña, para que nadie sea excomulgado por haber dado culto sacrílego. Si alguien lo intentara o quisiera infringir esto, sea expulsado de la Iglesia y sea excomulgado de la fe católica, sea matado con crueldad e inhumanidad y en el juicio final sea merecedor del eterno infierno donde van los paganos; y con Judas Iscariote se lamente de su eterno daño.
Fue hecha esta escritura el día 12 de Abril de la era 1133, siendo Alfonso rey de León y de Toledo. Osmundo, por la gracia de Dios, obispo de Astorga.
Fueron testigos: Pedro, Vellido y Pelagio. Lo confirmaron: Pedro García, Álvaro Vermúdez y Arias Didaz. Notario: Pedro».


Mientras Emilio transcribía, Clara y Leo seguían la veloz carrera en busca del Vasco para darle otra copia de las fotografías. Por más que se apresuraron, no lo encontraron por ninguna parte, pues se cruzaron con él por el camino, ya que al ser llamado por Emilio para decirle que se había hecho con la fotografía del pergamino de su herencia, dejó de corregir el montón de exámenes y tomó los ocho pergaminos que guardaba, pues, aunque no eran importantes para su provecho, quería cerciorarse de que pertenecían a la colección del mismo amanuense, comparando las idénticas características materiales con las de los pergaminos que había robado Pablo. Llegó en poco más de media hora a casa de Emilio Jiménez Sánchez, “el de la peluca”. Como el Vasco era soltero y ahora vivía solo en un apartamento de la costa, nadie pudo dar a Leo y Clara señas de dónde se encontraba. Después de cada aparcamiento, durante la enfurecida búsqueda, cerraban la portezuela del coche sin volver la cabeza para no perder tiempo, y salían a toda carrera cruzando las calles por cualquier sitio menos por los pasos de peatones.
Regresaron a Málaga, al Instituto, y ya no había nadie; sólo goteaban algunos profesores y alumnos del horario nocturno, de tal manera que su proyecto parecía tambalearse; y por ganar al tiempo la batalla se fueron más deprisa al Málaga Palacio y le dijeron a Honorino que ellos mismos habían entregado los pergaminos originales a Emilio en presencia de Damián y el Vasco, para que los devolvieran al archivo diocesano de la muy noble, leal y benemérita ciudad de Astorga; y que los avarientos profesores también querían el cuaderno de su tío, el hermano de su madre; pero que afortunadamente pudieron esconderlo en el mismo Instituto en un lugar seguro, para devolvérselo a su primitivo dueño, ya que por mandato expreso de Pablo, de llevárselo alguien, sería doña Adela y don Honorino; por lo que al infeliz notario se le escapó un «bravo muchachos» y ya no quiso cuentas con el trío. A Clara, por un momento, le dio pena de Honorino cuando perdió la compostura y sobriamente los animaba con los labios prietos y el puño vibrante. No podía creerse lo que estaba viendo con sus propios ojos: era imposible entender razonadamente que un hombre importante como el notario se manifestara como un niño. Al principio le parecían tales atrocidades lo que le estaban haciendo, que nadie con entrañas podría seguir urdiendo el enredo; pero poco a poco se fue dejando seducir por Leo, quien, después de lo que había soportado durante las investigaciones de la policía, ya no se arredraba ante nadie; y con muy pocas palabras y alguna que otra mueca le instaba a que lo siguiera pues no quedaba tiempo de darle explicaciones. Para que no hubiera dudas y hubiera varios testigos, le dijeron al notario que el día siguiente por la mañana, en el Instituto, los seis reunidos le harían entrega del cuaderno como la forma más segura de que no se lo arrebataran. Honorino sacó el pecho de mozo de pueblo y sentenciaba a los tres profesores: «Qué se habrán creído». Esa noche dormía más tranquilo habiendo confiado en los muchachos y por la mañana se dirigió al Instituto.



72
Emilio y el Vasco analizaron minuciosamente los escritos desde todos los puntos de vista: morfológico, sintáctico y semántico, y por si fuera poco, también desde la visión histórica. El Vasco sentía cosquillas por la espalda al comprobar que eran los mismos pergaminos que su padre había tenido en la maleta, aunque hubiera preferido comprobarlo en los originales y no por las fotografías. Después de tres horas de brega, Emilio Jiménez Sánchez concluía:
—¡Está clarísimo! El documento originario es el escrito en lengua latina, muy bárbara por cierto; desde «In era M C XXX III. Ego Arias Didaz...» hasta el final. Este escrito es del final del siglo XI. Exactamente del año 1096. Evidentemente, José Antonio, tú eres descendiente directo de Salb-Ben-Zait-Zamaliel que tomó el nombre de sus abuelos maternos: Arias Didata; lo que quiere decir que también eres descendiente de su antepasado, el visionario que, después de haber padecido alucinaciones, inventó nuevas creencias en la mesopotamia leonesa —quedó pensativo un momento mientras al Vasco le brillaba el alma, animado por estas palabras a pesar de que la última carta del Cascarrabias revelaba que El Baco pertenecía a la Diócesis de Astorga—; aunque, ¡vete tú a saber!: ¡yo, ya, ni creo, ni dejo de creer en nada! ¡Todo es posible! ¡La historia sólo la cuentan los que la ganan y los que pierden son olvidados para siempre! —el Vasco se desinflaba—. Las primeras líneas del pliego están escritas en lengua romance —Emilio seguía cavilando y comparando—, en leonés antiguo para ser más exacto, (1) y la tinta es mucho más nueva, pero de peor calidad que la más vieja del resto. ¡Fíjate bien en ese detalle! Además es lógico que estas primeras líneas fueran escritas años o siglos más tarde. El que escribió esto, sin duda reinterpretó lo que estaba antes escrito; lo que pasa es que no le puso fecha, y lo colocó al principio del pergamino, en el espacio que encontró libre. Al Vasco se le tornó el cosquilleo en desolación que le horadaba el cuerpo como un dolor de cabeza de páncreas, y balbuceó resignado:
—Mi padre solamente se fijó en esta noticia escrita en las primeras líneas del pliego para fundamentar que El Baco le pertenecía por herencia, porque dice con rotundidad innegable que nuestro antepasado Arias Didaz lo llevó al convento de San Pedro de Montes, no para regalárselo a los frailes, sino sólo para que se lo guardaran. Quizá no entendiera el resto por la dificultad que encierra la caligrafía pues no se corresponde con ningún canon paleográfico.
Siguió Emilio intentando inútilmente levantarle el ánimo:
—Mañana, me encargo yo de sacarles a esos chiquilicuatros los originales.
Como ya era muy tarde se despidieron hasta el día siguiente. El Vasco marchaba muy despacio, muy sereno, sin agitación interna: le lloraba la hipófisis hormonas tranquilizantes que recogía su torrente circulatorio y se inundó de sosiego.


73
Leo y Clara hacían memoria como si sus mentes fueran cocederos, pues algo les sonaba acerca del significado de la letrilla escrita en el pergamino de la miniatura y terminaron de descifrarlo totalmente:

Beved vino labriegas
Tannez tubas labriegos
Non vos lexaredes engannare
Ca si lo fizieredes
Exieredes de trebaliare.






Sin duda le recordaban estos versos al cura del verano en el archivo, pero, por más que lo intentaban, les fue imposible recordar aquel recitativo. Esperaron hasta que se hizo de noche, para llamar a todos los compañeros del viaje, por ver si alguno guardaba los apuntes, y dieron con dos chicas que los conservaban, Juana y Eva, cada una con versión diferente, como ocurre en casi todos los apuntes.
Bebed licores mozas,
dulzainas tocad mozos.
No os dejéis engañar
en este día de bodas.
Porque si lo hicierais
iríais a trabajar.
Que la novia y el novio
ya nos van a convidar.
Este se lo dictó Eva por teléfono, y en poco se diferenciaba del de Juana, porque las diferencias no afectaban al significado.
Aprovecharon la ocasión para interesarse por ella:
—¿Qué tal sigues con tus anemias? —dijo Leo mientras Clara miraba el auricular con impaciencia.
—¡Bah! Como he estado pachucha, este curso lo doy por perdido. Repetiré COU cuando vosotros estéis en “primero” —se adivinaba en su voz la sonrisa blanca.
—Yo no haría eso, todavía tienes tiempo de recuperarte.
Clara arrebató el auricular como un felino y Leo se quedó inmóvil, hierático, con los dedos extendidos, esbozando como un tonto una sonrisa ladeada.
—¿Qué tal, preciosa! Este fin de semana vamos a verte —dijo Clara complacida.
Leo quiso devolver la jugada, pero Clara asió tan fuertemente el teléfono que Leo no pudo despegarle la mano del mango y, achuchándola, metió el hocico en el micrófono:
—Iremos a verte para comunicarte nuestra boda. Voceando Clara no dejó contestar a Eva:
—¡Está como una cabra!
Alternativamente siguió la charla:
—Nos casaremos por el antiguo rito, con mucho vino para que El Baco sea testigo, y con sus ojos totales selle la boda para siempre; y diremos a todos los campesinos que toquen las tubas, las trompetas y las dulzainas con tanta potencia que se oigan en toda la península.
—¡Hoy está como una moto, pero tiene disculpa. Tenemos muchas cosas que contarte.
—Y muchas más que no se imagina Clara:


