domingo, 4 de septiembre de 2016

EL BACO ( Cap. 56, 57, 58, 59, 60 )


56
Damián, por aquellos días, andaba leyendo un libro de Azorín. A pesar de la trivial y rápida lectura, se atrancó en un escollo que le deshacía la concepción marxista de la historia con la que, desde hacía años, andaba entusiasmado; conque caviló sobre el concepto de historia descubierto en la perversa cita de Renan que dice: «...el gusto por la historia es el más aristocrático de los gustos». Se vio desamparado con este machetazo al que no encontraba respuesta, porque el argumento de autoridad al que se agarraba en sus aseveraciones, se las daba dobladas en este libro indiscutible: no encontraba a nadie que contradijera satisfactoriamente esa cita reprobable; y él, de aristocrático no quería ni el vocablo. Inmerso en estos devaneos se entretuvo más de lo debido sin llevarle a Emilio las fotocopias del trabajo de Clara, por no contribuir a que Emilio se aristocratizara, porque pudiera ser que se aficionara al cuaderno del cuñado de Honorino en vez de resolverle las dudas de gramática latina. No obstante, no tuvo escapatoria cuando, solos en el pasillo, después de que Emilio ridiculizara a su compañera Estrella, le dijo:
—Ahora tenemos tiempo. Vamos al seminario de Latín para resolver tus dudas. Damián le contestó un poco reticente:
—¿Ahora? La verdad es que no tengo muchas ganas.
Emilio le devolvió lisonjas:
—Un intelectual como tú, nunca debe cansarse, sobre todo si se trata de un asunto pedagógico.
Damián se encontró trizado dialécticamente y repuso:
—Vamos a mi seminario, que allí tengo los trabajos de los alumnos.
—Vete tú a por ellos; te espero en el de Latín; estaremos más cómodos, y tendré que consultar los diccionarios —parecía humillarse—, no creas que de Latín lo sé todo —balanceó los párpados.
No tardó Damián en traer el trabajo de Clara con todas las dudas subrayadas. Le bastó a Emilio una lectura por encima para sospechar un venero en el trabajo, aunque rápidamente se dio cuenta de que tendría que despejar varias incógnitas. Le resultó fácil convencer a Damián de que necesitaría tiempo para tal empresa, porque el hibridismo lingüístico se mostraba evidente, y le dijo:
—Necesitaré un par de días para que no quede nada en el tintero. Como tienes marcadas las palabras importantes, me resultará más sencillo.
Se inquietó Damián, porque Emilio no soltaba el trabajo y sin más, lo metió en la cartera diciendo:
—Vamos a tomar algo al bar de enfrente, porque veo que ahora no tienes muchas ganas —lo agarró por su palabra—; mañana te lo traigo todo escrito para que no tengas dificultades.


57
LOLI Y EL VASCO.
—¿Qué te pasa? —dijo Loli después de sentarse a comer en el restaurante al lado del Instituto.
—Que se va notando el cansancio del curso a estas alturas —respondió el Vasco mientras desdoblaba la servilleta.
—No me puedes ocultar que algo extraño te preocupa. Te lo vengo notando desde hace algunos días.
Loli se sentía insegura en la permanencia del amor, ya que le notaba cierto enfriamiento, y trataba de amarrarlo durante todas las horas del día, porque pensaba que Eva rondaba en la cabeza del Vasco a cada instante; pero el Vasco estaba ido, pensando que Leo le mentía, que Leo custodiaba los pergaminos buscados por la policía y no se le presentaría mejor ocasión para alcanzarlos; a pesar de lo cual, no se atrevió en ese momento a decirle nada a Loli acerca de sus pretensiones, por lo que salió por la tangente sacando del bolsillo el sobre con el poema de Eva dentro. Tomó Loli el poema, y cuando lo iba leyendo, luchaba su sentimiento de culpabilidad con la pasión creada en su relación con el Vasco, lo que le produjo una inestabilidad que vino a acrecentar su inmadurez afectiva; sentía que el Vasco podía marchársele en cualquier momento, pero quedó algo más tranquila al encontrar totalmente verosímil la preocupación del Vasco por la tragedia que se deducía del poema, ya que, en definitiva, a él le correspondía la mayor responsabilidad del daño infligido a la poco más que una niña enamoradiza de los profesores; y dijo:
—Esto se le olvidará pronto. Todas las chicas sufren un amor platónico, sobre todo si se encuentran con uno de sus profesores tan encantador como tú. Lo que normalmente tendría que suponer una característica encomiable, se ha vuelto en contra tuya y ha supuesto para ti un «handicap» que no te ha traído más que problemas con los alumnos y alumnas; claro que, bien mirado, a pesar de los reveses, es mejor así. Date cuenta de que estos problemas no los tienen los ñoños, o los que ya están metidos de lleno en sus sentaderas burguesas, pagando el piso, el coche y soportando el aburrimiento de la monotonía de las clases. Lo peor es que Eva está sufriendo mucho, aunque sea pasajera su desdicha, porque todas hemos tenido en esa edad un amor imposible que no nos corresponde. Son cosas que hay que pasar y no tienen remedio hasta que el tiempo las borre, y se vaya olvidando a medida que llegue a ser adulta, y encuentre al hombre de su vida.
Loli cogió la mano del Vasco, quien no pestañeaba pues un sinfín de pensamientos se embarullaban con los dolores de sus entresijos. No podía pensar a la vez en dos situaciones: Eva y el retablo de «El Baco», con sendas circunstancias envolventes. A menudo le asaltaba la idea de verse en un hospital psiquiátrico como su madre.
En esta situación inestable se desdobló totalmente y le dijo a Loli amparado por el calor de la palma grácil sobre su mano:
—Ya es hora de que te cuente todo lo que me ocurre.
Loli escuchaba de sobresalto en sobresalto cuanto el Vasco soltaba a borbotones y se sinceraba contándole su verdadera historia con cabal minuciosidad, la excursión a Astorga, su meta de encontrar el retablo de El Baco para poder llevar a su madre a los mejores psiquiatras americanos... Y se convenció de que no era Eva la que, en definitiva, preocupaba al Vasco; por lo que quedó mucho más tranquila. Pensó en casarse con él y pedirle ayuda a su padre, que era un industrial de conservas agrícolas en Murcia, imaginándose que, así, ya acabarían los tormentos del Vasco.
—A mis padres les has caído como agua bendita para su niña —sonrió pensativa—; para ellos siempre seré la niña pequeña; mi padre tiene tanto dinero que no escatimará nada por ayudarte, pero creo que eso ocurrirá cuando nos hayamos casado —se le adivinaba un cuidado exquisito en no dar un traspié durante el discurso; a pesar de lo cual, el Vasco apretó los cartílagos de las ventanas nasales con matiz interrogativo—, porque mi padre es muy tradicional; pudiste comprobarlo durante las Navidades. Yo ya le he dicho que eres algo más que un buen compañero de trabajo, y mi madre no pone ningún obstáculo. Mi madre es mucho menos misoneísta que mi padre —al Vasco le extrañó la palabreja y trató de corregir la pedantería en la que a menudo incurría Loli:
—¡Guarda ese adjetivo, mujer! No puedes tratar a nadie de ñoño mientras no quites el jodío hábito de intentar sorprenderme con grecismos y otros vocablos de poco uso.
Loli no tuvo recursos para paliar su aturdimiento y siguió desesperada intentando que el Vasco se olvidara de lo dicho:
—Yo no tengo la culpa de ser una repipi; además tú me has hecho cambiar mucho —se aceleraba—; vamos a lo importante y deja de corregirme; por dinero no tienes que preocuparte, porque ya te he dicho que mis padres nunca me han negado absolutamente nada.
El Vasco recompuso los ademanes:
—Pero habría que decirles previamente que necesitaremos dinero para llevar a tu suegra al mejor hospital psiquiátrico del mundo.
Loli se alborozó al comprobar que el Vasco parecía dispuesto a aceptar la solución que para ella resultaría muy fácil una vez casados. Pudiera interpretarse que Loli estaba ofreciendo un matrimonio de conveniencias para el Vasco por la torpeza de sus expresiones; pero no debía de ser esa su intención porque daba por sentado que el Vasco la quería y deseaba legalizar sus relaciones íntimas. El Vasco engullía bocado tras bocado con ansia desmesurada y no encontraba salida airosa con propuestas aceptables. Por el contrario, Loli no terminaba el consomé con yema y frivolizaba interesándose hasta la ofuscación:
—No merece la pena que te angusties con una empresa tan difícil. Tal y como están las cosas, con Pablo en América, y Leo que no suelta prenda, puedes encontrarte un camino que no va a ninguna parte, porque en definitiva, ellos son los ladrones y ya está todo en manos de la policía. Mejor que dejes que los pergaminos se pudran y nunca más se sepa nada.
El Vasco no podía encajar estas razones. Loli, con la eterna cuchara en la mano, seguía intentando abrirle los ojos y se imponía a sí misma tratarlo con la mayor delicadeza:
—Mira, mi amor: yo creo que por ti mismo, cuando se hayan calmado las últimas tormentas, te irás convenciendo de que cuanto más te empeñes, peor será el resultado, y a lo mejor no lo encuentras. Lo que nos preocupa es el tratamiento de tu madre; y luego, sin desasosiego, ya nos dedicaremos los dos a buscar tu herencia, sin prisas —esto último, lo decía con un deje que se adivinaba ficticio, como si no estuviera muy convencida—. Imagínate que no lo encuentras y te pasas la vida sin dar remedio a lo verdadero: nuestra vida, que es lo único que debe importarnos; aunque, por supuesto, yo no quiero forzar nada, porque la decisión ha de ser sólo tuya.
El Vasco, en el titubeo, encontró un resquicio:
—¿Y va a quedar así para la historia? Se perderá definitivamente.
Aprovechó Loli la debilidad pasajera:
—A la historia, que le den morcillas. Lo importante, te repito, es lo importante. ¡Cuántas cosas se habrán perdido, y aquí estamos!
El Vasco retrocedió diciendo:
—No es imposible encontrarlo; prueba de ello es que si hubiera medido un poco mejor mis pasos, a estas horas ya tendría demostrado que me pertenece. Unicamente me faltan unos datos que casi los he tenido en la mano. Totalmente cierto es que El Baco se encuentra en una bodega en Tierra de Campos, pero es inútil encontrarlo hasta que no acredite, con los pergaminos, que el retablo medieval me pertenece por herencia. El gasto que supondría la curación de mi madre, nadie podría soportarlo y aunque tu familia aceptara sufragarlo sería una ruina. No, no, de ninguna manera. Yo me encontraría atado, sin libertad de movimientos.
El Vasco rascaba la barbilla y miraba fijamente el salero de las vinagreras mientras seguía reflexionando en voz alta:
—Además, yo soy Arias. Teniendo las pruebas de los pergaminos, sería irrefutable cualquier pretensión en contra de mí. Cuando mi padre ejercía de cura en la diócesis de Astorga, los tuvo en sus manos, y él sabe ciertamente que allí dice que son míos, porque un antepasado nuestro llamado Arias Didaz era el dueño absoluto. Después, los avatares por los que mi padre se vio obligado a sobrellevar tragedia tras tragedia, hicieron que no pudiera quedarse con ellos, pues le coincidió con las marejadas de su marcha para la diócesis de Bilbao y después a Arequipa. Ya nunca volvió a España. ¡Pobre mi viejo! —el Vasco, consecutivamente, decaía en su ánimo sin que Loli pudiera levantarlo, a pesar de que seguía intentándolo:
—Aunque aparezcan los pergaminos, El Baco puede haber desaparecido en todos estos años.
Reaccionó el Vasco con ceño duro y mirada al suelo:
—En el año cincuenta lo vio mi padre con sus propios ojos en una bodega. Me decía que era como un Pantocrátor Románico con figuras a los lados. Cualquier museo me pagaría una fortuna.
—¿Es posible que no se acordara del lugar exacto de la bodega?