74
(L. v. Beethoven. «Sonata Patética. Op. 13»)
El 20 de Abril de l983 era viernes. Clara y Leo no entraron en el Instituto aquella mañana y aguardaron a que Damián, Emilio y El Vasco se encontraran, y así, poder observarlos desde lejos para comprobar cómo reaccionaban juntos. Llegaban a intervalos cortos y después de breves cuchicheos, entró cada cual a su clase. Lo que esperaban que fuera un trance se quedó reducido a poco más que saludos rutinarios, conque de aquella estampa no pudieron inferir nada. Honorino llegó más tarde, y como los muchachos lo esperaban, le comunicaron que hasta la hora del recreo, a las diez y media, no era oportuno reunirse, con lo que se fugaron de las dos primeras clases. Leo no quiso permanecer en compañía del notario durante ese tiempo, no fuera a ser que en la conversación se distrajera y se deslizara inconvenientemente, pues había preparado con munuciosidad matemática todas y cada una de las palabras que tenía que dirigir a Emilio, a Damián, al Vasco y al mismo notario, reunidos todos juntos a la hora del recreo; por lo que sacó una disculpa y se despidieron hasta luego. El notario entró en el bar de enfrente, pidió un café y una copa de aguardiente. El camarero se extrañó y derivó en chanza:
—¿Agua ardiente? ¡Ohú! ¡Ardiente e eza que paza! ¡Qué ojazoh tiene la niña! ¡Má tranparente que el “agua cuajá”!
Efectivamente, una muchacha rubia pasaba por la acera.
Honorino no entendió absolutamente nada, como si estuviera oyendo otra lengua, por lo que el camarero, intuitivo, cambió los modos:
—¿No zabe uzté lo que e el“agua cuajá”? Po, lah meduza cuando z’entrompiezan en la playa.
Honorino, sin palabras, se sintió descortés por un momento, pues sólo entendió la palabra playa y no pudo contestarle. Siguió el camarero en su monólogo:
—Zé yo lo que e el aguardiente, hombre, claro que zí. Pero ezo mayormente ze bebe por ahí, que yo zé porque zerví en la marina, en la baze de Marín, en Vigo, pa má zeñah. Aquí, mayormente ze beben cubatah; pero no ze procupe que, ezto e mehó que el aguardiente.
Y le sirvió una copa de Larios. Honorino cogió el periódico de encima de la barra y el camarero barboteó por lo bajo a otro cliente:
—¡Qué zaborío, hiho!
Entre trago y trago, Honorino leyó y releyó el diario, pidió otro café y lo fue tomando hasta que Clara y Leo volvieron a su encuentro. Cuando Juan, el conserje, vio que entraba Honorino con los dos alumnos, murmuró:
—Ya eztamoz otra vez de feria. Ezto nunca ze acaba.
Alfonso Sierra lo miró como desdeñándolo, mientras subían los tres al seminario de Historia.
Sobre la ciudad de Málaga se cernía una luz penetrante hasta lo más recóndito de los pasillos. Desde dentro se adivinaba el fulgor de las exuberantes palmeras y de los ficus en el patio quieto. Aquella calma fue interrumpida por el timbre estridente que tocaba a recreo preconizando vocerío desmesurado. Los primeros en salir puntuales de sus clases fueron Damián, Emilio y el Vasco, quienes se reunieron entrando al seminario de Historia con Honorino, Clara y Leo.
Una vez dentro, Leo abrió el diálogo imponiéndose:
—¿Qué les han parecido los pergaminos?
En el fragor del caso, ninguno de los tres profesores reparó en que no dijera “las fotografías”. Honorino creyó verdaderamente que Damián y Emilio guardaban los pergaminos originales al observar cómo sacaban de sus carteras las fotos y las dejaban encima de la mesa. Leo se adelantó impetuoso, las tomó en sus manos y las ojeaba pasando las yemas de los dedos como queriendo comprobar sus relieves sobre la superficie brillante, y terminó diciendo:
—Sí, sí, les han quedado perfectas estas fotos. Además en estas ampliaciones a tamaño natural no hay diferencia con los originales.
Emilio, que estaba decidido a reducir a Leo con unas palabras, quedó tan asombrado que no reaccionaba y se le erizaron “los vellos” al verse acorralado por el muchacho. Ni siquiera se le ocurría contradecirlo negando que tenía los pergaminos originales. El Vasco no entendía el abobalicamiento de Emilio, por lo que se cercioraba de que el muchacho era inocente en sus dichos. Clara cruzó la mirada de reojo con Honorino, con la que forzó complicidad solapada antes de que Leo comenzara la perorata:
—Ayer, don Emilio, usted me convencía de que era mejor que usted devolviera los pergaminos originales al Obispo de Astorga, pero lo he pensado mejor. Bueno, he seguido el consejo de don Honorino —se sorprendió el notario por la salida pues no había dado ningún consejo, pero puesto que se sentía cómplice con los muchachos, asintió con su silencio—, ya que Pablo me ha encomendado que en su nombre los restituyera al mismo lugar de donde los sustrajo, porque él fue quien, por su mandato —miró al Vasco—, cometió la imprudencia de hacerle caso a usted; pero no olvide, don José Antonio, que usted se hizo responsable de lo que ocurriera en la catedral de Astorga la noche de Pedro Mato —el Vasco se puso colorado—; y Pablo no había cumplido dieciocho años. Así es que, por favor, devuélvanme los pellejos originales que les presté ayer para hacerles las fotografías —consternado el trío—; ¡les doy un día de plazo! —ante tan descomunal felonía, Damián, Emilio y el Vasco se quedaron tiesos—. Y usted, don Honorino, tenga el cuaderno de su tío —lo sacó de la camisa—, que también Pablo me dijo que lo devolviera —se abalanzó el notario sobre el cuaderno y lo tomó diciendo:
—Estoy en ejercicio y levanto acta de lo que estoy oyendo. En caso de conflicto, que resuelvan los tribunales de justicia, pero les aconsejo un pacto de silencio.
Con tal bombardeo, no reaccionaron por no haberse percatado de la insensatez de Leo: enorme insensatez, pues se le ocurrió, en aquel mismo momento, marcarles el plazo de un día sin ninguna opción disyuntiva y se entrecortaba Emilio queriendo aclarar el embrollo en el que se veía envuelto sin conseguir concatenar las frases:
—Cómo es que dices, Leo, que nos diste... ¿a quién le diste?…
En vista del titubeo, lo cortó el Vasco aplacando su ira:
—No entiendo por qué haces esto, Leo, si está muy claro que El Baco pertenece a la Iglesia…
Volvió a cortar Emilio:
—Cómo es que dices que nos diste los pergaminos originales si…
Con un gesto de la mano, trató el Vasco de quitarle la palabra:
—El Baco pertenece a la Iglesia; y yo sé dónde se encuentra, pero ya no puedo pretenderlo en vista de los escritos.
Alarmado por la aseveración del Vasco, intervino el notario:
—Con unos documentos medievales nada se demuestra en el actual estado de derecho; además, el retablo medieval de El Baco, como tantos bienes eclesiásticos, pasó en el siglo XIX, más exactamente en el año 1836, a ser propiedad de los terratenientes. —Alardeó de la prodigiosa memoria de notario—: «Serán declarados en venta, desde ahora, todos los bienes raíces de cualquiera clase que hubiesen pertenecido a las comunidades o corporaciones religiosas extinguidas, y los demás que hayan sido adjudicados a la Nación por cualquier título o motivo, y también los que en adelante lo fueren desde el acto de la adjudicación».
Aturdido, acertó Damián, muy tétrico, a coger, del estante trémulo, un libro de Tuñón de Lara titulado «La España del siglo XIX», y buscaba una cita mientras pontificaba:
—El Baco es de quien en la actualidad lo tenga —hojeaba nervioso—. Aquí está:
«Comprendiéndose este estado de cosas, alcanzan su significado las del reparto de tierras, una de cuyas manifestaciones tendrá ya lugar en la provincia de Málaga en 1840...» «...El Vaticano se puso en movimiento: llovieron excomuniones y anatemas que, en verdad, no inquietaron mucho las pías conciencias de los compradores. Sabido es que el gobierno reaccionario de 1844 accedió a suspender la venta de tierras y que en 1845 se devolvieron a la Iglesia los bienes que aún no habían sido vendidos. Más tarde la cuestión volvió a plantearse en el bienio liberal de 1854-1856 (unida a la desamortización civil) y sólo se arregló en 1859 mediante el Concordato con la Santa Sede que permitió a la Iglesia amplia indemnización».
Leída la cita, concluyó Damián:
—Ni pertenece a los terratenientes ni a usted como heredero de ellos, según parece insinuar; y tampoco a la Iglesia, como tú dices , José Antonio. Aquí está bien claro —señalaba la cita con el dedo índice exhibiendo el libro—, que la Diócesis de Astorga cobraría un sustancioso precio por El
Baco, sin duda más alto que el que en su día cobraron Román González y su ayudante Caspe por pintarlo, o mejor dicho, Castrellus, como verdaderamente se llamaba.
—De todas maneras —dijo el notario—, lo mejor será un pacto de silencio.
Terminó Leo con aire triunfante:
—Nosotros nos vamos, que tenemos clase.
El notario silbaba interiormente la canción de su pueblo: «...airecillos, aires/ aires de León/ aires de mi tierra/ de mi corazón...» ¡Ya pensaría qué hacer con el cuaderno!
Emilio, Damián y el Vasco se sentían avergonzados y suspicaces, sin comprender quién había engañado a quién; y con caras de asombro se dieron la mano impulsados mecánicamente; y se despidieron sin mirarse de frente. Únicamente a Damián se le escapó una miradilla de reojo.
Leo entraba en su clase de “COU Ge”; y cuando Clara abría la puerta del suyo, que era el “COU Hache”, sólo tuvo dos palabras mirando a Leo:
—¡Eres el tío más genial del mundo!
—Cuando salgamos de la última clase, le escribiremos a Pablo para contarle todo —dijo Leo.


75
Terminóse de escribir esta novela en el día doce de marzo de mil novecientos noventa y tres, diez años más tarde de que acontecieran los hechos narrados, cuando Leonardo Gómez López, familiarmente, todavía Leo, era un eminente ingeniero; y, sin embargo, Pablo terminó siendo piloto como su padre.
Clara, desde hace dos años, es profesora agregada de Institutos Nacionales de Bachillerato con la oposición de Historia ganada.Leo y Clara no llegaron a casarse; como dicen ellos mismos: «por esas circunstancias de la vida».
Eva se casó con un industrial madrileño. Tiene dos niñas preciosas, fieles retratos de su madre.
José Antonio Arias Markuleta, el curso siguiente marchó para América y es profesor de una universidad de los Jesuitas.
De Honorino, el notario, no se ha vuelto a saber nada.
Emilio se examinó de la última oposición de acceso libre y es profesor universitario.
Damián pasó el acceso a Cátedras de Institutos y ejerce en un Instituto de un pueblo. Todavía no ha podido volver a Málaga: un poco más sensato porque es más viejo. A sus compañeros, que no salieron de la ciudad para no ocupar una cátedra en un Instituto de pueblo, les será concedida la condición de catedráticos, lo cual no deja de ser una injusticia por agravio comparativo.
Leo y Clara mantuvieron en secreto la ubicación de El Baco hasta este último año, en que Clara coincidió de compañera con su antiguo profesor de Lengua Española, al que le había interesado mucho la historia de El Baco, pero, al mismo tiempo, se había mantenido al margen por respetar la propiedad ajena. Comentando y recordando, le reveló el lugar exacto donde se encontraba el retablo románico y le regaló las fotografías de los pergaminos con dedicatoria por detrás de las mismas. 