Sesgó el Vasco la boca con acre desdén:
—No es eso, porque al cabo de algún tiempo volvió a Matallana, que es donde lo había visto y ya había desaparecido. Alguien lo cambió de sitio; seguro que no ha sido quemado ni nada por el estilo. Tengo que encontrarlo, no puede haberlo tragado la tierra; ya encontraré el método, aunque sea pidiendo en el concurso de traslados un Instituto cercano; si no fuera posible en la misma ciudad de León, sería muy fácil en Sahagún de Campos o en Valencia de Don Juan... Una vez allí, ya me encargaría yo de ir entrando poco a poco hasta mimetizarme con las gentes de aquellos pueblos. La investigación se haría relativamente fácil.
Durante la conversación, Loli se fue ratificando en que el Vasco llevaba sellada en la mente una obsesión latente y constante desde niño, por lo que no dio más vueltas. Comprendió que no cedería en su empeño, para lo que necesitaría colaboración desinteresada en su empresa cargada de impedimentos. El más arduo sería cambiar de provincia, marchar a los duros inviernos del norte, quizás para meterse en un pueblo rudo y pobre, sin parangón con los pueblos de Andalucía, donde sus habitantes ni siquiera bailan, sólo luchan como los osos de sus montañas agarrados por el cuero de la cintura; y los rostros impertérritos de los espectadores, sin jalear a ningún contrincante, esperan el veredicto que la naturaleza haya deparado al más hercúleo de los mozos. El Vasco, en varias ocasiones, le había descrito sus primeras correrías por tierras leonesas antes de que lo pillaran con el Tumbo Viejo de San Pedro de Montes dentro de su equipaje, la primera vez que había visitado el archivo de Astorga. Ya le había contado a Loli que había pasado unas navidades y dos «semanasantas» por aquellas tierras, donde los hombres, en invierno, no hacen nada sino echar eternas partidas en las cantinas llenas de humo y olor a rancio; con calles sin asfalto, lapachares en los que se atollan las galochas y las pezuñas; con las cuadras del ganado al lado de las casas, aunque no les importa porque todos padecen una especie de cacosmia por la que les son consustanciales los olores fétidos. A Loli nada le importaba si seguía consiguiendo el amor más acendrado de su vida.


58
El fin de semana por detrás, la mañana del lunes era húmeda. Cuando Damián entraba al Instituto, Alfonso Sierra lo esperaba en la garita para darle un recado:
—De parte de don Emilio, que lo espera a usted en el seminario de Latín. Yo, ya he cumplido el «mandao». ¡Eh! Juan! ¡Tú eres testigo! —Juan asintió con la cabeza. Damián no entendía las formalidades que utilizó el conserje para una comunicación tan rutinaria:
—Y para decirme eso, ¿hace falta un testigo?
—Es que, no vea usted, lo serio que se puso don Emilio para decírmelo. Estuvo más de diez minutos recordándomelo. Yo ya he cumplido. ¿Eh, Juan? —Juan seguía asintiendo mecánicamente. Jaime y el Vasco pasaban por delante, con dirección a sendas clases, y al oír lo que el conserje comunicaba, murmuró Jaime:
—Los fascistas, para cualquier cosa se ponen farisaicamente dignos —entendió el Vasco que se había referido tanto a Emilio, el de Latín, como al conserje Alfonso Sierra Borrego. Damián no se atrevió a contrariar a Jaime porque se consideraba de su bando, pero lo encontró más altivo que de costumbre, actitud que empezaba a disgustarle, y tratando de olvidarlo se dirigió a Alfonso Sierra:
—No obstante, muchas gracias por el aviso. Durante esta hora, coincidimos don Emilio y yo, de guardia; y si tiene que decirme algo, es ahora cuando puede aprovechar, porque durante el resto de la jornada ya no tendremos tiempo.
Se despidió Damián con un «hasta luego».
Una vez dentro del seminario de Latín, yendo directamente al tema, dijo Emilio:
—No he terminado de estudiarlo, pero me parece que hay para rato. A pesar de la poca cantidad de texto, está demasiado concentrado y exige un trabajo de investigación muy serio. La conclusión de la alumna, desde luego, parece certera cuando dice que de los escritos se deduce que existió una civilización leonesa que se perdió para siempre; pero esto no es del todo cierto; en la sociedad quedan vestigios por los que se pueden seguir huellas, y, desde luego, yo veo huellas por todas partes. Tenemos muchos interrogantes que resolver antes de certificar algo seguro: lo primero, ¿quién escribió esto? —levantó la barbilla guiñando un ojo—. Parece ser que fue un autor anónimo de los años cuarenta; pero, ¿quién se lo ha dicho a esta alumna —miró la portada del trabajo y leyó el nombre y apellidos de Clara—, si de los escritos nada se deduce? —pasaba hojas. A cada movimiento, acompañaba una ligera convulsión de la cabeza. Damián lo miraba con ojos totales. Siguió su enumeración previa—: Por otra parte, ¿dónde están los escritos originales? Los originales parece que estaban en latín y en árabe; es evidente; y lo que aquí tenemos es una copia de cuarta mano. Lo cierto es que alguien, y no sabemos en qué siglo, inventó una leyenda, para mostrar, como verosímil, que el dios Baco reveló a un árabe leonés que tenía que restaurar el culto al dios del vino; y lo consiguió, porque aparecen hasta las dinastías de los sacerdotes de la bodega, que debía de ser como el santuario. Esa bodega, tiene que existir, o por lo menos... alguna ruina. —Cerraba el cartapacio, que soltó sobre la mesa mirando hacia la ventana—. Por otra parte, mis estudios de árabe no son muy profundos, pero he secado la sustancia gris investigando, y desde luego, todos los topónimos y antropónimos son ciertos, hasta los nombres de los caballos del rey cristiano de León. Yo creo, Damián, que estos escritos —los golpeaba con el nudillo del anular derecho—, detrás de un fondo legendario, esconden, verdaderamente, mucha historia que no se conoce. Te voy a ser sincero: yo podría haber traducido las frases latinas y dejarte contento, pero creo que debemos colaborar en escudriñar todo, porque merece la pena; para ello, hemos de preguntarle a Clara muchas cosas y hemos de pedirle colaboración; de lo contrario, cometeríamos una especie de fraude, porque en definitiva ella ha sido la que lo ha descubierto.
—De ninguna manera —contrarió Damián—. A mí me parece que no debemos de mezclar para nada a ningún alumno en una investigación tan importante; nos la podría estropear con la mayor inocencia.
Emilio no quería dejar el protagonismo y siguió intentando convencer a Damián de lo correcto. Como no lo conseguía, pues Damián se encerraba en testarudez desmedida, optó por proponerle que se las arreglara él solo, pero antes le dijo:
—¡No seas terco, que un terco es un débil que se mantiene tieso! Te lo digo cariñosamente, sin acritud, como se está poniendo de moda en todos los medios. Yo he trabajado un poco sobre moros y cristianos en las Alpujarras, en mi pueblo y en otros cercanos al mío. Apenas he podido obtener documentación suficiente, pero algo he hecho; y ahí están mis publicaciones sobre la cultura de los mazapanes, del aceite, de los regadíos, y tantas cosas que hemos heredado de la civilización árabe en Andalucía. Decía un profesor mío, que de la civilización árabe procedían las blasfemias. Seguramente, esta opinión se viene trasmitiendo de boca en boca desde los Reyes Católicos; y como nadie la desmiente, cargan con el mochuelo los pobres moros. A mí, me había extrañado, porque el pueblo árabe es muy religioso, quizás excesivamente, por lo que parece imposible imaginar a un moro blasfemando. En mis correrías por la geografía española, me he fijado en las interjecciones dirigidas a las distintas divinidades, y tanto las que hacen referencia a Jesucristo como a los vasos sagrados, siempre se profieren con una copa en la mano, e incluso yo me acuerdo que, cuando era niño, en los bares, ponían letreros recordando la prohibición al respecto, con leyendas como estas: «Se prohíbe blasfemar», junto a otras como «dinero al bote, gracias», «hoy no se fía, mañana sí». Sin embargo las que hacen referencia al nombre del Dios árabe se dicen en cualquier parte, no solamente en los bares. Fíjate: que la civilización del vino proceda de la Mesopotamia leonesa... eso sí que es inaudito; porque en realidad existe, pero nadie lo sabe; y allí especialmente, y en regiones limítrofes es donde más he oído expresiones como: ¡Cagüen Lá! ¡Dios-Lá! ¡Rediós-Lá!
Desde luego, en la escritura... vamos a releerla —Damián recuperó el trabajo de Clara y se apresuró a buscarla. Así que la hubo encontrado dijo muy expresivo:
—¡Claro; está clarísimo; no hay duda! Mira lo que pone —releía Damián en voz alta: «(La siguiente escritura, aparte de ritos y sacrificios, contiene una sarta de blasfemias contra Jesús de Nazareth, contra la Santísima Virgen, Contra la Sagrada Forma, contra las Jerarquías Eclesiásticas, contra los Vasos Sagrados, y también contra el Dios islámico Aláh, contra su profeta Mahoma, contra el Arcángel Gabriel y otras atrocidades)».
Siguió Damián leyendo más adelante: «Después de pronunciar las palabras, rociará con vino primerizo a lo hermanos(أخوأن); y todos los asistentes maldecirán a sus enemigos los tagarinos y a los cristianos, y a sus dioses y a sus costumbres».
Una vez leídas estas líneas concluía Damián:
—Es una lástima que ese traductor anónimo del año 40, por sus convicciones religiosas, no copiara aquí el pergamino de las blasfemias concretas.
Emilio, pensativo, le contestaba:
—Yo he ido relacionando exclamaciones que he recogido magnetofónicamente. No obstante, piensa tú, Damián, en una cosa: aquí siempre ha habido dos Españas. La historia de España es la historia de las blasfemias. No es que el español sea blasfemo por naturaleza, sino que se ha blasfemado para herir al contrario donde más le doliera. «Me cagüen la puta del obispo» sólo lo dicen los hombres con una copa en la mano, porque lo acuñaron los báquicos en contra de los cristianos, lo mismo que «Cagüen la Virgen» o «Me cagüen Cristo» o la blasfemia más original de todas: «Me cagüen el camino de Santiago». También he oído decir: «Me cagüen la puta del obispo de Izagre»; y eso que en Izagre nunca ha habido ningún obispo. Los báquicos clandestinos propagaron las mayores atrocidades verbales que todavía se conservan. Siempre se ha blasfemado por machacar al prójimo, lo que demuestra que los españoles no somos tolerantes. Nunca se ha blasfemado contra el Dios propio sino contra el Dios del prójimo. Pero los cristianos no se quedaron cortos. Así, cuando un islámico decía: «La ilahu, ila Lá» que quiere decir: «No hay más Dios que Alá», los cristianos empezaron a decir: «¡Cagüen Lá!». Cuando ha entrado un tercero, nadie ha aceptado las tres Españas porque la referencia del insulto se ha desdibujado y ha llegado el desbarajuste. Desde que no hay adversarios religiosos se han inventado cualesquier aspectos que diferenciaran a unos y a otros, aunque sólo fueran simbólicos: podían haberse escogido las rosas y las azucenas, o los blancos y los negros; y por el mismo motivo podrían haberse elegido, como símbolos diferenciadores, las mesas y las sillas, o el regadío y el secano. ¡Pues, no señor! se ha escogido lo que no tiene ni rastro de rasgo específico como el rojo y el azul, o la derecha y la izquierda.
Interrumpió Damián alterado:
—Pero, esta expresión procede de la República Francesa…
Emilio seguía queriendo caricaturizar lo más posible:
—Bueno, bueno... —y tomó definitivamente la palabra—: la cosa es exaltarse para zaherir al otro. Tan ridículo resulta decir «yo soy mesa o yo soy de azucenas», como decir que «yo soy rojo, o yo soy de derechas o soy de izquierdas». ¿Te imaginas, Damián, la risotada que nos pegaríamos si oyéramos decir a alguien, increpando al contrincante: «tú eres mesa pura y dura», y se ofendiera carcomiéndose, y respondiera: «No señor, yo siempre he sido silla y siempre seré silla hasta que me muera; aunque mi padre fuera mesa y mi abuelo fuera mesa yo he evolucionado a silla, y por favor, no pronuncie usted delante de mí la palabra mesa»? De la misma manera, llamarle a alguien cavernícola, es como llamarle trigémino o cualquier otro absurdo; y sin embargo, hay quien se ofende por ello. Tan idiota es el que lo llama como el que se siente ofendido. ¡La cosa es exaltarse aplastando al otro! Desde luego, esto lo han inventado unos listos para sacarle el dinero a los ignorantes y tenerlos entretenidos mientras que esos listos se comen la tortilla, muy española por cierto.
Se dieron tiempo para seguir pensando, y en dos minutos siguió Emilio: —Ahora voy entendiendo por qué, hasta hace muy poco tiempo, en muchos pueblos, a los niños se les ha seguido dando alcohol con el pretexto de hacerlos más adultos. Me ha llamado, muy especialmente, la atención, cómo un pueblo puede llegar a mitificar lo más inesperado, hasta las enfermedades o sus síntomas. Mira, yo tengo un buen amigo, jefe de servicio de medicina interna; estudiaba quinto curso en la Facultad de Medicina de Granada cuando yo empecé la carrera; tuvimos que convivir juntos durante dos años estudiando en la misma habitación. Me he tomado la molestia de preguntarle y leerle los escritos. Naturalmente me ha confirmado que ese color áureo con el que morían, corresponde a la bilirrubina en sangre, a lo que se le llama ictericia. También me ha proporcionado bibliografía suficiente sobre patología humana para comprobar muchos aspectos interesantes por lo inauditos, que aparecen en los escritos. Por eso no podemos abordarlo en un momento; la investigación será laboriosísima, porque el que escribiera esto, estaba traduciendo pergaminos; lo ideal sería que diéramos con ellos, con los originales.
Damián se iba convenciendo de las opiniones de su compañero a lo que nada replicaba. Sólo comentó:
—A mí se me escapan muchas cosas. Hay algo que no entiendo, por ejemplo: ¿quiénes eran los tagarinos?
A Emilio le pareció una minucia:
—Hombre, eso está muy claro: los cristianos llamaban tagarinos a los islámicos. Es decir: coexistían tres grupos en aquellas tierras: los cristianos, los islámicos y los báquicos. Los cristianos eran los dominadores, pues el rey de León era cristiano. Los islámicos eran descendientes de los colonizadores árabes que llegaron hasta Asturias. Y los báquicos eran grupos de cristianos e islámicos que se convertían a esa especie de religión mítica restaurada, que propagó la cultura del vino y las bodegas a toda la península, e incluso, allende sus fronteras. Sin entrar en más profundidades, concluyo que debió de subsistir durante varios siglos; tenemos que estudiar muy bien las fechas.
Lo que más me sorprendió al principio, con la primera lectura, fue algo que encontré como llovido del cielo, porque pertenece a las disciplinas lingüísticas, que es a lo que yo más tiempo he dedicado. Creo que los Reales Académicos se confunden en las etimologías y en estos escritos están las claves para muchas cosas, por eso es imprescindible preguntarle a Clara algunos extremos. Mira, por el momento, y sin más profundizaciones, el escrito más importante es, sin duda, el que hace referencia a Sájar y Aligmá. Fíjate qué belleza: Sájar significa roca y Aligmá significa desmayo; y así, todos los antropónimos. Creo que es el escrito más enigmático.
A Damián le picó la curiosidad:
—Vamos a analizarlo.
—Yo ya lo tengo analizado; y creo que no se pueden sacar más conclusiones. Es muy complicado; más de lo que a primera vista puede parecer. Me falta un dato que sólo Clara puede proporcionarme.
—¿Por qué Clara? —abrió Damián los ojos.
—Mira, hombre, mira, que parece que Clara te produce espanto —ojeaba el trabajo buscando la copia de los documentos en su segunda parte—, aquí está, verás: aparece un matrimonio, Honorino y Domitila. Naturalmente estos nombres son relativamente modernos; se deduce por el contexto. Este matrimonio compró una hacienda a un tal Ceferino. Da la impresión de que ese autor anónimo de los años cuarenta, al que alude Clara en las conclusiones del trabajo, debía de ser un abogado de Honorino y Domitila, quien trata de demostrar que trescientas hectáreas le pertenecen a sus clientes, y trata de demostrarlo con un pergamino del año 1254, de tiempos de Fernando III el Santo. Lo contundente sería encontrar el pergamino original y nos evitaríamos todas estas complicaciones. Date cuenta de que en este escrito, que debe de tener Clara, están mezcladas tres cosas:
1º) Un pergamino escrito en latín del año 972 (final del siglo décimo).
2º) Otro pergamino escrito por un tal Aadil-Bin-Migaeliz, tres siglos más tarde, exactamente en el año l254. Este nombre es el que pasa más desapercibido. Aunque ese abogado de Honorino diga que traduce del original latino al castellano antiguo (muy raro), no es castellano antiguo sino leonés antiguo, en el que mezcla expresiones del primitivo latín. Por ejemplo: «Avolorum ya de parentum...» que como bien sabes tú, significa, «de sus abuelos y de sus parientes»; «ya» en leonés, es lo mismo que «et» latino. Por otra parte la preposición «de» es romance, y sin embargo, la escriben con un genitivo latino. Mira, mira: léelo otra vez detenidamente.
Damián engullía con los ojos línea tras línea comprendiendo todo lo que le explicaba Emilio y terminó diciendo:
—A pesar de todo, no entiendo por qué, en el último escrito, da a entender que, al final del siglo XI o principios del XII, se acabó totalmente la civilización del vino del dios Baco cuando Salb-Ben-Zait-Zamaliel se convirtió y se cambió el nombre por Arias Didata; y sin embargo, este que me estabas explicando data del siglo XIII. Es evidente que, el que lo escribe, Aadil-Bin-Migaeliz, pertenecía a Baco porque dice que Sájar y Aligmá vivían en la era 338 de Mahoma y se convirtieron a la verdad dionisiaca, que se sobreentiende era su propia verdad; es decir: la verdad del dios Dioniso-Baco en la que creía Aadil-Ben-Migaeliz. Tiene que ser «Ben» y no «Bin», porque significa «hijo». Si lo escribió en el siglo XIII, después de que se hubiera abolido la religión báquica, no tiene sentido que Sájar y Aligmá se convirtieran a ella.
Corrigió muy rápidamente Emilio:
—Vamos a ver, hombre, todavía no te has enterado bien. Es que cuando te estaba explicando me cortaste. Te estaba diciendo que se mezclan tres cosas: El siglo X, el siglo XIII y el siglo XX. En el siglo X, se escribe el verdadero pergamino original en latín, en el que se notifica que Sájar y Aligmá dan todo a la bodega del dios Baco y se convierten del Islam a la religión del vino. ¿Hasta aquí está claro?
—Sí, sí, continúa.
—Por otros escritos del trabajo de Clara, concluimos que la religión del dios Baco la terminó Salb-Ben-Zait-Zamaliel que era hijo del que está enterrado en la bodega: Zait-Zamaliel a secas; lo que pasa es que de esto no tenemos fechas exactas aunque podemos concluir que si Zait-Zamaliel murió en en año 1060, es decir, casi a final del siglo XI como mucho, su hijo acabó con Baco y se convirtió al cristianismo al final del siglo XI, o más bien, a principios del XII. ¿Hasta aquí lo tienes claro?
—Sí, sí, Si me pierdo ya te lo diré. Continúa.
—Aunque, por así decirlo, el sumo sacerdote del dios Baco se convirtiera al Cristianismo, la religión del vino siguió, ya que una religión cualquiera, que se haya extendido, cuando está incrustada en la mente de los hombres es casi imposible abolirla; y, aunque sea clandestina, perdura durante muchos siglos; o para siempre, no se sabe... Yo creo que ese Aadil-Bin-Migaeliz fue un confeso de Baco, de los que había perdurado, que poseía la documentación de la bodega y tradujo al leonés ese pergamino original referido a Sájar y Aligmá para seguir propagando sus convicciones.
Inquisitivo Damián, preguntaba al mismo tiempo que iba concluyendo:
—Pero, si Aadil-Bin-Migaeliz..., dices tú..., que tenía la documentación de la bodega, ¿cómo es posible que Salb-Ben-Zait-Zamaliel se convirtiera, y después, se perdiera casi toda la religión? Bueno, toda, porque no ha llegado a nuestros días... Emilio desesperaba en su docencia:
—«¡Me cagüen diez!». No sé qué mente de historiador tienes. ¡Atiende!: Salb-Ben-Zait-Zamaliel era el descendiente de todos los que aparecen en las escrituras, que no es el mismo que aparece como el primero de la dinastía de la bodega, el visionario: Zait-Yamal-Zamaliel. ¡Es que como los nombres son tan parecidos!... Por otra parte, el del sepulcro, era Zait-Zamaliel a secas. El último, por tanto, fue Salb-Ben-Zait-Zamaliel, y naturalmente, era el propietario de todo, que cuando se convierte al cristianismo, se cambia el nombre y se llama Arias-Didata. ¿Tú concibes que, porque él se convirtiera al Cristianismo y abandonara a Baco, ya lo iban a seguir absolutamente todos los confesos de la religión del vino? Lo que debió de ocurrir a todos los confesos fue que, ante la ruina espiritual, tratarían de preservar de cualquier calamidad los escritos, hasta que en el siglo XIII, ese Aadil, que significa «el justo», descendiente de báquicos, escribió ese pergamino.
—¡Vaya oscuridad! —intentaba Damián esgrimir algún argumento, que no encontraba, para zancadillear a Emilio.
Emilio concluyó resolviendo:
—¡Pero, hombre...! Si tuviéramos todo claro, ¿para qué querríamos a los investigadores de historia?
—Desde luego, es coherente —interrumpió Damián y abultó los labios.
—Y hace pocos años, más o menos en el l940, ese abogado de Honorino y Domitila echa mano de este escrito para demostrar que les pertenece una fortuna agrícola mucho más grande de lo que habían comprado al tal Ceferino. Lo que ocurre es que no tenemos datos del resto de la historia desde el siglo XIII hasta Ceferino.
—Está clarísimo —se satisfizo Damián tirándose hacia atrás en la silla. Continuó Emilio:
—Por eso te decía que tenemos que enterarnos de algunos datos y nos es imprescindible la ayuda de Clara.
Damián seguía erre que erre:
—Pero nosotros podemos reconstruir toda la genealogía de la bodega sin ayuda de nadie.
—Claro que sí. Pero eso no es difícil ya que está bien explicada en los escritos de ese abogado. Sólo hacen falta papel y lápiz; y leer dos o tres veces los escritos, porque, desde luego, sí es cierto que están un poco enrevesados.
—Vamos a leerlos otra vez —interrumpió Damián.
—Venga, apunta —dijo Emilio.
Damián leía después de haber asimilado las enseñanzas, y en pocos minutos reconstruyó un esquema:
Zait-Yamal-Zamaliel (El visionario: Señor-Bello-Zamaliel).
Hermógenes (Nacido de Mercurio. No encuentro ninguna relación; simplemente es un nombre griego).
Heliodoro (Regalo del Sol)
Dorodionoteo (Regalo del dios Dionisio)
Zait-Zamaliel (El Señor Zamaliel. El del sepulcro de la bodega)
Salb-Ben-Zait-Zamaliel (El Duro-Hijo del-Señor-Zamaliel, que se convierte al Cristianismo y pasó a llamarse Arias-Didata)
Cuando terminaba de escribir esto, Damián se dejó escapar:
—Lo que está clarísimo es que el abogado de Honorino y Domitila, lo que andaba buscando, no era la pintura, que es lo que a mí más me interesa.