El profesor de Lengua Española, compañero de Clara, con el camino expedito, sin ninguna traba, se maravilló de la realidad de los hechos y para dar fe se hizo retratar con el retablo en Matallana de Valmadrigal a muy pocas leguas de los ríos Esla y Cea, cerca de Sant Facund (Sahagún de Campos) donde hombres y mujeres, bajo tierra, en las bodegas, veneraron al dios DIONISOS, BACO.




EL BACO, DETALLE: «ROSTRO Y VINO». EL ORO DEL TRONO SE ENCUENTRA MUY DETERIORADO. 



EL BACO, DETALLE: «LAS MUGIERES»





EL BACO, DETALLE: «LOS OMES»


FIN

EL BACO (Cap. 66, 67, 68, 69, 70)


66
El Vasco, recordando la conversación que había tenido con Leo y con Clara, le dijo al notario:
—Todavía no se me ha ocurrido cómo abordar a Pablo. De momento tendrá que ser por carta. Me parece que usted está desinformado, porque su padre, en verdad, le regaló el cuaderno a Pablo cuando éste pasó por su casa —se vio cogido Honorino—; por lo tanto, si Pablo no cambia por voluntad propia, me temo que usted no recupere nunca el cuaderno de su tío.
Resumía el notario sus reflexiones:
—Creo que, por separado, no podremos hacer nada. Sería mejor reunir los esfuerzos, porque lo que anhelamos llevar a cabo por separado es lo que se les ha ocurrido siempre a los perdedores en la historia: tirar cada cual por su camino olvidando el norte, sin conseguir lo pretendido. Fíjese usted en lo paradójico que resulta el cerebro humano por resbaladizo: por una parte parece la organización más perfecta y con más capacidades, y por otra se muestra más frágil que una pavesa que parece que está tiesa, y cuando menos se espera, se quiebra por cualquier sitio. Eso nos está ocurriendo a nosotros.
Contestó el super ego del Vasco:
—Usted me ha propuesto que colaboremos. Yo creo que podemos hacerlo todos los interesados en el tema.
Siguió el notario:
—Lo primero, hemos de dar con esos escritos en pergaminos originales, que usted asegura custodia Pablo. Veremos si de ahí se puede inferir algo. Si, en realidad, El Baco le pertenece a usted, usted se lo lleva y santas pascuas; todos tan contentos. —El notario estaba seguro de que unos pergaminos de la Edad Media no tienen ningún valor jurídico para probar absolutamente nada—. Yo, con quedarme con el cuaderno de mi tío, que en realidad era de mi padre y por lo tanto mío, me conformo. No tengo constancia de que mi padre regalara el cuaderno a Pablo —¿podría estar pensando el notario que, una vez obtenido el cuaderno, tendría ocasión de buscar el tumbo de la bodega y después... ¡ya veríamos!; y que quizá, por alguna parte, citara dónde estaban depositadas las hijuelas de Ceferino donde figuraran todas sus propiedades incluida la bodega con todo su contenido; y por lo tanto, también con el retablo de El Baco? Desde luego, las hijuelas podrían ser documentos válidos a la hora de dirimir un pleito subsiguiente a las herencias. Siguió diciendo Honorino al Vasco—: Al catedrático que estuvo hablando con mi padre le podremos dar permiso para investigar lo que quiera sin cortapisas, y que en su currículum figure como un investigador de Historia y de Lingüística. Por supuesto, podremos facilitarle las informaciones secundarias que necesite y podamos ofrecerle. Usted, tiene que averiguar qué otros profesores andan tras nuestro asunto; y ya que se muestran interesados culturalmente, no vamos a ladearlos. Algo hemos de ofrecerles.
—Yo creo que, de mí, puede usted fiarse; le he dado pruebas sobradas de que, lo que digo, lo cumplo; pero ha de darme algo de tiempo para averiguar qué profesores andan interesados en El Baco.
—Nunca “tuve” puesta en duda su palabra, y, aunque es a lo que estoy acostumbrado, no le “tengo” obligado a sellar nada con su firma —sonrió el notario.
—Lo único que siento es que tiene que permanecer en este hotel tan caro otro día más —se liaron José Arias y Antonio Marculeta y como resultado le salió esta incongruencia.
—A veces me desconcierta usted: antes me“tenía”atribuidas riquezas inconmensurables y ahora me tiene conmiseración por una “fatura” pequeñita —volvió a reírse—; me quedaré en Málaga el tiempo que sea necesario.
—Pues mañana volvemos a vernos aquí mismo.
—Lo estaré esperando, don José.
—Hasta mañana.
El Vasco salía del hotel recordando las recomendaciones que le dio su padre, de no decir nada a nadie; y se arrepentía tarde de haber faltado a tantos secretos que guardaba: primero con Eva; después, aunque de manera indirecta, con Pablo y Leo; especialmente con Loli; y ahora con el notario. Ya no sabía quién de sí mismo había sido traicionado. Por algún detalle de la última conversación en el bar, en presencia de Nachi, cuya había sido la voz cantante, coligió que ésta sabía perfectamente cuáles eran los profesores interesados en El Baco; y si lo sabía Nachi no sería extraño que lo supiera media España; por eso desistió de llevar a cabo el plan que se le había pasado por la cabeza: ya que Nachi se le insinuaba a cada momento que podía, olvidarse de Darío, y, si fuera preciso, sonsacarle a Nachi, incluso en la intimidad de la alcoba, no habiéndolo averiguado antes, quiénes de los compañeros andaban tras El Baco, con qué fundamentos y con qué pretensiones.
Nada fue necesario. Todo resultó, por una vez, más sencillo que lo tortuosa que había llegado a ser cualquier averiguación al respecto, pues llamó a Clara a su casa, y, como su hermano le dijo dónde se encontraba, salió el Vasco disparado hacia la discoteca “Piper’s” de Torremolinos, donde, entre el humo y las luces psicodélicas, Clara le reveló que Damián tenía copia del cuaderno en su trabajo de Historia. A codazos salía el Vasco de la discoteca abarrotada. Leo le dijo a Clara parando las caderas: «definitivamente, este tío está pirao»; y siguieron sudando.
El Vasco anduvo buscando denodadamente a Damián sin éxito, por lo que, desinflado, esperó a reunirse con él al día siguiente en el instituto. Durante la noche, se levantó varias veces; no dormía más que a intervalos cortos; y el dolor de estómago se le agudizaba hasta que se estabilizó amplio y sordo acompañado de náuseas. A pesar de todo, pudo conciliar el sueño las últimas horas de la madrugada. Cuando llegó por la mañana al instituto, entró de repente al seminario de historia y encontró a Damián departiendo con Emilio acerca del trabajo de Clara, conque les dijo sin más dilaciones que lo único que les quedaría sería una participación en el derecho a investigar escritos. Al oír esto, reaccionaron ambos por separado, y Emilio se adelantó diciendo que, mientras no se demostrara lo contrario, El Baco sería para el que lo encontrase; y no aceptaron trabajar en conjunto. Emilio y Damián seguían pensando, al unísono y por separado, que al fin y al cabo, ellos dos no tenían nada que perder y sí mucho que ganar, si despreciaban la colaboración que el Vasco les ofrecía; por el contrario, en conjunto, a lo único que podrían aspirar sería a cooperar con el Vasco y el notario, para que ellos lograran la posesión del retablo.
El Vasco se sentía como si el enemigo, en la guerra, lo estuviera conquistando, y veía en Damián y en Emilio, unos competidores execrables.
Volvió a llamar al notario, y por teléfono quería ponerlo al corriente:
—Ya sé qué profesores son los estudiosos de El Baco. Me he llevado una sorpresa, pues a través del trabajo de una alumna se han enterado. Ahora es cuando más deberíamos estrechar nuestro círculo, pues dice Emilio, profesor de Latín, que El Baco será para el que lo encuentre; y, sin embargo, usted sabe muy bien que es mío.
—Creo que este asunto no es para tratarlo por teléfono. ¿A qué hora podemos vernos esta tarde?
—Si no le importa, podríamos reunirnos ahora, pues tengo dos huecos. —¿Dos qué?
—Dos huecos; es decir: tengo dos horas libres en mi horario de clases.
—No tardaré más de media hora en llegar al Instituto. ¿Dónde nos citamos?; ¿en el bar de enfrente, por ejemplo?
—No, mejor en el seminario de Historia, que ahora no hay nadie. Estaré esperándolo a la puerta.
—De acuerdo. Dentro de cinco minutos salgo.
Tuvo tiempo el Vasco de contarle al notario los pormenores con minuciosidad sobrada: cómo había pasado el cuaderno de manos de Pablo a las de Clara; le explicó más detalladamente cuanto le había adelantado por teléfono: que Damián y Emilio eran los interesados, y que Emilio alardeaba de sus libros publicados sobre variadísimos temas, amén de Lingüística Latina; incluso le llegó a enseñar a Emilio desde lejos cuando entraba en su Peugeot 505, poco antes de la despedida, al lado de la verja de la entrada.
Como faltaba poco para la Semana Santa, el Vasco y el notario acordaron dejar todas las averiguaciones en suspenso hasta entonces, que se encontrarían los dos en Astorga.