Emilio soltó una mentirijilla:
—A mí, lo que más me interesa es el aspecto lingüístico: observa qué interesante es esto —y leía mentalmente arrastrando el dedo por el escrito—, bueno, total, que, cuando Sájar y Aligmá abandonaron el Islam y se convirtieron a Baco, comían carne de muharram, o sea, de cerdo, igual que los cristianos. Los islámicos los insultaban llamándoles «krd» con tres consonantes. ¡Es curiosísimo!, porque en árabe, esas tres consonantes seguidas, lo mismo significaban «mono» que «cerdo», y por lo que se deduce, también significaban «cordero». Por lo tanto esa raíz «krd» era un denominador común para designar a todos los animales. Y es más: ¿Tú no has oído decir que, cuando uno está borracho, deja de ser hombre y pasa a ser mono en la primera fase de la borrachera, para luego dejar de ser mono y entrar en la fase de cerdo? ¿A ti no te dice nada que a la borrachera se le llame «kurda», o lo que es lo mismo: «krd-a», donde son fundamentales esas tres consonantes? Por otra parte, ¿no ves relación entre borrachera y «borraecus», que es lo mismo que borrego; y con «borraquia», que es lo mismo que borrega? En realidad, se llamaba «borrachia» a la borreguilla recién nacida que todavía se tambaleaba al andar como un beodo. ¿Y cuerda, que es lo mismo que «korda» o «krd-a», que es con lo que se ata a los «kordarios» que pasaría a decirse «kordairos» o corderos en el prado cuando pastan? Esto es una metonimia semejante a la que se dice cuando alguien cuenta que se ha comido un plato, que no es que se coma el plato sino que se come lo que está muy cerca del plato. Es que la metonimia y la metáfora han sido imprescindibles para la formación de la lengua, lo que pasa es que con el tiempo nos olvidamos de ellas; y las palabras, con el uso, llegan a resultar tan vulgares porque parece que han existido desde siempre. Desde luego, estas palabras no tienen nada que ver con las palabras latinas «agnus», «porcus» o «asinus». Fíjate también en que lo que comía el burro era el «krd», o lo que es lo mismo, el «kard», que no es ni más ni menos que el cardo, el cardo borriquero. Con lo que te decía antes —sonreía Emilio reiterativo—, ¿no intuyes alguna relación con que a la borrachera se le llame «mona», al mismo tiempo que esta palabra la usa mucha gente, sobre todo las mujeres, en el sentido de «belleza»? ¿No se tendría, en esa civilización perdida, el concepto de que la máxima belleza de la mente humana se obtendría en el éxtasis dionisiaco? Lo que siempre ha ocurrido es que un bebedor tiene el mono en la interfase de sus alucinaciones etílicas, y ese concepto ahora se usa referido a otro tipo de drogadictos más severos. Como ves, tenemos para perdernos, porque la historia del hombre no es nada si no entendemos la historia de su lengua, ya que, si no sabemos cómo se hablaba, queda reducida a cuatro huesos y cuatro utensilios; por eso, la historia es más fiable, aunque todavía no del todo, desde que existen cintas magnetofónicas además de los escritos y de los esqueletos, porque podemos registrar los sonidos de las palabras. Yo empecé a investigar los distintos gritos con los que se llama a los animales y me encontré con cosas curiosísimas con las que se pueden emparentar las distintas familias lingüísticas. Este fenómeno lingüístico es el vestigio más primitivo de nuestra lengua y el más auténtico. Esos gritos son los más resistentes al cambio, mucho más que los topónimos, de los que siempre se ha creído que eran las palabras más reacias a la evolución de sus sonidos. Berrar, Berrear y Becerro, están relacionadas con el grito «brrr» que usan los pastores para llamar a los animales de rebaños; por eso lo más oriundo nuestro son las raíces lingüísticas: «brr» y «krd». Atiende:
Emilio emitió esos dos gritos alternativamente imitando a tantos y tantos pastores a los que había grabado en su magnetofón de pilas por toda España.
Damián se quedaba atónito por momentos, pues nunca hubiera supuesto que Emilio emitiera aquellos sonidos onomatopéyicos poniendo la nariz chata, los ojos chinescos y la mano prolongando el hocico abocinado. Emilio sonreía satisfecho y siguió explicando:
—Verás, hay más, y no he empezado. Parece que a ti también te deja de interesar el lado histórico-artístico y te empieza a interesar el lingüístico-filológico-fonético: También hay que ver la relación que tienen las palabras «burro», «borro», «borra» y «borrico»; porque «borro-aecus» es lo mismo que «borrego» y «borro-achia» es lo mismo que borrega o borracha. Es decir: que un borracho es un borrego o un cerdo o un mono; en definitiva un animal, no una persona. A pesar de lo que te digo, yo no sé si sabes que el apellido Borrego, quiere decir eso: borracho. Es decir: que a alguien se le empezó a llamar por su condición constante en estado de embriaguez, y lo que empezó siendo un mote llegó a olvidarse para convertirse en nombre propio —sonreía Damián evocando al conserje, a pesar de que nadie lo ha visto ebrio jamás—. Por eso «borrachera» y «kurda» quieren decir lo mismo. Pero fíjate lo que son las cosas. El que gana las guerras es el que impone todo en la historia, hasta los insultos a las personas: los islámicos empezaron a llamar «krd» o «cerdos» que es sinónimo de «muharram» o «marranos» a los que estaban siempre «kurdas» en las bodegas, glorificando al dios Baco; y luego se volvió contra ellos el insulto cuando fueron perdiendo las guerras. Como los cristianos fueron los ganadores absolutos, llamaron a todos, marranos o kerdos, que es lo mismo que cerdos, kurdas y kurdos, burros, borros, borricos que es lo mismo que borregos, borrachos; y algunas de estas palabras todavía perduran como insultos. ¿Tú no has oído decir: «Lo que tiran los cristianos, lo apañan los marranos»? Vamos a tener que investigar la historia de los motes en los pueblos —recordaba su infancia—, que yo creo muy unida a la historia de las personas, porque ya vienen desde el tiempo de los romanos y aún de antes. Desde luego, los motes latinos son los más jocosos, mucho más que los árabes o los visigodos, en los que no destaca lo festivo sino lo estético.
Damián se apaciguó al creer que a Emilio sólo le interesaban las palabras y sus florituras filológicas, semánticas o fonéticas, haciéndose un mundo en su intencionalidad de buscar El Baco y los pergaminos originales que había traducido el presunto abogado de Honorino el Viejo; asimismo dejó bien sentado que no trataría el asunto con Clara ni con Leo, pues deseaba para sí, con fruición desmedida, la originalidad del hallazgo.
Emilio, del mismo modo, se instaló en el convencimiento de haber engañado a Damián acerca de sus pretensiones: la historia y el arte, para él, quedaban relegados a un segundo plano, y así, lo único que podría investigarse sería un aspecto de la historia de la lengua a través del trabajo de Clara, y por lo tanto, le dejaría el camino abierto sin interumpirle la búsqueda de El Baco. También pensaba que, con estas cosas, últimamente se estaba ablandando y no debería olvidar los desprecios que Damián y sus compañeros de bando le habían proporcionado sin venir a cuento. Se había deslizado —y este era el hilo que había dejado un poco suelto— al proponerle a Damián que podrían llevar a cabo la investigación trabajando juntos; por lo que cambió el rumbo de su propósito, concluyendo que una buena fecha para comenzarla en solitario serían las vacaciones de la Semana Blanca que se avecinaba.





59
Se apresuró Emilio a llevar su «Peugeot 505» al garaje y tenerlo revisado para meterle varios miles de kilómetros de una tacada, siguiendo las rutas marcadas por los topónimos e hidrónimos reflejados en los escritos, para dar alcance a su vellocino de oro; por el contrario, Damián prefirió postergar el viaje a tierras leonesas hasta el próximo verano, no fuera a ser que el duro clima se convirtiera en enemigo, como le sucedió a las tropas napoleónicas en su más ignominiosa derrota: recordaba sus clases de Historia impartidas a los alumnos de primero…
Doce horas justas ocuparon el viaje de Emilio desde los ríos Guadalhorce y Guadalmedina hasta el Bernesga, incluida la comida y dos paradas en gasolineras. Como ya era de noche y se encontraba cansado, no dudó en alojarse en un hostal lujosísimo, donde, en otros tiempos, siendo presidio con mazmorras, don Francisco de Quevedo escribiera «Los Sueños». Nunca se había visto en otra igual con tanta reverencia de los botones. Delante de la excelsa fachada, jardines versallescos y una pulcritud fulgurante en aceras y calzadas llamaron la atención del granadino de la peluca. Se decía a sí mismo: mira tú por dónde, un alpujarreño nacido en tierra de moros y cristianos se encuentra investigando en León a los moros, cristianos y báquicos. ¡Cuántos hay que piensan que sólo existieron moros en Andalucía! Este y otros pensamientos le asaltaban entre el lujo de los doseles medievales, durante el insomnio, que llegó a prolongarse por más de dos horas y media. Leyó varias veces los escritos hasta aprenderlos de memoria pensando que podría figurar en los anales de la historia como autor de un gran descubrimiento para la cultura española. Tantos sacrificios y sinsabores, tantas privaciones así como las tardes eternas debajo de un flexo entre libros y papeles, o las horas muertas de consulta en archivos y bibliotecas estaban dando el resultado más sorprendente. Cómo no lo iban a dar si habían confluido talento y constancia en una misma persona…
Al día siguiente, para que no le disminuyeran demasiado los caudales, se despidió del Hostal de San Marcos con algo de melancolía, pues se había regustado en las alfombras gruesas; y se lanzó a la búsqueda de pinturas de Romano González o de su criado Caspe; o Castrellus, como había leído en una esquina de la última fotocopia del cuaderno. Se detuvo en esto porque se leía, textualmente, algo a lo que nadie le había dado importancia:
(«Tengo que corregir el nombre del siervo del pintor Romano González, porque algunas letras están borradas; pero con la lupa se ven bien los restos de tinta. La primera letra no es una «C», sino una «G». La «a» se lee perfectamente, pero la «s» no es tal, sino que es una «r». La «p» no es «p» sino una «s» larga. La «e» se lee perfectamente y la «a» final, es la que más trabajo me ha costado descubrir. Por lo tanto no pone «Caspe» sino «Garsea»; y al lado, en letras diminutas, pone «Castrellus». O sea que el nombre del pintor verdadero era: «Garsea Castrellus», nombre mucho más excelso que el del maestro; de tal manera que el que pintaba era el tal Castrellus; y Romano González era el que cobraba los dineros.»)
Le llamó la atención el nombre de un pueblo: Benavides; y de otro: Mansilla de Moros, lo mismo que el río Moro. Llegó al río Esla y en vano preguntó a casi todos los vecinos de Mansilla de las Mulas por El Baco. La respuesta más grotesca fue la de la señora Engracia, que al oír aspiraciones fonéticas en las eses de las palabras, supuso que también confundiría Baco con bajo; y farfulló con gritillos interrogativos: «¡Ay hijo! ¿El dios Baco? ¿No querrá usted preguntar por el Cristín pequeñín que tenemos en la ermita?» Por más vueltas que dio, nadie le proporcionaba respuesta satisfactoria. Recorrió el río y se mojó los zapatos pues venía una buena crecida; que por esta época, con más de un mes adelantado, el deshielo de las montañas se notaba mucho en las riberas. Recorrió la comarca y encontró bodegas que le recordaban grandes toperas excavadas en las colinas de los alrededores de los pueblos; pero todas estaban cerradas, y no encontró a nadie ni entrando ni saliendo de ellas.
Se anonadó mirando el horizonte infinito donde podría hacerse un estudio de manual sobre la perspectiva, apoyada en los postes de telégrafos; estos eran los únicos troncos que se veían alejarse y hacerse muy diminutos con una claridad meridiana a pesar de lo nublado del cielo, con colores grisáceos mezclados con azules ultramares y azules cobaltos, que contrastaban con los ocres de los surcos o de los barbechos y con los bermellones pálidos de los tejados de los pueblos de la moderna mesopotamia. Recorrió carreteras rectísimas y a cada pastor que encontraba cerca de las cunetas, cuidando ovejas, con una manta parda y un gran paraguas negro, le preguntaba... Ahora los pastores no superan los cuarenta años y tampoco tuvo éxito: nadie había oído jamás ni la más mínima noticia del retablo por el que se interesaba. Cinco días más duró su periplo por plazas y cantinas; el Peugeot 505 lo tenía lleno de barro por todas partes.Ya se daba por vencido cuando en la última posada preparaba los enseres personales antes de volver a Málaga; y el sábado por la mañana, cuando salía camino de la carretera general, aprovechó la ocasión, ya que pasaba al lado de una barbería abierta. Emilio usaba el peluquín, hecho de encargo, para tapar media cabeza, pero cada semana se cortaba el pelo propio con la intención de que no se notara la diferencia de longitud con los cabellos artificiales. Como la operación era un tanto aparatosa, siempre que podía, aprovechaba una barbería anónima y lejana, donde no lo conociera nadie. Durante su estancia en Málaga, se desplazaba a barberías de la costa del Sol para descubrir su media cabeza calva con arrugas profundas y plomizos pliegues con bridas laterales hasta la oreja derecha. Sólo tres personas en la minúscula barbería: el barbero de no más de la sesentena y dos clientes viejos, uno esperando turno y otro en el sillón, encerrado, troncocónico, dentro de un gran paño blanco, como una gran peonza invertida en la que su cabeza fuera el espigo mirando al techo.