67
Después de despedirse del Vasco, el notario esperó a que Emilio subiera al coche y, como si fuera un detective privado, lo siguió hasta su casa en la Prolongación de la Alameda, que ahora llaman Avenida de Andalucía. Se fijó muy bien en qué portal entraba, y habiendo aparcado una manzana más abajo, esperó un tiempo prudencial para que no sospechara que lo había venido siguiendo.
Preguntó al portero del inmueble:
—¿En qué piso vive un profesor de Instituto…?
Levantó la panza al instante y se arrellanó en el sentajo cogiendo el telefonillo de comunicación interna del edificio:
—¿Cómo se llama? Porque en esta casa viven varios profesores. Mismamente acaba de entrar uno de ellos. Don Emilio se llama.
Simuló el notario coincidencia:
—Precisamente es al que busco…
—En el “doceavo” izquierda —colgó el aparato.
—Muchas gracias.
Subió el notario y esperó un instante a la llamada del timbre.
—¿Qué desea?
—¿Está don Emilio?
— Sí, espere un momento.
Emilio salió en mangas de camisa:
—Dígame. ¿...? ¡...! ¿Qué quiere de mí?
Se presentó cortésmente Honorino, le reveló ser hijo y heredero del dueño de la catedral del vino, que había fallecido, sin poder controlar un titubeo embarazoso y siguió diciendo:
—Si me concediera unos minutos podría hacerle algunas confidencias. Emilio aplacó su alteración diciendo:
—Pase, pase.
Reunidos en el despacho, siguió Honorino:
—Ya sé que usted, don Emilio, está interesado en la investigación de la civilización leonesa que se perdió totalmente antes de la Edad Moderna. Quisiera expresarle mi convencimiento de que yo podría ayudarle.
Emilio remendó algo su descompostura por la que se había sentido ridículo y recuperó el sosiego:
—He decidido no involucrarme. Le contaré más: efectivamente, estaba muy interesado antes de haber ido a León. Me enteré casualmente a través del trabajo de una alumna y me llamó tanto la atención el contenido de los escritos, que decidí viajar hasta aquella provincia. Llegué hasta el pueblo en que se encontraba la bodega... Bueno, a la bodega de su padre, claro está; y me la enseñó; pero cuando me enteré de que Pablo estaba involucrado en algo sucio y que la policía... De eso, sí tendrá usted conocimiento... Evidentemente me he visto obligado a no entrar en el asunto, sobre todo al haber constatado que una investigación policial se ha puesto en marcha... No creo que se den precisamente las circunstancias más oportunas para llevar a cabo una investigación científica. Las investigaciones que se realizan por puro placer intelectual han de carecer de cualquier implicación extraña a lo que es la ciencia, sea de la rama que sea. Después de una pausa en la que no obtuvo respuesta, continuó Emilio:
—Su padre, de usted, me dio carta blanca para investigar la ubicación de El Baco y de los pergaminos originales de la bodega, porque, según él, usted no se había interesado nunca; pero a la vista está que se equivocaba. Ahora comprenderá usted perfectamente que yo me haya echado a un lado. Tenga en cuenta que proyectos de investigaciones nunca faltan, y ahora tengo entre manos una sobre libros de viajes de extranjeros en España. Intento buscar paralelismos con otras invasiones a nuestra península.
El notario encontró en Emilio un hombre llano, por lo menos en ese momento, pues, de lo que había pensado a cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, mediaba mucha distancia. Abandonó todo intento de disimulo ante la crudeza con la que Emilio había entrado en la conversación, y prosiguieron charlando como si se conocieran desde hacía mucho tiempo, dando por sentado el notario, que Emilio sabía por boca de Honorino el Viejo más de lo que parecía; y de la misma manera, Emilio suponía que al notario le habrían contado sus padres, Domitila y Honorino, antes de morirse, toda la conversación de la Semana Blanca, incluida una descripción de la fisonomía de Emilio, por lo que habría llegado a encontarlo en Málaga. Andaban los dos en estos vaivenes cuando, para encarrilar su pensamiento, Emilio siguió diciendo:
—Yo nunca he sabido dar un pésame. Quizá haya pensado usted que adolezco de elemental delicadeza. Es algo que nunca he podido hacer, por lo superficial del convencionalismo, para expresar lo más triste de nuestras vidas.
El notario, comprensivo, le siguió el discurso:
—No se preocupe. Me hago cargo aunque yo sea un profesional de los convencionalismos; y más, siendo como fue una muerte especial: cuando vio muerta a mi madre —se sorprendió Emilio y lo dejó que siguiera hablando— no soportó la idea de seguir viviendo sin su compañía. Yo creo que en ese momento tuvo que ponerse loco de tristeza, antes de decidir tirarse al pozo que él mismo había excavado en sus tiempos mozos.
Emilio no salía de su asombro y trataba de que ni siquiera minúsculas contracturas de los músculos faciales le traicionaran, para que el notario no sospechara que se estaba enterando, en ese momento, de tantos elementos para él desconocidos. Casi no se atrevía a hablar, porque intentar ser ecléctico podría suponer que se le notara cualquier evasiva; y si hablaba demasiado, seguramente que el notario se percataría de que no era trigo limpio. Ya con el viejo Honorino, varias veces había cometido imprudencias, con lo que podría haber echado a perder el resultado de su compostura; aunque, como era viejo y estaba confiado, en aquella ocasión Emilio pudo salir airoso. Para no quedarse mudo, pues las pausas se alargaban cada vez más, optó por ensalzar algunas virtudes del viejo Honorino procurando no caer en los tópicos de la semblanza de un fallecido:
—Cuando me entrevisté con sus padres, encontré en ellos algo a lo que no estoy acostumbrado: ¡un matrimonio de agricultores octogenarios con vastos conocimientos de la historia! En mi pueblo, ningún anciano sabe leer, ni escribir su firma siquiera. Los pobres viejos, llegado el momento de cobrar la pensión en la Caja de Ahorros, siempre repiten la misma cantinela, sobre todo las mujeres, cuando se dirigen al cajero: «Huy, hijo, dame el tampón que pondré la huella, porque sin gafas no veo ni a escribir una letra».
Siguieron hablando, y Honorino se vio enfrascado en el devenir de la conversación, como si desde el primer momento se hubiera sincerado Emilio en lo que respecta a su intromisión en la bodega. Emilio, que era agnóstico, siguió la corriente a Honorino cuando éste le contó que el cura de su pueblo pretendía incoar un trámite para el comienzo de la beatificación de sus padres, enterrados en la bodega, y prodigó algunas alabanzas indirectas:
—Las personas que por sus virtudes han destacado en esta vida, son merecedoras del culto público para ejemplo de todos nosotros, que esperamos la salvación eterna. —Con lo que Honorino se afianzó más en la creencia de que el catedrático era un hombre religioso y practicante. Con este ingrediente, aparte de los que habían salpicado el encuentro, el notario se vio convencido de que podría ser Emilio mucho más idóneo que el Vasco para trabajar juntos en la búsqueda de El Baco y de los pergaminos auténticos de la bodega, pues tampoco apreciaba en él intereses crematísticos sino solamente culturales. Emilio siguió envolviéndolo:
—Le preguntaré algo por lo que me interpretaría usted, fuera de este contexto, como que quisiera meterme en su vida privada. No me lo interprete usted así, por favor, ya que únicamente quiero saber si estaría usted dispuesto a colaborar hasta el final, o prevé que puede llegar a cansarse por la mitad del camino. Cuanto más pienso en el proyecto de investigación, como en todas las investigaciones que se llevan a cabo, más me confirmo en la idea de que la tarea será extremadamente ardua; es por lo que quisiera saber, y que me lo dijera usted mismo, si podré contar con usted hasta el desfallecimiento.
Como Emilio apreciaba en el semblante del notario un gesto de extrañeza arrugando el ojo y levantando el pómulo, apostilló:
—¡Desfallecimiento figurado! ¡Evidentemente! Quiero decir que si no ha entrado nunca en algo parecido, le proporcionará momentos apasionantes seguidos de otros en los que sentirá que sólo un par de locos entusiastas, que han perdido el sentido de la realidad, pueden entrar, como quijotes, en una aventura sin límites; quizá para no encontrar más que intuiciones, y a la postre nada contrastable, quedando todos los anhelos reducidos exclusivamente a imaginaciones fantásticas. En estos asuntos se han perdido infinidad de horas y energías, quedando en el olvido sangre, sudor y lágrimas —volvió a apostillar—: figuradamente hablando.
El notario comenzaba a entender que Emilio no hablaba en broma, que dentro de aquella figura haragana y brujesca se escondía un científico de letras interesado en lo que su padre, Honorino, se había resignado siempre a que nadie le hiciera caso, ni siquiera su propio hijo, y que la civilización de El Baco, dios de las viñas y de los campos, constituyera un capítulo de la historia cerrado en falso, sin que nadie, hasta esos profesores malagueños, le hubiera concedido la importancia que merecía. Después de estas palabras, prefirió no entrar en profundidades. Adivinó en ellas una intención más noble que la del Vasco, después de haber vacilado en su preferencia por el uno o por el otro como colaboradores inmediatos. El notario prosiguió recalcando e individualizando cada palabra que pronunciaba:
—Quizá por deformación profesional, me agradaría contar con algunas garantías.
—En todo caso —interrumpió Emilio con una sonrisa complaciente— tendría que ser yo el que…
Volvió a interrumpir el notario:
—No. Verá usted: no es precisamente desconfianza lo que usted me inspira, sino todo lo contrario. Además, a usted, en definitiva, mi padre, es al único que dio carta blanca y le ofreció toda clase de facilidades en lo que a él concerniera; y quizá mi subconsciente me haya dictado que es a usted al que tenga que pedir ayuda; porque yo, la verdad, de este tipo de investigaciones, no conozco método ni me imagino de qué índole han de ser las bases para contar con el éxito soñado. Por eso, definitivamente, cuento con su ayuda.
Al notario dejaban de interesarle las posesiones de las fincas rústicas, y después de haber vislumbrado la importancia histórica de lo que él nunca había sospechado, concluyó:
—Nuestra mutua colaboración nos llevará irremediablemente a ponernos de acuerdo para encontrar tanto el retablo de El Baco, como los manuscritos originales de la bodega, de los que nadie ha vuelto a saber nada desde aquel día en que a mis padres les expoliaron todo; y, por supuesto, redactar las conclusiones a las que lleguemos.
Antes de despedirse, Emilio aceptaba exultante las propuestas de colaboración en la búsqueda de El Baco y quedaron en entretejer pormenores durante el próximo verano, con lo que el notario ya tenía atados dos cabos por si acaso el primero se soltaba; y en definitiva, Emilio, por lo menos, tenía las copias del cuaderno en el trabajo de Clara, como había dicho, aparte de que también le parecía más inteligente que el Vasco.