—Buenos días —saludó Emilio entornando la puerta—, ¿habrá que esperar mucho tiempo?
Aquellos tres hombres le notaron un acento sevillano. En León no distinguen los distintos acentos andaluces lo mismo que en Andalucía, las gentes más iletradas consideran vascos a quienes proceden de cualquier región al norte de Despeñaperros. El peluquero, que conocía su oficio, se percató al instante de que tendría que hacer una obra de arte en la cabeza del forastero, igualando el cabello lindante con la peluca, lo primero; y luego, para andar más cómodo en el uso de la tijera, desnudar la media cabeza derecha para seguir cortando el resto.
Muy seco en sus palabras contestó el mismo barbero:
—Pues, mire usted, ya estoy terminando; y si tiene mucha prisa, este señor espera —se refería al que estaba esquilando.
Emilio, miró al otro, que esperaba sentado, y dijo:
—Y usted, ¿no va delante?
Contestó el viejo:
—¡Uoy! No. Hoy no me toca. Yo estoy acostumbrado a madrugar, y todos los días vengo a la barbería a leer el periódico y a charlar un poquito, hasta que llegue la hora de ir a la cantina a echar unos chatos.
A Emilio ya le había extrañado que todos los viejos supieran leer el periódico, por contraposición a los de su pueblo, de los que ni siquiera uno había sido alfabetizado. Siguió uno de los lugareños:
—Antes, a los viejos nos daba igual morirnos que no morirnos; a fin de cuentas, éramos un estorbo; pero ahora, con la pensión que cobramos, ya no nos dejan que nos muramos —y se rieron los tres. Arreciando las risas temblonas, canosas y blanquilampiñas, continuó el barbero:
—Y las «medecinas»... que sacan gratis para toda la familia —se fueron calmando—. Por eso, ahora, a los viejos los tratan a cuerpo de reyes; y ahí los tiene usted: hechos unos pimpollos, como nunca anduvieron, con las camisas tan blancas…
Terminado el cliente, entró Emilio a sentarse en aquello que parecía una silla eléctrica, mientras el peluquero sacudía el lienzo blanco con sonido de látigo y llenaba el suelo de pelillos blancos. El pelado se sentó al lado de su amigo en espera de algo de conversación nueva y seria, pues sólo había comenzado con algunas bromas; y preguntó sin rodeos:
—Entonces... ¿Qué? De paso... ¿No? ¿Viene usted de Santander?
Emilio contestó solícito:
—No, no. Llevo toda la semana dando vueltas por esta zona, intentando hacer unas fotografías, y no he conseguido nada.
—Entonces.... ¿Es usted pintor, claro! Ya han venido más pintores a pintar estos campos y las nubes; que dicen que aquí «tien» mucho mérito por los colores; claro, como nosotros estamos acostumbrados, no se lo vemos... Pero sí, sí... De todas partes he visto yo pintores en estos campos; de Salamanca, de León, de Madrid y hasta del extranjero. ¿Te acuerdas... —decía el más viejo a su compañero, con las manos debajo de los muslos y los pies cruzados debajo de la silla—, de aquellos alemanes que se tiraron pintando el pueblo y los alrededores más de dos años, y al final querían comprarle a Ceferino la bodega con todo lo que tenía dentro? —Emilio, al oír hablar de Ceferino, se sobresaltó y aguzó el oído—. Más le hubiera valido venderla a su debido tiempo. Esto debió de ser allá en el año treinta y cuatro, o treinta y cinco. Desde luego, antes de que estallara el Movimiento; bueno... ¿Qué digo yo? ¡Mucho antes! —Miraba a través de la cristalera de la entrada pensando y hablando despacio—: Esto era antes de que se proclamara la República. ¡Qué cuoño! ¡Claro! Si la guerra estalló en el treinta y seis, por la siega. ¡Dioslá! ¡Y «paece» que fue ayer! ¡Cómo pasa el tiempo! Fue la primera vez que vimos una caravana detrás del auto; ahora se ven pasar muchas y más modernas por la carretera; pero, entonces, era tanta novedad la caseta de los alemanes, que así le llamábamos, que a todos los muchachos nos parecían «extratelestres», como nos lo parecían los pilotos de los aeroplanos de doble ala cuando se tiraban en el paracaídas. Aquellos alemanes eran muy juerguistas y les gustaba mucho el vino, y hablaban castellano, yo creo, mejor que muchos de nosotros. Entonces, más que hoy día, se celebraba todo en la bodega; y como ya casi eran unos vecinos más del pueblo, llegaron a recorrer todas: las del nuestro y las de todos los pueblos vecinos; además, compraban corderos, y ellos casi siempre invitaban a carne en los festines.
Emilio escuchaba muy atento, y, como el hombre del pueblo se mostraba ansioso de explayarse, no tuvo más que atizar un poquito:
—¿Qué hacían con los cuadros?
—Los amontonaban en la casa de concejo, que era como ahora el Ayuntamiento; pero eran cuadros bonitos de verdad. Se veían las casas y los vecinos por las calles que parecía que los tocabas, y las ovejas y todo. Bueno, se veía todo igual que ahora las fotografías. ¡Vaya manos que tenía el matrimonio, o lo que fuera, bueno, porque se decía que vivían arrejuntaos; otros, que eran protestantes, porque con el cura nunca tuvieron trato; y la terminaron de rematar cuando le dijeron a Ceferino que le cambiaban todos los cuadros por el demonio que tenía Ceferino en la bodega.
—¿Qué era el demonio? —preguntó Emilio.
—Era una pintura más vieja que el demonio, por eso yo creo que todos le llamaban así, con un demonio que echaba vino de una cuba engañando a Adán y Eva, y a Caín y Abel. Claro, que, vete tú a saber... eso es lo que decía el cura. El caso es que Ceferino, si le hubieran dao dinero, todavía... pero él, ¿pa qué quería tanto cuadro? Y me parece que, aunque le hubieran dao dinero, tampoco hubiera picado, que no era tan tonto como algunas mujeres del pueblo que, cuando sus maridos estaban arando, se dejaban llevar los mejores muebles y cuadros antiguos por anticuarios que parecía que pagaban el oro y el moro, y luego resultaba que habían sido engañadas, porque, con relación a lo que valían, habían pagado una miseria. Una vez vino uno dando globos, ¡ya ves tú, qué ignorancia! y se llevó medio pueblo a cambio de unos globos y unos toques de trompeta.
Emilio no se aguantó y preguntó con la cabeza ladeada, mientras el barbero le recortaba la oreja y la patilla:
—¿No sería el dios Baco que estaba en una bodega?
—¡Ah, cuoño...! Entonces... usted ya ha oído hablar al actual dueño de aquella bodega. ¡Es un aprovechao! Se aprovechó de que a Ceferino lo iban a matar cuando la guerra y se quedó con toda su hijuela, dicen que por cuatro perras. Pues eso del dios Baco, es lo que opina Honorino, que así se llama el actual dueño: que era un dios de la catedral del vino y no sé cuantas historias, pero nadie le hace caso. Mire usted: por estos pueblos todos tenemos motes, y a Honorino le llaman «bobadinas»; y todo, por las historias que contaba de su bodega, que ahora ya no habla con nadie; además, desque el hijo se hizo notario... ¡ay, amigo!, que se le subió el pavo; que no hay quien lo tosa; que ya nunca volvió a decir «mi hijo» cuando de él hablaba, que ya siempre dijo «el mi notario»; que no habla con nadie más que con sus familiares más directos. Bueno, ahora que me doy cuenta... soy un bubín. Igual es usted familiar o amigo de Honorino y estoy metiendo la pata... —se sonrojó el vejete cotilla y Emilio le contestaba cuando el barbero le empujaba la cabeza al lado contrario para repasarle la otra patilla:
—Pues no, mire usted: yo soy profesor de Málaga, y no conozco al tal Honorino, pero si me hicieran el favor de indicarme dónde vive para hacerle una foto al cuadro y a la bodega... Yo sé, por los libros que he estudiado, que en la provincia de León, y más concretamente en un pueblo llamado La Milla, apareció, el siglo pasado, una lápida romana con una inscripción donde habla de ese dios griego dice: «Al dios Baco —a ver si me acuerdo—, »consagró este monumento la república de Astorga Augusta, por medio de sus magistrados Gavio Pacato —traducía mentalmente— »y Flavio Próculo, costeado con donativos...» —A Emilio, le iban y venían las palabras contenidas en el texto epigráfico—:
DEO
VAGODONNAEGO
SACRVM RES P
AST AVG PER
MAG G PACATVM
ET FL PROCVLVM
EX DONIS
CVRANTE IVLIO APOLL 
y no terminó en voz alta la traducción ni pudo reflexionar sobre ella porque, tras mirarse extrañados los paisanos al no comprender nada de lo que, entrecortado, a duras penas desgranaba Emilio, interrumpió el barbero:
—Pero no ha entendido usted bien. El cuadro ya no existe. Yo no sé si el cuadro representaba a un dios o no; pero, desde luego, yo era muy niño y lo llegué a ver; porque yo me establecí aquí, aunque soy del pueblo vecino, del pueblo de Honorino; y lo vi cuando los falangistas lo sacaban de la bodega; fue todo un espectáculo, porque cargaron tres camionetas llenas de ropas, de cueros, de cubetas, de sonduques, que son baúles; y se lo llevaron todo.
—¿Dónde lo llevaron?
Encogió los hombros el barbero:
—¿Ah? Eso, ya nadie lo sabe. Los soldaos que vinieron no eran de esta zona; debían de ser del cuartel de Astorga o de León, o de Valladolid. ¡Vete tú a saber...! Yo, lo que sé, que, desde luego, aquello no era un demonio como la gente decía. ¡Coño! ¡Rediosla! Los demonios tienen cuernos y una forca con tres dientes... y rabo, —se enfureció momentáneamente como si se enfadara con alguien, peine y tijeras en ristre levantando los brazos—; y yo lo recuerdo perfectamente, ¡cagüenlá!: sostenía una cuba en la cabeza, que echaba vino así, pa un lao —juntó el peine y las tijeras contoneándose—, con el pecho desnudo como el Cristo de la Iglesia, y tenía letras por arriba y por bajo. De lo que no me acuerdo es de lo que las letras decían. También me acuerdo que tenía un ramo en la frente —se coronó con el pulgar y el acero trazando una línea sobre su cabeza—. ¡No te amuela! —Siguió esquilando y recuperó el sosiego—. ¡Cagüenlá!
A Emilio se le asentaban sus teorías al oír hablar a aquellos hombres, sobre todo, cuando, una vez más, oía las interjecciones.
—¿No me pueden presentar ustedes a ese señor Honorino?
—Es muy orgulloso. ¡Pero... Si pasa a nuestro lado y no nos habla! Claro que, a usted, si es profesor, igual sí que le trata bien, porque, desde luego, a gentes importantes que ha traído su hijo, bien que «les» trata. Si usted quiere hablar con él... su casa, luego se ve, nada más entrar en el pueblo. Es la más grande, y la más buena, tiene una parra y un arco en la puertona; y toda ella se ve tallada con plantas y ramas de todas las clases aprovechando los bastos relieves de las vetas de castaño; y verá también que la fachada de toda la casa es de piedra y no de adobes como el resto.