68
Emilio, después de lo que había concertado con Honorino, llamó a Damián para decirle lo necios que habían sido, porque ahora se veían mermadas las posibilidades de llevar a cabo sus investigaciones, pues carecían de datos; y no iban a recorrer la provincia de León casa por casa y bodega por bodega buscando El Baco; a lo que respondía Damián que contaban con la colaboración de Darío y de su mujer. Emilio insistía haciéndole ver que por sí solos nada podrían alcanzar si no conseguían que Pablo les enviara los pergaminos que guardaba, que quizá allí estuviera la clave de la ubicación de El Baco. Damián se encontró desconcertado cuando le oyó hablar de tales pergaminos, por lo que instaba a Emilio a que le dijera de dónde había sacado tal cosa.
Emilio, que nada le había revelado acerca de su entrevista con Honorino el viejo, y del seguimiento que había hecho a la investigación de la policía en el Instituto, lo enredó de tal manera que ni él mismo sabía si había que empezar por el principio o por el final, pues en sus frases, mezclaba elementos de toda índole para no poder desenmarañarlos. Así mismo, quedó Emilio totalmente despistado cuando oyó de Damián que si él le había puesto un sobresaliente a Clara, sería porque la chica era muy inteligente, por lo que estaba totalmente seguro de que ella sabría cómo obtener, por lo menos, una copia fiel de los dos pergaminos que andaba buscando la policía. Tanto uno como otro comprendieron que se ocultaban noticias, y, como ya ninguno consideraba al otro inocente, creció la tirantez entre ellos. En definitiva, los dos estaban enterados prácticamente de las mismas cosas.
Por más vueltas que le dio Emilio al asunto, no se le ocurría más que la solución fácil: que Clara le pidiera a Pablo una copia fiel de todo lo que viera en los pergaminos; pero comprendía que Pablo no iba a aceptar, pues supondría declararse culpable de robo. Sería más idóneo indicarle que no dejara rastro de sus huellas, pero, a la postre, todo le resultaban pretensiones hueras, aunque lo mejor, desde luego, sería una fotocopia y hacerle la promesa de que nadie se enteraría de su procedencia. También le parecía muy cándida la propuesta. Quizás habría que amenazarlo con descubrirlo a las claras, pero de esta manera se esfumaría la posibilidad de la investigación de El Baco. Al fin, decidió que sería mejor utilizar a Clara como intermediaria, y volvía una y otra vez sobre las primeras soluciones sin aclararse sobre qué determinación tomaría.
Damián, que era algo tímido en sus pensamientos, recurrió otra vez a sus amigos Nachi y Darío. Trasnocharon hasta las cinco de la mañana, en el apartamento de Darío, un fin de semana, tratando también de encontrar alguna solución válida para rescatar los pergaminos que tenía Pablo, de manera que nadie pudiera acusarlos de ladrones; y los tres decidieron llamar a Clara el próximo sábado para reunirse en el mismo apartamento. Clara y Leo acudieron a la cita de los profesores. Damián, Nachi y Darío se hicieron los simpáticos con ellos y terminaron departiendo en tono amigable:
—Podremos hacer una investigación conjunta, porque es muy importante — decía Damián—, y yo creo que dará trabajo para cuatro o cinco personas, pero faltan datos cruciales que se pueden deducir de los pergaminos que tiene Pablo.
Con estas propuestas y otras razones, Clara ya estaba convencida. Pero Leo no soltaba prenda y llegó, incluso, a sospechar que Clara se habría ido de la lengua contándole a Damián, mientras comentaban el trabajo, que Pablo tenía los pergaminos que habían sido robados en el archivo de Astorga. No quería creerlo y se torturaba en sus conjeturas. Quizá hubiera sido el Vasco, opción más probable. No fue capaz de urdir insidias para salir de dudas y resolver el dilema, por lo que esa espina le quedó clavada en los lóbulos frontales de su cerebro. Arrugaba el hocico. Tratándose de profesores ya estaba desengañado. Además, los había observado pesquisidores e interrogativos, y se había asombrado de que Emilio y el Vasco, que cuchicheaban ellos solos, o bien con Damián, e incluso con el notario, ahora estuvieran ausentes; y, sin embargo, se mezclaran Nachi y Darío, que nada tenían que ver con este asunto. Por eso, muy decididamente, pretendió Leo convencer a Clara de que no debían hacer caso a nadie, se tratara de quien se tratara, y mucho menos involucrando a Pablo; y aprovechó la circunstancia para ponerse a escribirle a la mañana siguiente:
Querido Pablo:
Otra vez estamos enfollonados, aunque ahora se ven las cosas desde otro prisma. Te había dicho que el Vasco había resultado rana, pero es poco, porque en realidad ha resultado sapo. Dice que tú robaste joyas, dinero y el cuaderno. Y nos lo dijo a la cara, el muy cachondo.
Por aquí hemos visto al hijo de tu padrino, el notario de La Coruña, que anda tramando algo con los tres profesores: el Vasco, Emilio, el de latín, y Damián. Ahora te vas a quedar de piedra: resulta que Damián el de Historia está también enamorado de Eva. Cuando le devolvió el trabajo a Clara, que por cierto, le puso un sobresaliente, mira lo que había olvidado dentro del trabajo: un poema a Eva. Parece que andaba celoso del Vasco, pero lo del Vasco y Eva se acabó pronto, por lo que Eva todavía no ha levantado cabeza. El Vasco se ha liado con aquella profesora de francés que hablaba “fisno”. Ahí va el poema de Damián:Todo está inventado en el paso quejumbroso de la vida.
Rusa sonrisa rosa que se avecina.
Se cayó el mito
Y ahora, ¿qué?
No tengo cuero para calzarte,
ni lino para vestirte,
ni crines por el aire
para soñarte.
tampoco un tallo con que sostenerte.
Y antes, ¿qué?
No tenía más que pinceles
para pintarte.
Jamás me dejaba el pulso torpe,
ni nada que nadie ofreciera
por poseerte.
Cada beso rival en tus labios
tan cerca de mi presencia
cavaba un millón de metros
en la fosa umbría
de mi aniquilamiento.
¡Uy, cerebro mío!
¡Qué desbarajuste!
¿Cómo poner orden
en la mente airada
si mi galope es lento
y mi trote veloz y resbaladizo?
La cal es negra,
la caña amarga;
y ¿tú?
Verde esmeralda.
Y después ¿qué?
Como la zaranda.
Lo chico cuela,
lo grande queda.
Se irán los remolinos.
No volverán a la senda polvorienta.
Se desplomarán los muros, en silencio, sin estruendo.
Y sólo quedarás tú, cariátide, en mi recuerdo, Eva idolatrada.Yo creo definitivamente que tú tenías mucha razón cuando decías que los profesores de letras andan desorientados; y no logro encontrar la causa de tal despiste. Da la impresión de que los profesores de esa generación entre los treinta y cuarenta años están jodidos de la cabeza; a veces parece que todos están locos y otras veces parecen cuerdos; pero así todo, de una manera rara. Bueno, no generalicemos porque siempre hay excepciones.
Mientras Leo redactaba esta carta, Clara, a su lado, se mostraba impaciente por intervenir en ella. No se atrevía Leo a ser totalmente sincero, pues seguía pensando que muy posiblemente, sin haberse dado cuenta, hubiera cometido Clara la imprudencia de contarle a Damián que Pablo tenía los dos pergaminos originales, por lo que cierto sentimiento de culpabilidad lo invadía. A punto estaba de escribir lo siguiente: «Están locos y van a conseguir ponernos locos a todos; incluso estoy pensando que, o bien Clara o bien yo mismo te hemos traicionado inconscientemente, porque a Damián alguien le ha dicho que tú tienes los dos pergaminos que faltan del archivo de Astorga». También pensaba a velocidades estelares que, quizá así, podría iniciar una discusión con Clara y colegir si ella habría metido la pata. En el momento que se quedó pensando para redactar estas ideas, insistió Clara:
—¡Venga!, déjame, de una vez, escribir algo —tiraba de una esquina de la hoja provocando un rayón en la escritura; por lo que cercenó en Leo la coherencia en la sintaxis de su escrito y siguió de otro modo:
Clara me está diciendo que le deje la cuartilla. Se la paso.
Inolvidable Pablo: Soy Clara. ¿No te parece bueno el poema de Damián? A mí me encanta y me fascina la disposición en forma de columna; de cariátide griega como él mismo dice en el último verso. Para ver la cariátice tienes que entornar los ojos y mantenerlos casi cerrados, desde lejos; de manera que tu mirada forme con el papel un ángulo de cuarenta y cinco grados. Hemos tenido una discusión porque Leo dice que la literatura no vale para nada, como dos idiotas hemos llegado al acaloramiento, sin saber por qué: la eterna discusión tópica para recalcar la superioridad de los de ciencias puras... ¿Qué le vamos a hacer? Si tú piensas como él, ya se os irá ablandando la cabezota. Leo estaba muy preocupado por la difamación que profería el Vasco contra ti, y ya le decía yo, que parece mentira que tanto tiempo inseparables y todavía no te conociera del todo. ¿No es cierto que te importa tres pepinos? De la misma manera se extrañaba de que Damián estuviera enamorado de Eva. De Eva está enamorado medio Instituto. Es más, creo que de Eva está enamorada media Málaga. Yo siempre le he dicho que se presente a miss España, que gana; lo mismo que se extraña de que todas las alumnas se pirren por el Vasco, cuando es evidente que es el único profesor de veras atractivo. Hombre, Damián no está mal, pero resulta un poco cursi. ¿Qué tal se presenta el panorama para fin de curso? Esperemos que nos vaya a todos bien. Tú cuenta todo lo que veas y manda fotos, aunque mejor sería una cinta de vídeo con todo lo que se te ocurra; cualquier cosa de tu alrededor nos gustará verla.
Esta Semana Santa se presenta como la mejor de todas, lástima que faltes tú. Por primera vez me permitirán salir sin límite de hora, y pensamos acostarnos a las cinco de la mañana. A Leo tendré que controlarle los cubatas, porque si no, terminará todas las noches borracho. ¿Recuerdas el año pasado la procesión de los Estudiantes? ¡Imagínate este año! En fin, qué le vamos a contar a un malagueño sobre la Semana Santa: se nos siguen poniendo los vellos de punta; y Leo, que se hace el duro, aunque diga lo contrario, también se emociona al ver pasar los tronos. La tribuna de los pobres estará apoteósica. ¿No te trae todo esto recuerdos y nostalgias? Recibe cien besos con sabor a limones primaverales de tus amigos Leo y Clara.
Voy a terminar yo la carta. Como Clara ya te dice todo, no me ha dejado lugar a que yo me explaye. Ya he sacado el carnet de conducir. Me examiné del práctico el mismo día que cumplí dieciocho años. Le digo a Clara que empiece a prepararse porque el carnet de conducir es un hito en la vida de las personas, por lo menos para mí, que desde entonces me siento libre. Hasta siempre. Leonardo.
No se atrevió Leo a mencionar en esta carta los pergaminos, porque la ocasión la había perdido cuando Clara le tiraba de la hoja, y no encontró el modo de recuperar el momento en el que estuvo en un tris de decirle que Damián sabía que los tenía Pablo. Se había visto en la encrucijada de tener que relatarle sus sospechas de que Clara se hubiera ido de la lengua, y al fin decidió guardar silencio porque de lo contrario podría haber atado, entre Clara y él, un nudo tan inextricable y feo que pareciera un gurruño despreciable. A pesar de todo, quedó una heridilla a los ojos de Clara incomprensible, por lo que creía que tanta agitación, tantas idas y venidas, tantos dimes y diretes, habrían ocasionado en Leo un cambio de carácter.