Con esto, Emilio se vio obligado a retrasar la vuelta. Retrocedió al pueblo vecino siguiendo las señas que le habían indicado, hasta dar con la casa de Honorino y Domitila. Con el ruido del coche, que iba parando, Domitila apartó un visillo en el piso de arriba, por lo que no le fue necesario a Emilio llamar a la puerta. Cuando terminaba de cerrar el coche ya se abría la puerta grande y aparecía el Viejo. Emilio trató de hacerse el simpático, porque sabía muy bien que su imagen, ofrecida a primera vista, no era precisamente sugestiva como para ser aceptado sin reservas, a pesar de que procuraba cuidar al máximo el estado de su ropa. Comenzó Emilio de esta manera:
—Buenos días. Se preguntará usted que quién será el impertinente que viene a darle la murga —intentaba adaptarse a las expresiones que había aprendido en esos pueblos— a estas horas de la mañana.
—No hombre, no. Cómo me voy yo a preguntar eso. Usted dirá en qué puedo servirle —apareció Domitila detrás de su marido como una sombra, y le dijo en voz muy baja mirando hacia dentro de la casa
—No te fíes, que hoy día no se sabe —a Domitila le pareció demasiado feo, y además, con aquel acento de gitano... A Honorino no le producía especiales sospechas, pero quiso seguir enterándose aunque para ello se viera obligado a tomar ciertas precauciones:
—Pase usted mientras esperamos a la pareja de la guardia civil, que está llegando —dijo esto para ver cómo reaccionaba. Como vio que Emilio se disponía a entrar muy contento, se le disiparon todas las sospechas.
—Entraré, aunque no quiero abusar de la buena voluntad de la gente. Sólo quisiera hacerle una pregunta muy corta. Claro que, primero, tendré que presentarme: Yo soy Doctor en Lenguas Clásicas por la Universidad de Granada y Catedrático de Latín en Málaga, y estoy haciendo un estudio…
Cortó Honorino:
—¡No me diga más! ¡De Málaga! A usted, entonces, lo ha mandado Pablo, el muchachote que estuvo con nosotros este verano, porque nosotros, de Málaga, es al único que conocemos.
—Quien tendría que haber sido investigador sería usted y no yo—improvisó Emilio sin saber por dónde tiraría—. Con la intuición que muestra, podría llegar a cualquier sitio.
—Cuénteme: ¿Qué ha sido de Pablo, que no hemos vuelto a saber nada? Mi hijo me ha dicho que recibió una carta y le mandó un cuento muy bien escrito. Se le veía cara de inteligente. A los muchachos se les conoce por la mirada; las personas mayores ya somos más falsos y podemos engañar cuando queremos —entornaba los ojos.
—Pues, fíjese usted; tenía que estar ahora, aquí, conmigo. Era él quien mejor podría introducirme... —Emilio no podía componer el rompecabezas que se le había echado encima en pocos segundos; y, como carecía de datos suficientes, para no meter la pata se vio obligado a improvisar una salida urgente que le resultara verosímil al viejo. No podía desperdiciar la única ocasión que se presentaba. Así que resolvió llamar a Candi por teléfono, pues en la misma plaza, junto al Ayuntamiento, había una cabina que se divisaba desde la puerta de Honorino. Se buscó el reloj en la muñeca con gesto de impaciencia mientras decía simulando cierto nerviosismo—: ¡mire!, antes de nada, tengo que ir a la cabina para hacer una llamada a Málaga, a una profesora que, de un momento a otro, se ausentará de su despacho. Discúlpeme un segundo.
Emprendió Emilio un trotecillo con el que anunciaba su intención de no hacer esperar mucho tiempo a Honorino, mientras éste se quedó inmóvil y expectante petrificando una tenue sonrisilla, pues ni siquiera le dio tiempo para ofrecerle el teléfono de su casa.
—¡Diga! —contestó Candi al otro lado del teléfono.
—Soy Emilio. Te llamo desde el norte. Ya te explicaré más despacio. He contactado con gente que conoce a alumnos nuestros, supongo que de la excursión del Vasco durante el verano, y me he retraído de decirles que, siendo alumnos míos, no los reconozco. Entiéndeme. Me hablan muy bien de Pablo…
—Pablo ya no es alumno del centro. Su padre era piloto de Iberia, pero se marcharon para América…
Pensó Emilio que eran datos suficientes para salir del atolladero y que cuando llegara a Málaga ya seguiría investigando algo más sobre Pablo. No obstante, entrevió alguna relación con la autora del trabajo:
—Y Pablo, ¿tiene algo que ver con Clara?, mira, que no quiero meter la pata; ¿son novios? Bueno... ¿Salen juntos?
Candi no podía creer que precisamente Emilio, tan serio y tan científico, le preguntara por tales extremos; y se le soltó la risa diciendo:
—Pero... ¡Emilio!... ¿Quién hubiera sospechado que alguna vez te interesaran esos chismes sobre los alumnos? —amainaba la risa—; todo sea por que salgas airoso y dejes alto el pabellón del instituto: Pablo no tuvo nada que ver con Clara. Los que sí parecen enamoradillos son Clara y Leo…
Ahora sí que le sobraban datos para entablar cuantas conversaciones fueran necesarias, por lo que se despidió de Candi y volvió a Honorino, quien apenas había pestañeado:
—Disculpe una vez más. Antes le decía que hubiera sido Pablo quien mejor nos hubiera presentado, pues los alumnos son nuestro mejor patrimonio; pero he de anunciarle que la próxima carta que reciban ustedes se la habrán enviado desde América, pues a su padre lo destinaron a una compañía aérea americana. ¿Sabía usted que su padre era piloto de Iberia?
—Sí, claro, me lo dijo mi Honorino, que fue el que me lo trajo a casa. Así que, está en América, ¿eh? ¡Vaya, vaya! ¡Cuoño, cuoño!
Después de estos apuros iniciales, Emilio se encontró a sus anchas con el viejo y condujo la charla en la gran cocina al calor de una estufa de leña, que era suficiente para mantenerla caldeada. Domitila siguió con sus faenas domésticas en el piso alto. Como Emilio dominaba los escritos de tan leídos que los tenía, siguió diciendo:
—Lo que tendría que encontrar usted, serían los pergaminos originales para demostrar que casi toda la comarca es suya, como pretendía demostrar su abogado.
—¿Qué abogado? —se sorprendió el viejo. A Emilio le vino una ráfaga por la que intuyó que había de tener más cuidado, pues su terreno era resbaladizo.
—Bueno, el que tradujo los pergaminos, que no sé exactamente…
—Ya le dije a Pablo, cuando le regalé el cuaderno, que era mi cuñado, en paz descanse, el que se pasaba las horas muertas leyendo y escribiendo, pero le truncaron el trabajo; y menos mal que cuando expoliaron todo…
Emilio recordaba la conversación de la barbería. Durante este silencio en brevísima pausa, dirigió la mirada a la sala de enfrente, pues la puerta había quedado semiabierta al entornarla; y siguió hablando sin pensar lo que decía:
—Las guerras no traen más que calamidades —se obnubilaba Emilio en sus palabras, pues el tictac de un maldito reloj viejo, que adornaba la cómoda sobre pañito blanco, labor de bolillos en bucles huecos almidonada, se le espetó en el entrecejo. No tuvo más remedio que detener el ímpetu de destriparlo cambiando la mirada, pero siguió aturdido diciendo—: cuando los falangistas le expoliaron a usted todo, debió de ser muy duro... Y todo, por ser republicano. En España nunca se ha podido expresar lo que se piensa, ya me lo decía mi padre que también era catedrático... —presumió Emilio. El Viejo Honorino lo miró de lado:
—¡No hombre, no! Yo no era republicano; yo no era de nada, sólo de mi trabajo; en todo caso, de ser algo... de derechas, que estoy bautizado y me casé por la Iglesia. El último republicano que había en el pueblo era Ceferino, por cierto una buenísima persona. Ya se lo conté a Pablo con todos los pormenores. Decía Ceferino que su abuelo nunca pudo ver a los reyes de España porque eran absolutistas. A mí me da igual los que manden, con tal de que nos dejen tranquilos, que ya hemos tenido que pasar muchas calamidades.
Emilio ya no se atrevía a seguir entresacando retazos de palabras por miedo a dar martillazos fuera del clavo. Como ya había empezado a hacerlo y no salían más que jirones, prefirió que Honorino fuera quien tomara la iniciativa. Como se produjeron unos segundos de violento silencio, no tuvo más remedio que seguir por donde pudo:
—Y el retablo, ¿puede usted tener idea de una pista, para sacarle una foto y estudiarlo en la Universidad de Granada, junto con el arte Islámico?
—Ya le dije a Pablo que ni rastro. Ahí en la catedral del vino está el sitio que dejó vacío, pero nada más. Lo único que queda es el cuaderno que tiene Pablo, que será el que usted ha leído.
Emilio se dio por satisfecho con esta información y decidió despedirse, no fuera a torcer las cosas; ahora que estaban encauzadas ya hilaba lo importante: Clara tenía el cuaderno que Pablo había llevado de León, pero no podía entender cómo sin tener ningún dato, había llegado Pablo a la bodega de Honorino; tampoco quiso preguntarle al viejo por si seguía metiendo algún gazapo, no fuera a descubrirle en un «renuncio»; y concluía que los pergaminos que buscaba la policía, naturalmente, Pablo debía de guardarlos. Antes de despedirse, pues aceptaba la idea de que poco más podía sacar de lo que ya se había enterado, le dijo:
—Habiendo llegado a Málaga, escribiré a Pablo y le diré que hice una visita a don Honorino: le mandaré recuerdos suyos —Emilio decía esto sin saber todavía qué tipo de relación unía a Pablo con el Viejo.
—Recuerdos míos y de Domitila, por supuesto —continuó Honorino—, y de mi hijo y mi nuera. Es una lástima que no tenga usted ocasión de conocerlos, para eso tendría que ir a La Coruña porque no vienen más que una vez al año o, a lo sumo, dos.
Siguió engañando Emilio al pobre leonés inocente:
—Ahora me va a ser imposible porque el lunes empiezo a dar clases, pero quizá antes del verano, o en el mismo verano, lo más tarde, me pase por Galicia. Si me da la dirección de su hijo, podré saludarlo e incluso invitarlo a donde quiera, como prueba de agradecimiento hacia su padre por la acogida que he tenido.
Honorino se recompuso la dentadura postiza con muecas violentas de todos los músculos de la cara, y dijo después de intentar sonreírse satisfecho:
—Apunte, apunte usted, que le doy la dirección de la notaría, porque él siempre está trabajando y ella nunca para en casa; como además es la presidenta de unas cuantas instituciones benéficas... Apunte —Emilio se dispuso a copiar al dictado—: Honorino Acebes Llamazares... —Le dio la dirección de la notaría, y siguió diciendo—: no puede marcharse de mi casa sin haber visto la catedral del vino —se levantó y se acercó a la escalinata: balaustrada de nogal y hierro forjado, en la que relucen los esféricos pomos lustrosos, que cada semana limpia lentamente Domitila con unos polvos de limpiar oro, y le saca brillo con una bayeta de lana de sus ovejas. Observó Emilio que Honorino arrastraba los talones de los zapatos y daba los pasos cortos y lentos. Con voz temblona voceó sin fuerza, mirando al hueco de las escaleras:
—¡Domitila! Voy un momento a enseñarle a este señor la bodega.
Respondió desde arriba:
—¡Ten cuidao, no te mojes. Ponte las almadreñas, que la huerta está muy húmeda!
Más de una hora permaneció Honorino hablando despacio, y Emilio con la boca cerrada hasta enterarse de los mismos pormenores que le había contado a Pablo, incluso del secreto del sepulcro. Emilio terminó diciendo para despistar al viejo:
—Ahora, lo importante sería encontrar los pergaminos originales y la pintura del dios Baco, para tenerlo todo completo. Lo verdaderamente importante es que estamos en la cuna de una civilización perdida; claro que no está perdida, porque es la civilización del vino, que supone lo más perdurable de España. Fueron los griegos quienes trajeron las vides y las desparramaron por toda la península. Los rubios del norte trajeron los abetos pero no prendieron; sólo algunos en las altas montañas. Después, los moros trajeron las naranjas y las sembraron por toda España; únicamente prendieron algunos naranjos en El Bierzo. Por lo demás... más bien... en las costas del Mediterráneo. —No encontraba forma de despedirse.