69
(L. v. Beethoven. «Sonata Appassionata, Op. 57»)
El domingo de Ramos, el Vasco ya se paseaba por Astorga mientras la procesión de la borriquilla salía de la iglesia de Rectivía. Durante todo el día deambuló por la muy noble, leal y benemérita ciudad; contempló la estatua de Pedro Mato en lo alto de la catedral; preguntó a unos y a otros por el significado histórico de tan singular centinela abanderado, de cuya procedencia nadie supo darle razón alguna; llegó a entrar en la catedral e incluso se asomó a la sacristía movido por curiosidad desmedida, pero de las ojeadas lúgubres en la penumbra interrumpida por los rayos oblicuos disparados desde las vidrieras del mediodía, no concluyó sino que un orden ancestral era lo que imperaba envuelto en olor a ácaros, cera quemada y a ropones impregnados por el humo del incienso. Tuvo tiempo de todo, hasta de asistir a la liturgia de ese domingo con la bendición episcopal de los ramos y las palmas, durante la cual le iban y le venían los maullidos del gato de la sacristía. Reconstruyó,“in situ”, la entrada de Pablo y Leo, imaginando todos sus movimientos, observando la gran puerta de madera negra de la sacristía. Después de todos esos devaneos mentales, salió de la catedral y llegó, entre la chiquillería reluciente, hasta la pensión García. Oyó un refrán muy antiguo: «Quien no estrena en Domingo de Ramos, no tiene manos», y comprobó que todo el mundo llevaba la ropa nueva, incluidos pañuelos y cordones de los zapatos. Se sentó en el restaurante: alubias con almejas y congrio al ajo arriero. El calicó y tafetán se habían convertido en paño oscuro de lana de Béjar, porque un viento gélido soplaba desde la muralla, procedente del puerto de Manzanal y del Teleno.
José Arias se revolvía contra sí mismo insultándose y recriminándose torpeza. Antonio Marculeta no pudo contener la risa sonora recordándose porteador de Pablo, y como si se tratara de corriente alterna cambiaban los papeles: ora se reía Arias ora se revolvía Marculeta.
A diferencia de otras sobremesas, el Vasco se sintió desolado, abúlico; y no terminó ninguno de los dos exquisitos platos caseros. El murmullo del restaurante le aplastaba la cabeza. Ni siquiera se sorprendió de encontrar en la misma mesa a las remilgadas señoras provincianas, herederas de grandes fortunas de indiano maragato, que conversaban acerca de los mismos temas que hacía unos meses y ganaban indulgencias comiendo pescado hasta el Domingo de Gloria. Sólo el clima era distinto al del verano. Recordaba su gula la noche en que se le iban los ojos tras el congrio y el lenguado que Pablo engullía compulsivamente, cuando él había cenado sopa de sobre con huevos fritos, contraponiendo aquel mal recuerdo al momento presente. En esta templanza se relajó de tal manera que los glúteos eran atraídos por el centro de la tierra y los hombros se le desmadejaban. Comenzaba a sentirse seguro de sí mismo como hacía muchos años que no se sentía; pero a la vez, un tinte de indiferencia veló su retina como si viera turbio el horizonte creyendo, por momentos, que la miopía, de repente, le hubiera aumentado. Inmerso en estos sentimientos, nada se mezclaba en su mente que no fuera un confluir, hacia la identificación con un sólo personaje, de sus heterónimos internos; y sin poder analizar las causas, un desinterés total invadió su persona, de tal manera que hubiera deseado encontrarse en cualquier lugar del mundo menos donde se encontraba. Incluso le pasó por la cabeza abandonar la empresa, que lo desgastaba hasta hacerse deleznable, y no asistir a la cita con Honorino el Notario en el motel Pradorrey, donde habían quedado en hospedarse esa noche del Domingo de Ramos al Lunes Santo. Como se le disipaba la gallardía por momentos, no pudo evitar un retroceso escalonado en su estado anímico: se reafirmó en que el pasado verano su libido andaba desatada, y por distraído había perdido la partida contra Pablo y Leo. Sintió envidia de la estatua de Pedro Mato, único testigo mudo de los hechos ciertos, acompañándole desgana tan desmedida, que sus pensamientos se iban haciendo cada vez más erráticos, aunque se identificaba momento tras momento en una sola persona: José Antonio Arias Markuleta. En esto, el ondulante camarero, al verlo, interpretó que esperaba el postre y le extendió la pequeña carta que rechazó al momento:
—Un café solo y un puro faria —se le antojó al ver fumar a los hombres lugareños—. También una copa de Carlos Primero —quería animarse.
Sin nada en las manos, volvió el hombre de la chaquetilla blanca y pantalón negro con la pajarita ladeada por tanto ajetreo, con un mensaje:
—Supongo que será usted don José Antonio Arias. Pase usted dentro, que lo llaman por teléfono.
—Dígame.
—Soy Honorino Acebes Llamazares.
—¡Hombre! ¿Desde dónde llama? ¿Ya ha llegado? Hasta la noche no lo esperaba.
—No, aguarde un momento. Tengo que comunicarle lo siguiente: a última hora no he podido dejar la notaría en manos de nadie y se me han complicado las cosas con unas redacciones de escrituras de un compañero que ayer, por desgracia, falleció de repente; de manera que no sabe lo que siento no poder acudir a Astorga cuando ya casi tenía un pie en la carretera. No podrá ser por ahora.
—El inconveniente es que yo no tengo vacaciones hasta el verano.
—No sabe lo que lo siento. Tiene usted que culpar a la mala fortuna, porque salir hoy hacia Astorga me resulta de todo punto imposible. No obstante, puede usted ir adelantando algo en nuestro trabajo.
—Lo que habíamos planeado fue su entrevista con el Obispo de Astorga en la que se presentaría como notario y como abogado para certificar que los pergaminos que tiene Pablo pertenecen a la Diócesis, y sólo nosotros podemos dar con ellos, porque sabemos dónde se encuentran en América.
—Eso tenemos que perfilarlo más despacio, y no es para hablarlo por teléfono. Ahora tengo mucha prisa y no puedo dedicarle más tiempo; además llevo tres cuartos de hora llamando a todos los restaurantes de Astorga, y menos mal que lo he encontrado. La realidad es que no sé si consciente o inconscientemente, todavía no me ha comunicado usted dónde se encuentran los pergaminos. Sólo usted lo sabe, pero da igual; me hago cargo; no es ese el asunto. El mayor escollo lo constituye el que hasta el verano no podamos vernos de nuevo. No me importa ir a mí solo cualquier fin de semana, y si hemos de reunirnos, tenga en cuenta que de Santiago a Málaga hay vuelos directos, y en cualquier momento podemos plantear las estrategias. A pesar de todo, si puede investigar algo por su cuenta aprovechando que se encuentra usted en Astorga, será camino adelantado; y si no, ya retomaremos juntos nuestra singladura.
—Bueno, pues, entonces, cuando le venga bien acercarse a Málaga ya me llamará otra vez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo don José Antonio. Hasta la próxima.
—Hasta la próxima, don Honorino.
El Vasco colgó el teléfono habiéndole levantado el ánimo la conferencia, pero una vez que entró en su soledad de nuevo, se vino abajo. Ya tenía el café, copa y puro encima de la mesa, y en pequeños sorbos y caladas se desmoronaba en presagios, hasta que, pensativo, se quedó él solo, una vez que los últimos murmullos desaparecieron. Después de haber cambiado todos los manteles, el pingüino lo sorprendió con un ofrecimiento:
—¿Quiere otra copa? Invita la casa.
—No, muchas gracias. Traiga la cuenta.
Cuando salía del restaurante eran ya las cinco menos cuarto. Se encontró
bajando la cuesta del Postigo encaminándose a la Eragudina impulsado sin saber cómo. A medio trayecto, se dio la vuelta para buscar una cabina y llamar a Loli, a Murcia. Paseó por la muralla y por el parque, llegó a la antigua cárcel haciendo tiempo hasta que llegara la noche y tomar el tren de regreso. Entretanto, sacó del bolsillo una carta que había encontrado al desembalar los baúles de su padre cuando le llegaron de América, que no podía dejar de leer, ya que siempre se le resistían algunas ideas que aparentemente se mostraban incongruentes:
Astorga. 12 de Octubre de 1950. (Nuestra Señora del Pilar)
Rvdo. D. Esteban Arias Hernández.
Quintanilla
Querido Esteban: Quisiera empezar por tu“post data”. He de confesarte que en cuanto a erudición no tengo nada que hacer a tu lado. La verdad es que nunca he sabido que hubiera más de un Licurgo: el orador, discípulo de Platón y admirador del dios Dioniso, ya que restableció la memoria del dios de los borrachos levantando de nuevo las ruinas del teatro de Atenas que llevaba su nombre. No obstante, a propósito de tu última carta me he documentado y he podido comprobar que efectivamente en Esparta existió otro Licurgo: el rey de la corrupción, paladín de los gobernantes corruptos. Además, según parece, los griegos inventaron más licurgos, llegaron incluso a inventar uno que tanto los rojos como los nacionales lo utilizaban para su propaganda política. Bueno, claro, digámoslo así para entendernos, ya sé que rojos y azules sólo existen en España, pero como todos los pueblos de la historia se han dividido en dos mitades y una siempre se ha reído de la otra y viceversa, todos querían hacer de Licurgo el patrón de sus costumbres para darle excelso realce y elevarlas a categoría de leyes. Nunca he podido entender por qué han de ser más consideradas las leyes que las costumbres. A fin de cuentas, las leyes las hacen cuatro y las costumbres las hace un pueblo entero; o mejor dicho: varias generaciones de un pueblo. Bueno, no derivemos y sigamos con Licurgo. Fíjate en que existió, según las costumbres orales, otro Licurgo que expulsó de Tracia al dios Dioniso, y al parecer anda errante desde entonces sin saber dónde asentar sus olímpicas posaderas buscando adeptos por los lugares más insospechados. Desde luego, la imaginación humana es ilimitada. Es lo único ilimitado que tenemos; por eso, puede concebir algo que nunca se acabe. Estamos hechos a imagen y semejanza de ese algo infinito; si no, no podríamos ni imaginarlo. ¡Vaya paradoja! Siendo finitos tenemos algo ilimitado desde cualquier dimensión que se observe, por eso la civilización del vino que procede de Grecia, sin duda, acabará cuando acabe el mundo. Dámaso y yo te observamos cuando cogías los diez pergaminos del archivo del seminario y nos planteamos muy seriamente si delatarte o actuar por nuestra cuenta. Supusimos que para ti sería mejor que no se enterara nadie más que nosotros dos, e hicimos un pacto de silencio como si de sigilo de confesión se tratara. De hecho nadie se ha enterado. Por eso convéncete de que no hurgamos en la maleta de nadie, simplemente cogimos los dos pergaminos importantes: el de la miniatura del dios Dioniso y el otro, con los que se puede demostrar que el retablo del dios Baco pertenece a la diócesis, y no a nadie particular, como tú debes creer por la coincidencia del apellido Arias. El resto de los pergaminos, es decir los otros ocho, allí te los dejamos pues carecen de importancia histórica, ya que eran contratos antiguos de compra-ventas que ya no tienen validez alguna.