Honorino no se apercibió muy bien de las últimas frases de Emilio, pero se sonrió asintiendo como si hubiera entendido todo su contenido.
Finalizó Emilio arriesgándose:
—Pues, sí señor. Tiene usted aquí la séptima maravilla del mundo, aunque yo me imaginaba todo porque responde exactamente a como Pablo me lo había descrito; lo que ocurre es que, como marchó para América, depositó en mí su confianza. Siempre fue Pablo mi alumno preferido y él ha correspondido con este sentimiento; y me dejó leer el cuaderno porque yo he realizado varias investigaciones parecidas en la Universidad de Granada. Nuestro próximo cometido será encontrar la pintura del dios Baco, que en algún lugar se encontrará.
—Pues, hala, hala; por mí, tiene todo el beneplácito. No sé si le dijo Pablo que mi hijo nunca quiso ocuparse de nada de esto. Yo creo que aunque estudiara pa abogado, estos temas nunca le han interesado.
Cuando Honorino cerraba la puerta de la bodega, le dijo:
—No va a marchar así. Tendrá que esperar; mire la hora que es; y ya come usted con nosotros.
—No sabe cuánto se lo agradezco, pero no me puedo retrasar más. Hoy por la noche he de llegar a Granada y faltan novecientos kilómetros —le iba diciendo bajo el artesonado. Domitila bajaba despacio, en zapatillas, con saya de lana negra y una esclavina de punto nido de abeja.
—Hasta siempre —dio la mano a Honorino—, muchísimas gracias por todo —le dio dos besos a Domitila. Domitila y Honorino no reaccionaron; quedaron parados como si una corriente eléctrica los hubiera paralizado. Emilio comprendió que hubiera sido mejor haberle dado la mano—. Quizás, antes del verano, pase por aquí otra vez: ¡a ver si lo encontramos!
Mientras Emilio se alejaba en su Peugeot 505, Honorino reflexionó en voz alta:
—Ahora que me doy yo cuenta, este hombre no me ha dicho ni cómo se llama, sólo me acuerdo que es catedrático de la Universidad de Granada.
—Ya nos falla algo la cabeza. Tiene razón Adela cuando nos dice que no le abramos la puerta a nadie, que el día menos pensado nos roban y no nos enteramos —dijo Domitila mientras entornaba la puerta pequeña para que no entrara frío de la calle.
Emilio tarareaba malagueñas mientras recomponía el orden de los hechos y planeaba cómo abordar a Clara y a Leo para enterarse definitivamente de algunos porqués que le faltaban; también maquinaba cómo desplazar a Damián de todo interés por El Baco; y al pasar, de vuelta, al lado de la barbería, pensó que los alemanes tienen que tener, en algún lado, los pergaminos o quizás el mismo Baco, porque los alemanes y los suecos lo han estudiado todo. Con la ignorancia que había en estas tierras por aquellos entonces y lo estudiados que nos tenían... de la misma manera que los ornitólogos tienen estudiadas a las avutardas y las avutardas no se dan cuenta, porque España ha sido un campo de pruebas de los alemanes, que hasta el primer lanzamiento de una bomba atómica a la que llamaban arma secreta, lo hicieron en los montes de Teruel en el año mil novecientos treinta y ocho. Esto se lo había revelado el mismo labriego al que oyó llamar «Al-tardas» a las avutardas, aves de las que estaba llena aquella mesopotamia, en el segundo día de desesperada correría; y le reveló que él fue el único superviviente de su batallón que vio el hongo atómico y retembló la tierra con un aura roja expandiéndose. —Vete tú a saber si para aquella pareja de alemanes de la que me hablaban en la barbería, lo de menos eran los cuadros. ¡Qué! —reflexionaba— ¡Parece evidente que lo de menos era pintar los cielos y las tierras y las casas y los hombres por puro placer estético; que los alemanes nunca han destacado por ser altruistas, porque algo contaron de que a Ceferino le ofrecían todos los cuadros pintados en el transcurso de dos años, e incluso dinero —trataba de reproducir las mismas palabras—. ¡A saber qué harían los falangistas con El Baco! ¡Igual se lo regalaron a Hitler o a su régimen! Habría que recorrer los museos de Alemania para darle alcance. Por otra parte —entre su acervo bibliográfico recordaba—: ¿qué hizo Erik Staaff, por estas latitudes, los primeros años de este siglo, rebuscando escritos por todas partes? Éste publicó un libro en Uppsala en el año mil novecientos siete, que casi nadie conoce, sobre pergaminos en antiguo dialecto leonés como él lo llama. Al parecer, por esos años también pululaban alemanes por los campos, como si fueran excursionistas, admirando nuestros paisajes salmantinos cerca de la antigua Lusitania, que así llamaban ellos a la nación hermana, y lo que estaban haciendo era llevar el wolframio para sus fábricas de armas. Ya veremos. Aquí quedan muchas cosas pendientes.

Con el discurrir de su pensamiento, hilaba Emilio una razón tras otra en constante relevo, a la vez que pasaban veloces las señales kilométricas de la carretera, con las que enhebraba recuerdos recientes de las conversaciones mantenidas con los viejos de aquellos pueblos. Aunque se lo hubiera propuesto, no hubiera podido organizarlas ordenadamente. Maniobraba con la vista perdida en las rayas blancas sin ser consciente de los camiones que adelantaba. De la misma manera no podía prescindir de alguna que otra figuración ilógica que se le cruzaba entre el volante y el asfalto hasta que, en Aranjuez, cogió en autostop a un soldado del ejército del aire que marchaba de permiso a Málaga; y así, afable y jubiloso, ya mantuvo conversación amena el resto del viaje con un paisano suyo.


60
(F. Chopin. «Op. 25, No 12»)
Con tantos afanes durante toda la vida, Honorino el viejo nunca encontró tiempo para entretenerse con algo que no fuera la sementera, los ganados, las viñas o la huerta. Sin embargo, durante la senectud, una pregunta le asaltaba el pensamiento de vez en cuando: que por qué su cuñado le habría revelado la importancia que entrañaban los escritos, y sin embargo, su hijo, que era tan listo, nunca le había hecho caso. Se resistía a comentarlo con Domitila, no fuera a ser malinterpretado a causa de su expresión torpe. Siempre tenía a flor de labios: «Yo bien sé lo que digo, aunque no se me entienda; lo que pasa es que los labradores, fuera de la labranza no sabemos más de cien palabras, pero pensamos como si supiéramos millones; por eso, cuando callamos y sonreímos, o decimos: !Cuoño, cuoño! ¡Vaya, vaya!, no es que quedemos engañados porque seamos bubines y no nos demos cuenta de las cosas».
Determinó, después de darle muchas vueltas, llamar a su hijo a La Coruña para decirle que ya había surtido efecto el regalo que había brindado a su amigo Pablo. Cogió el teléfono la secretaria del oficial de la notaría:
—Notaría de don Honorino Acebes LLamazares, dígame.
—¡A ver! ¡No oigo bien! ¡A ver! —se azaró el viejo y levantó mucho el tono, como si estuviera llamando a viva voz, sin medio electrónico—: ¡Oye, chica, dile a Honorino que es su padre! —se calmó y respiró hondo.
El teléfono, para Honorino y Domitila, siempre fue un obstáculo al que tuvieron que enfrentarse con valentía, sacando fuerza de lo más profundo. Todavía no es capaz Domitila de abrir el fuego; ha de ser su marido el que lo descuelgue antes de que ella se quite el pañuelo a la cabeza, que le tapa los oídos, y lo repliegue alrededor del cuello. Domitila se acercaba secándose las manos con el envés de su mandil limpísimo apuntando en sus labios una sonrisilla.
—Dígame, padre —contestó el hijo—, ¿qué tal está madre?
—Aquí viene, después se pone ella —recuperaba el tono medio, hasta que quedó relajado y continuó—: ¡oye, Honorino!, no te llamo pa nada importante, sólo quería decirte que quizás te vaya a ver un catedrático de la Universidad de Granada, yo creo que me dijo. ¡Fue todo tan rápido que ya casi no me acuerdo!
—¿Y qué quería? Bueno, pero... ¿Catedrático de la Facultad de Derecho?
—¡Ay, hijo! No me digas. Verás... es que, estuvo a visitarme porque creía que yo tendría el cuadro del dios Baco y los escritos antiguos de la catedral del Vino.
—¿Y quién le ha contado tus historias? Ya te he dicho, padre, que es mejor que seas prudente y no vuelvas a contar tus historias a nadie porque corren como el viento. Ya ves, me parece que no hay quien las detenga si ya vuelven desde Andalucía.
—¡No, hijo, no! Yo no he contado nada a nadie, ya van varios años, desque tú te pusiste tan enfadado. Lo que pasa es que como le regalé el cuaderno de tu tío en paz descanse, a tu amigo Pablo... este catedrático, que irá a verte, es profesor suyo, y ve ahí... que lo habrán estao leyendo juntos.
Al viejo le temblaba la voz no tanto por viejo como por atemorizado. Domitila presagiaba tormenta al observar a su marido que miraba al infinito, tan atenta y concentrada, que repetía, nada más que con el movimiento de los labios, todas las palabras que su marido iba diciendo delante; y se le fruncía doblemente el entrecejo. Siguió el hijo
—¡Cómo mi amigo? Si lo encontramos en la carretera, y más que nada, por caridad lo recogimos. Después se marchó y ya no tuvimos ocasión de hablar más —se le notaba enojo en las cadencias. Trató de conciliar el viejo:
—¿Tú te acuerdas de que su padre es aviador?
—Y eso, ¿qué tiene que ver? —gritó el notario.
—Pues... —invadido de angustia, se aturdió el viejo— que... se ha ido a vivir a ... —No puedo entender cómo... —se alteró el hijo.
—Y ahora el cuaderno de tu tío lo tiene el catedrático.
—No puedo entender cómo se te ha podido ocurrir tal fechoría. Además, ¿cuántas veces te he dicho que ese cuaderno del tío no tiene ningún valor y tampoco lo tendrían los pergaminos si existieran? ¿Qué sabía el tío de jurisprudencia? Cómo habrá que decirte las cosas, padre. Nada, que, como tú dices: “En casa del herrero, cuchillo de palo”, ¿no? Todavía, algún día llegará en que me traigas alguna complicación seria —se enfurecía el notario—. Si me hubiera imaginado esto, hubiera quemado ese cuaderno. Ya cuando era niño, me hiciste pasar la mayor vergüenza de mi vida con el dichoso cuaderno, ¿te acuerdas? Que te lo he perdonado porque eres mi padre, pero nunca podré olvidarlo.
Honorino, sin poder expresar nada, con los ojos cubiertos de lágrimas, entendió totalmente el enigma de su hijo con respecto a todo lo referente a la bodega y evocaba con la misma minuciosidad, cuanto su hijo le relataba enojado:
—Todavía me resuenan las carcajadas de los compañeros del Instituto.
Honorino recordaba con ira desmedida aquel año en el que, cursando primero de bachillerato, fue obligado por su padre a llevarle el cuaderno al profesor de Historia del Instituto de León. Era la primera vez que alguien lo había ridiculizado en público. Entonces, en las ciudades, los niños llevaban el pantalón por encima de la rodilla, y se manifestaban como signos indelebles del origen agrario los coloretes en las mejillas, los pantalones tapando la pantorrilla y las medias, que así se llamaban a los calcetines largos con unas ligas de goma. Cuando Honorino niño, con candor infinito, presentó al profesor el cuaderno de su tío, lo ridiculizó hasta mofándose de su nombre, ya que le dijo acentuando la primera y la última sílaba: “Hón-orinó”. Todos los muchachos de la clase se rieron y lo insultaron. Aquello no era un profesor, aquello era un salvaje contra el que nadie podía; además era jefe de la O.J.E. y tenía a todo el mundo atemorizado. Honorino, en vez de arredrarse, reaccionó hacia adelante y le tomó la delantera a ese y a los demás profesores, ya que estudiaba tanto que sacó un curso brillantísimo. Siguió la conferencia:
—Llevaba puestos unos pantalones por la mitad de la pierna que ni eran cortos ni largos; a mí lo que me hubiera gustado eran los pantalones bombachos que nunca me comprasteis, y no era por falta de dinero... con unas medias de lana que tejía madre... con unas ligas de goma por encima de la rodilla. En la ciudad eran crueles con los hijos de labradores y me llamaban“cara de pueblo”. Cuando los profesores me mandaban salir al encerado a dar la lección, se burlaban de mi aspecto externo; hasta que me fui haciendo mayor, y por mis propias fuerzas me impuse totalmente, haciéndome respetar por profesores y alumnos.