Hace una semana que me puse a escribirte, y ahí ha estado la carta sin terminar, muerta de risa. Voy a terminarla:
Hoy es un día grande para nosotros: 19 de Octubre de 1950. Hace tres años nació nuestro hombre misterioso que nos hará inmortales mientras no se acabe el mundo.
Recibe un abrazo de El Cascarrabias.
El Vasco se sumió en un mar de incertidumbres porque volvía pertinaz José Arias a dividirle la cabeza. Mientras Antonio Marculeta enjuiciaba al Cascarrabias peyorativamente, el “super ego” lo disculpaba de toda malicia y le dictaba aserciones como estas: «Siempre queremos que tenga razón el que está a nuestro lado y que sea el más digno e incluso el más guapo, pero a veces la razón está de parte del más feo, o del más malo, o del más antipático»; así retomó hiperactividad su cerebro, de tal manera que, a paso rápido, se dirigió a la residencia sacerdotal enfrente del seminario y preguntó por don Cirilo Vega Juárez. Le hicieron pasar por un pasillo largo hasta la habitación en la que residía. Se encontró el Vasco con un cura báculo, que no podía levantar la cabeza pues la barbilla se le incrustaba en el pecho, y para dirigir la mirada movía lentamente todo el cuerpo al tiempo que cerraba el breviario; con voz cavernosa y entrecortada decía:
—Siéntese, hijo, siéntese. ¿Que se le ofrece?
Habló José Arias haciendo suyo cierto arrepentimiento de su padre:
—Soy sobrino de don Esteban Arias Hernández, que ha muerto en Arequipa y me encargó que lo visitara. Me dijo que si moría —siguió el tercer personaje— le pidiera perdón en su nombre, ya que después de escribirle algunas impertinencias nunca recibió más contestación, y le aturdía haber quedado por encima sin razón alguna.
El viejo cura, muy triste, contestó compungido:
—Mejor hubiera sido que se hubiera quedado él con los pergaminos, pues han desaparecido del archivo diocesano hace unos meses. Es una historia muy larga y de nada vale ya reconstruirla. La misa de mañana la aplicaré por su alma. Ya sólo me levanto de esta silla para decir misa. —Tardó más de tres minutos para pronunciar estas palabras.
No aguantó el Vasco la situación más tensa de su vida por lo que había significado, en su mente, el Cascarrabias; no se parecía absolutamente en nada a como lo había imaginado. Algo le apretaba las sienes y le empezó a doler la cabeza.
El cayado cura celta de mejillas rojas le ofreció los nudillos de la mano derecha; y el Vasco, que conocía la antigua costumbre, para despedirse le besó la mano:
—Adiós, don Cirilo.
—Vaya usted con Dios, hijo. —Tardó medio minuto y terminó agotado.Mientras Clara y Leo escribían a Pablo, Emilio, que se había desentendido de la colaboración de Damián, aprovechó la Semana Santa para viajar a Astorga sin contar con Honorino, ya que había concertado con el mismísimo señor Obispo una audiencia el Viernes Santo por la mañana de diez a once: única hora libre de la apretada agenda episcopal en esos días litúrgicos. Se había presentado por teléfono como investigador y decía la verdad, pues había obtenido el carnet de investigador para consultar libros de la Biblioteca Nacional. Ese carnet le había proporcionado entrada a numerosos archivos y una vez más lo utilizaba para traspasar una barrera de otro modo infranqueable; si bien no le resultó difícil, sobre todo por haberle planteado que él, por un lado, podría investigar, como profesor que era, lo que la policía no había conseguido de los muchachos; y por otro, le expuso que contaba con la colaboración de un eminente jurista oriundo de León precisamente, aunque notario de la Coruña, con todos los detalles oportunos para que, si deseaba, pudiera comprobar la veracidad de las señas. Llegó a pensar Emilio que el riesgo era mínimo, ya que, si por casualidad el obispo ordenaba una comprobación al respecto, lo más que pudiera pasar es que el notario Honorino se molestara por no haber contado con él antes de citarlo; poco riesgo para las posibilidades de salir con éxito del empeño y que nadie comprobara nada. Así fue: al mostrarse interesado en descubrir y recuperar los pergaminos que faltaban del archivo diocesano, el obispo quiso conocerlo personalmente. Además, Emilio le había manifestado comprensión con respecto a que esos días serían los más inadecuados por ser los de mayor concentración litúrgica; y, por otra parte, él no tendría otros más que los de sus vacaciones de Semana Santa. Es por lo que el obispo lo esperaba después de haberse dejado aconsejar del archivero temiendo que, ante cualquier incidencia, se le esfumara esa ocasión única y gratuita, como llovida del cielo.
Emilio llegó a Astorga el Jueves Santo por la tarde cuando empezaba la Procesión del Silencio; no hubiera imaginado, de no haber estado presente, la solemnidad profunda que se adueñaba del aire, más bien frío, por cierto. Sólo se oían las pisadas de los procesionarios, de los “paparrones” y de los cirineos, interrumpidas bruscamente por las campanadas del reloj de los maragatos, tan cortantes, que le segaron el cráneo como si estuviera escuchando en aquel latir el tictac del universo. Entre los atuendos del firmamento buscó aquellos tañidos que se escapaban hacia el Teleno como si de una saeta malagueña se tratara, y compuso su noche astorgana con primorosos ingredientes para endulzar sus infantiles recuerdos: las estrellas anticiclónicas tan brillantes que se clavaban en los ojos, la torre del Ayuntamiento con sus dos muñecos, una saeta como las de Andalucía sin tanta gracia cantada pero con recogimiento, los pasos mucho más austeros, sobre todo la cruz con el paño blanco a modo de bufanda balanceándose y el plenilunio más grande que nunca, a falta de una pizca de achatamiento.
El día siguiente fue desolador para Emilio, pues el Obispo, al verlo, no le hizo mucho caso; y, como siempre había estudiado en los libros oficiales que el ceceo era habla plebeya, no entendió que un investigador, por más que se esforzaba, ceceara de vez en cuando, e incluso se pusiera nervioso en presencia del mitrado, ya que se le trabó la lengua, y en vez de darle el trato correcto, que hubiera sido de usted, o a lo sumo, de vuestra reverencia, o cualquier otro trato canónico, le llamó excelencia y corrigió inmediatamente para estrellarse con más fuerza pues le llamó majestad, por lo que el obispo sonrió un poquito y quiso tranquilizarlo con una piadosa chanza contestándole: «Sí, como los reyes magos». Con esto, Emilio se azaró, no encontrando camino para salir del embarazo y echó unos cuantos vulgarismos que tenía superados desde sus primeros años de seminario: «Delante vueztra me he...». Al secretario episcopal, que presenciaba la audiencia para tomar notas, le dio tanta risa que, pretendiendo contenerse, le salieron las velas por las narices. Al intentar sorberlas, produjo un graznido horrendo, con lo que la situación se hizo insostenible y tuvo que marcharse. El obispo sintió violencia, pero no podía contener la risa tonta y rítmica que, al fin, contagió a Emilio rubicundo. Éste, que no tuvo más remedio que incardinarse a la escena hilarante, terminaba con algunos disparates lingüísticos: «Azín, muncho mejón...»; y tuvo que callarse, porque inexplicablemente no daba ni pie con bola.
A pesar de todo, “velis nolis”, tuvieron que ir concluyendo con un «Dios nos perdone en este día de Viernes Santo» del Señor Obispo, «día de riguroso luto religioso», amainando incluso las lágrimas en que se habían convertido las carcajadas, y, al cabo, le dijo que sí, que siguiera investigando a los muchachos, porque sin los pergaminos nunca se podría demostrar que el retablo pagano del dios Baco pertenecía a la Diócesis de Astorga aunque apareciera algún día; que más tarde o más temprano aparecería, porque, sin duda, en alguna parte estaba escondido.
El pavoneo del gallito Emilio terminaba en un desplume gélido, por lo que el amor propio le salió de dentro, y allí mismo, en el hotel Gaudí donde se había hospedado, le escribió a Pablo una carta en cuyas primeras y últimas líneas trataba de plasmar su enojo con sintaxis violenta, para que Pablo percibiera severas advertencias cuando asociara cada punto y cada coma a latigazos del dedo índice en tono amenazante:
«Por el remite, te habrás percatado de que soy don Emilio, el catedrático de Latín del Instituto. Me encuentro en Astorga, colaborando en el hallazgo, no necesito explicarte, muy cerca, por cierto, de lo que tú, bien conoces.
Antes de fallecer, me entrevisté con Honorino, el padre del notario, y con él, quedé en investigar, datos importantes.
Se me ha elegido a mí porque necesitaban un especialista. La policía ya ha descartado a todos tus compañeros. Mejor es que no entorpezcas la investigación histórica, porque de lo contrario intervendrá el Gobierno de España a través del Ministerio de Asuntos Exteriores y la embajada de Estados Unidos. Te sugiero una salida digna con la que el Obispo de Astorga está de acuerdo. Me enviarás a mí los dos pergaminos que robaste; yo se los entregaré a la Diócesis de Astorga, y todo lo tuyo quedará en el olvido. El Obispo está de acuerdo en que se los envíe yo desde Madrid, anónimamente, sin remite. De esta manera vuelven a su sitio y aquí no ha pasado nada, como si todo hubiera sido una pesadilla, porque de lo contrario, la policía tiene orden, de localizar, al autor del hurto; y si es extranjero, prohibirle, para siempre, la entrada en España o solicitar a su país, que lo juzguen allí... y lo condenen».


70
Cuando Pablo recibió la carta con el matasellos de Astorga, y terminó de leerla, deseaba ardientemente que Leo hubiera estado a su lado para tomar decisiones en conjunto, pues el peso que lo aprisionaba no le dejaba pensar serenamente. Parecía totalmente verosímil que Emilio tomara cartas en el asunto haciendo realidad las amenazas, porque aunque era de Letras, siempre se había mostrado con una seriedad nada corriente.
Llegó incluso a tener miedo, aunque en algunos momentos lograba sobreponerse pensando que, en cualquier momento, podía deshacerse fácilmente de los pergaminos; aunque si era verdad que las relaciones internacionales podían mediar en el asunto, no le agradaba precisamente el hecho de que tuvieran registradas sus huellas, si es que era verdad lo que la policía había dicho a Leo. Se angustiaba pensando que no había escapatoria posible y lo mejor sería enviarle aquellos legajos a Emilio.También pensó enviarlos al obispo directamente.
Por un momento, le vino a la mente que ni a uno ni al otro los remitiría sin consentimiento de Leo, que al fin y al cabo, había tomado parte en la sustracción de los documentos; pero en vez de consultarle a ver si estaba de acuerdo, tomó la decisión de empaquetarlos y llevarlos al “Post Office” de Columbus para enviárselos, ya que determinó con claridad meridiana que allí, en América, para nada servían ni los dos pergaminos ni el cuaderno de Ceferino; y que en todo caso, sería en España donde se les podría conceder importancia. Por estas razones, metió en el paquete una carta redactada en los siguientes términos:
Queridos amigos Leo y Clara:
No se puede sobrellevar esto en solitario y además no merece la pena por muchas razones. Bien pensado: ¿Qué me reportan a mí estas antiguallas? Emilio es un profesor muy serio, pero da la impresión de que quiere aprovecharse de algo que se ha encontrado sin comerlo ni beberlo; por eso, yo creo que lo mejor es que los devuelvas tú al Obispo, y no me importa que le cuentes la verdad de lo ocurrido; y que le den “pol” culo a las tesis del Vasco. ¿Recuerdas?
La voracidad de los acontecimientos han hecho que nos hayamos metido en un buen lío. Ahí va también el cuaderno del cuñado de Honorino, por si Clara o tú queréis utilizarlo; pero, ¡ojo!, que este es mío, que nadie os lo usurpe a no ser que queráis regalarlo. En todo caso, lo más idóneo sería que volviera a su primitivo dueño, que, en definitiva, es Honorino el notario, porque su padre ya ha muerto. Eso lo dejo a vuestro albedrío. En definitiva: que tú decides, Leo, lo que has de hacer con todo esto.
Todavía guardo un secreto que ni a ti te lo había dicho porque me lo confió Honorino el viejo y me encomendó que mientras él viviera no se lo dijera a nadie. Como ya ha muerto, puedo revelarlo. Ahí te mando el croquis de la ubicación de El Baco. ¡Vaya sorpresa! ¿No? Como veis, todo el mundo guarda por lo menos un secreto, porque a veces te obligas a no decírselo ni a tu mejor amigo. Con el croquis y los pergaminos se puede obtener el retablo, lo que pasa es que todavía no he tenido tiempo de desentrañar el significado del texto, y la paleografía no es nada fácil. Lo tenía guardado por si algún día lo necesitaba, pero me he dado cuenta de que quizá nunca vuelva a España, porque incluso se han venido mis abuelos a vivir con nosotros.
De todo esto, sólo siento que a Honorino el viejo, que era una reliquia de las que no deberían perderse, lo tuve que engañar con el teléfono en conversación simulada con mi padre. Desde que me enteré de su muerte, me he preguntado varias veces qué importaría la pérdida de unos pellejos escritos si no podemos conservar la vida de Honorino. De no poder conservar lo importante, que son las personas, pienso que las cosas, por muy importantes que parezcan, nada valen, ya que la vida sigue igual sin ellas.
Después de escribir a Clara y a Leo, se dispuso a enviarle el pésame a Honorino y Adela de la siguiente forma:
Inolvidables Dña. Adela y D. Honorino:
Como a principio del curso les envié mi pequeño relato desde Málaga y poco después me vine a Pataskala, no he sabido sus opiniones sobre el mismo. En él quería expresar mis impresiones por tierras leonesas, y para redactarlo, tuve presente a su padre. Con sus palabras: «un viaje me queda que hacer: el definitivo», me abrió los ojos mucho más que todos los profesores de religión y de filosofía. No es hora de andar cantando sus excelencias porque puede sonar a cumplimiento vacío, pero lo sigo teniendo presente. Fue el anciano que más me ha impresionado en mi vida por su mirada limpia y su sonrisa eterna. Cuando me enteré de su fallecimiento se me contrajeron las mandíbulas, por eso no hace falta decirles lo mucho que lo siento.
Mis padres me siguen diciendo que cuando lo deseen vengan a visitarnos, sobre todo si no han estado antes en América. Un efusivo saludo; y un beso muy fuerte a Doña Adela.
A los pocos días, ambas cartas llegaron a sendos destinos; la de Leo y Clara con el tesoro dentro de un sobre muy grande y guateado; pero Leo no la abrió hasta que no estuviera Clara presente. La llamó al instante, y al desembalar el envoltorio, Clara quedó prendada de los dos pergaminos: en el de la miniatura encontraba presagios ocultos que se habían cumplido después de muchos siglos y sin embargo en las clases de Damián no se habían dado las explicaciones concluyente que empezaba a descubrir en las letras grandes de abajo. Habría que estudiarlo despacio para confirmarlas; y en el otro pergamino, que contiene extrañas caligrafías, adivinaba la mitad de la historia de España. Se mantuvieron, por momentos, fascinados y silenciosos ante grandiosidad semejante. El cuaderno del tío del notario lo dejaron relegado a un segundo plano. Se oían las respiraciones de Leo mordiéndose los labios, pero con tranquilidad insospechada para él, que siempre se había creído susceptible de arrebatos nerviosos; y sin embargo a Clara, que siempre se había mostrado más apacible, le temblaban las manos. No sabía cómo cogerlos para no ponerles las yemas de los dedos encima. Como no pestañeaba al contemplarlos, le picaban los ojos; y dos lágrimas a punto de estallar se los hacían brillantes.
—¿Qué te parecen? —se decidió Leo a rasgar ese íntimo momento.
—¡No me los imaginaba! —contestó Clara—. Esta miniatura es más bella que las de las Cantigas. Las letras las descifraremos con paciencia —se miraron los dos sin saber qué seguir haciendo.
—¿A quién se las daremos? —preguntó Clara.
—¡A nadie! —se alarmó Leo—. De nada serviría decir que yo no las cogí del archivo. Pablo ha obrado con la mejor voluntad del mundo, pero me ha puesto en el aprieto más grande enviándomelos. Como ahora son míos puedo hacer con estos pergaminos lo que quiera: esta tarde los quemaremos.
Clara se aturdió porque no encontraba argumento para contradecir a Leo: 
Yo creo que si los quemáramos cometeríamos una barbaridad histórica.
—Está irremediablemente decidido y tienes que diculparme por no escucharte; nada es más importante que tú y yo para nosotros. Si pudiéramos devolverlos sin que nadie se enterara y tuviéramos la seguridad absoluta de que nadie nos molestara nunca... Pero ya ves, nadie nos creería y pasaríamos como los más grandes mentirosos cínicos del siglo XX, sobre todo después de haber salido incólumes del interrogatorio de la policía.
Por otra parte, en el momento que Honorino recibió la carta de Pablo en La Coruña, se apresuró a contestarle a vuelta de correo, diciéndole que se había desgastado buscándolo, entre otras razones, para comunicarle la muerte de su padre, y que por mandato expreso suyo, antes de morirse, le había dicho que en un momento de inconsciencia le había regalado el cuaderno e inmediatamente se había arrepentido de ello, por lo que llamó a su hijo a La Coruña para decirle que por favor buscara a Pablo y le solicitara que lo devolviera, pues era el más precioso recuerdo de familia. Para que se decidiera, Adela terminó la carta rogándoselo encarecidamente.
Pablo, desde América del Norte, sólo podía comunicarle a Leo que cumpliera la última voluntad del viejo Honorino, pues no hubiera pensado que Adela le mintiese, por lo que devolvió misivas a Leo y a Honorino. A Honorino le dijo que, como el viejo se lo había regalado, inocentemente lo había enviado a su amigo Leo para que hiciera con él lo que quisiese.
En este ajetreo, el notario, velozmente voló a Málaga y se entrevistó con el de la peluca.
Entre tanto, dos cosas importantes habían sucedido: el Vasco iba a contraer nupcias con la del habla “fisna”, pero antes, había intentado sacar a su madre de la pocilga inmunda; y cuando le comunicaron que había muerto deshidratada hacía quince días, pues se negó a beber agua, sus tres heterónimos se reunieron en uno sólo para siempre, sin más sobresaltos ni dolores de cabeza, con lo que, poco a poco, se fueron enfriando y no llegaron a consumar lo que hubiera sido un matrimonio de conveniencias.
La otra cosa era la más solemne: había cogido Leo el coche de su padre, y con Clara se fue a dar un paseo por los alrededores para buscar un ara en el monte, donde ofrecerle a Baco, en pagano sacrificio, el fuego olímpico de tan descomunal carrera, que abrasara su imagen románica de la miniatura junto con el escrito del litigio. Clara iba llorando, aceptando lo irremediable, aunque algo consolada, pues Leo le había permitido disparar unas fotos a los documentos antes de inmolarlos en una pira tan grande que no quedó ni rastro.