A su padre no le iba a hablar de emperadores romanos, pero siempre se comparaba a sí mismo con el emperador Adriano, a quien descubrió estudiando Derecho Romano: su gran pasión de la carrera. En muchas ocasiones se le oía decir como si se tratara de una muletilla: «Al emperador Adriano, que ha sido el único gobernante de la Humanidad que ha favorecido a los pequeños labradores, es al que hay que levantarle monumentos en todas las plazas de los pueblos»; y concluía aplicándose el cuento: «Antes de suceder a Trajano, cuando todavía era cuestor, habló a los senadores con pronunciación tan campesina que se rieron de él por su fonética y por su aspecto».
Honorino el viejo, lagrimeaba abundantemente y dijo casi sin que se le entendiera:
—Perdona, hijo. Yo creo que, de eso, nadie tuvo la culpa. Ya no tengo fuerza pa escucharte.
Continuó el notario:
—Esto que te decía sería disculpable; lo que ya no era tan disculpable fue el día del cuaderno; que por eso salió este repertorio. Recuerda que me obligaste a llevarles el cuaderno a los profesores del Instituto; que yo no quería; y se rieron doblemente: de mi aspecto y del cuaderno; que se mofaron con descalificaciones como que eran fantasías de tu cuñado y “bobadinas” de mi padre. —El viejo, al oír de boca de su propio hijo el insulto que tanto padecimiento le había proporcionado, se desmoronó en sus adentros—. El que más se rió, sobre todos, fue el profesor de Historia y de Formación del Espíritu Nacional, por el que tú tenías tanta reverencia. Estabas esperando, como un idiota, a que tu hijo se hiciera grande para obligarle a hacer el ridículo con el cuaderno dichoso. —Desde aquí en adelante, solamente se le clavaron al viejo algunas palabras en su cabeza: idiota, amenazas, tortas en la cara, zurriagazos, bofetadas—... Además, aquellos profesores eran unos cafres. Yo te decía que era mejor pasar desapercibido; y tú, me amenazabas con darme unas tortas en la cara o unos zurriagazos en el culo; y como les diste permiso para pegarme, cuando podían se cebaban conmigo a bofetadas, sobre todo los profesores falangistas, que eran casi todos. Todavía recuerdo las entradas en las clases con la mano derecha extendida y el obligatorio “arriba España”.
Seguía destilando lágrimas y Domitila se encomendaba a la Virgen de su devoción. Sólo decía, suplicante, con las manos abrochadas:
—¿Qué pasa, Honorino? ¿Qué te pasa?
Honorino seguía pegado al auricular sollozando:
—Yo, todo lo que hacía, lo hacía por tu bien, para que te consideraran.
—Pues te equivocabas. Y todo esto viene, ya casi ni me acuerdo. ¡Sí! Al cuaderno del hermano de madre al que no conocí, ni me hizo falta, porque lo único que me ha proporcionado son sinsabores como este.
—Perdona, hijo. Yo no puedo seguir escuchándote. Se pone tu madre.
Al retirarse, balbuceaba temblante monosilábicamente: «yo sólo quiero morirme».
Cogió el teléfono Domitila:
—No entiendo por qué llora tu padre —se entrecortaba—; sólo de verlo, me duelen las entrañadas; que yo nunca lo vi llorar ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que pasa?
Domitila tampoco pudo seguir hablando. Había pensado decirle al hijo que llevaba tres días tirando del cuerpo como podía, porque se sentía muy“malica”; pero no le dijo nada, ya que se olvidó de sí misma como casi todas las mujeres de aquellas tierras, que nunca se quejan. La última frase ya no pudo acabarla. Honorino, más encorvado que nunca, paseaba por el corredor de fuera. Se frotaba las orejas con ambas manos y se le cayó la boina. Con quebrada amargura decía en voz alta:
—¡Ay, lo que nos llega, después de tantos sacrificios! ¡Yo sólo quiero morirme! ¡Yo sólo quiero morirme!
Domitila se hizo la fuerte y terminó la conferencia:
—Yo creo que tu padre “ponse” malo; voy a hacerle una tila. Adiós, hijo. Aquí quedamos como dos palominos. Dale un beso a... —cuando fue a decir“Adela”, se derrumbó en su discurso y el llanto no la dejó pronunciar el nombre, que lo pronunció entre gallos laríngeos.
A las dos de la mañana, Domitila y Honorino, no habían conciliado el sueño, en silencio. No habían sido capaces de hacer nada de cena y sólo dos tazas con restos de las infusiones quedaron en el fregadero, porque Domitila no tuvo ganas de fregarlas. En contra de su costumbre, Domitila pidió a su marido que se levantara a llenar una bolsa de agua caliente: se le habían quedado, en la cama, los pies muy fríos. Honorino encendió lumbre y calentó el agua muy presto, porque dicen en los pueblos que son fatales esas primeras horas de la madrugada.
Cuando volvió a la alcoba a poner la bolsa en los pies de su adorada, la encontró muy extraña. Desde que su hijo le había regalado la sortija de las miniaturas de las vidrieras, nunca la había extraído del corazón, pero la encontró Honorino encima del mármol de la mesilla. Muy sorprendido la llamó con voz tenue: —¡Domitila!— Como no contestaba, quiso que se hubiera dormido, y colocó la bolsa de agua caliente sobre los pies fríos de Domitila muerta.
Honorino se frotaba los oídos con ambas palmas para tapar aquel terrible silencio. Pasados unos minutos se fue calmando, encendió todas las luces de la casa y se encaminó a la huerta con las almadreñas puestas para no mojarse, siguiendo el sempiterno consejo de su esposa; se acercó a la noria y se dejó deslizar entre la pared del pozo y los cangilones. Con el primer hierro se hizo daño en una mano mientras gritó con desgarrador alarido antes de terminar la caída: —¡Domitila!
A pesar de que, en esos pueblos, todos los vecinos viven al unísono, hasta la tarde siguiente nadie echó en falta al matrimonio. Tuvo que ser un pariente lejano, nieto de un primo carnal de la madre de Domitila, el que, con unas escaleras de la compañía telefónica, que siempre están arrimadas a la pared de la Iglesia, forzó la ventana de la alcoba, pues era la más accesible, y descubrió el tálamo tumulario exuberantemente iluminado. Bajó de cuatro en cuatro los escalones encerados y refulgentes, descolgó la llave, y abrió la puerta de la calle por dentro. Cuando salía, ya lo esperaba la pareja con el juez y don Alejandro, el médico. No hubo desmayos como suele acontecer en estas ocasiones, nada escasas en los pueblos; sólo un respetuoso silencio de todo el vecindario arremolinado delante de la fachada, que esperaba la segunda noticia. Los dos guardias civiles se encargaron de bajar al pozo para, con una maroma, atar y rescatar el cuerpo mojado, hinchado y retorcido de Honorino. Don Alejandro redactó el certificado de defunción de Domitila: «Tromboflebitis. Tromboembolismo pulmonar. Paro cardiaco. No presenta signo alguno de violencia». Con respecto a Honorino: «Luxaciones metacarpianas en la mano derecha. Politraumatismos cráneo-encefálicos. Neumonía por aspiración de agua dulce en ambos pulmones».
Comentó el juez:
—El pobre no aguantó ver a su esposa muerta.
Don Alejandro, proverbial y humilde añadió:
—En los pueblos, se suicida mucha gente, relativamente más que en las ciudades porque no sólo es la vida más intensa, también es más intensa la muerte. No obstante, siempre se esconde una tragedia detrás de cada suicidio, con más elementos de los que a simple vista se manifiestan. O el cura, o yo, solemos saberlos, aunque los dos, por distintos motivos guardamos secreto. En este caso yo no los sé, así que el cura llevará otro secreto a su tumba.
Don Alejandro se equivocaba, pues la única persona que sabía todos los pormenores que aceleraron el desenlace era el notario.
Mientras el silencio se salpicaba de afanosos golpes secos durante el trasiego nervioso e incesante de quienes comenzaron los preparativos funerarios, el médico salía pensando: «El amor más profundo e insondable es el de los viejos, no cabe ninguna duda…»
Cuando Adela y Honorino llegaron de La Coruña, ya habían sido amortajados; yacían sobre sendos túmulos en la misma sala de visitas donde Honorino el viejo había entregado a Pablo el cuaderno, y donde Emilio el Pimpinao había visto correr el tiempo en el infernal artilugio, el día en el que soltó una sarta de mentiras. Adela y Honorino dispusieron lo necesario para cambiarlos a la bodega, después de que dos albañiles del pueblo, en pocas horas, excavaran el panteón familiar a pocos metros de la mesa de escritorio, enfrente de la orla; trataron con el cura si cerrarla a todo uso y convertirla en el camposanto de sus padres, lo que consiguieron inmediatamente, ya que Honorino aceptó la indicación del cura de erigir un altar cristiano en la hornacina donde, con distintas interrupciones, había estado alojado El Baco a lo largo de la historia. Don Bonifacio le dijo:
—Como no va a estar abierta al culto constantemente, sino dos días en el año, el de todos los santos y el de los difuntos, a primeros de noviembre, no hace falta “lignum crucis” en el ara. Lo que sí tenemos que pensar es bajo qué advocación la encomendamos.
Honorino, a pesar de ser ilustrado, no entendía; y don Bonifacio se dio cuenta de que tenía que explicarle:
—O lo que es lo mismo: qué nombre le ponemos.
Honorino contestó sin pensarlo:
—¡La catedral del vino!
Adela pensó que su marido estaba perdiendo los estribos, lo mismo que le había sucedido a su padre.
Don Bonifacio corrigió devoto al observar el gesto de Doña Adela:
—“Basilica vini, vel sanguinis Christi”.
Como vio que doña Adela no ponía reparos siguió:
—“In memoriam sanctorum parentum Honorini et Damitilae devotione populi”.
Sin pensar posibles consecuencias, con el único afán de satisfacer al notario, como el viento se encaminó a la oficina de su parroquia para redactar una instancia dirigida a las autoridades eclesiásticas, en la que solicitaba declararla como ermita abierta al culto dos días al año.También se le ocurrió enviar a Roma, con más calma, otra solicitud de canonización para los cristianos ejemplares en sus virtudes cardinales y teologales, e insignes excelentísimos señores y bienhechores de la Iglesia: don Honorino y doña Domitila. Esto se lo propuso don Bonifacio al notario el día en que fue a obsequiarlo con un sustancioso estipendio por los servicios eclesiásticos de los funerales, una vez que habían pasado algunos días. Honorino el notario, a pesar de que no había necesitado tocar el derecho canónico desde que obtuvo matrícula de honor en segundo de carrera, sabía que la Iglesia no eleva a los altares a un suicida, por lo que, de entrada, le pareció una estupidez la intención del cura, ya que estaba dispuesto a cualquier incongruencia, con tal de agradar al único heredero de la mayor fortuna de la comarca. A pesar de todo, Honorino lo dejó que corriera por sus derroteros y le dijo:
—Muy bien, don Bonifacio. En ese aspecto no soy yo el más indicado para opinar y mucho menos para mover ni siquiera una paja, porque eran mis padres. Espiritualmente, nadie mejor que usted los conocía.
El día siguiente del levantamiento de los cadáveres, don Bonifacio improvisó un altar con la mesa en la que Honorino tanto había estudiado y celebró una misa “corpore insepulto” ante los familiares más directos y múltiples amigos de La Coruña, después de la cual se llevaron a cabo las inhumaciones.
La adjudicación de la herencia y demás aspectos burocráticos supusieron casi un trámite entre notarios. En pocos días quedó todo cerrado, con un epitafio en las sepulturas de la bodega inscrito en una losa blanca: los nombres y apellidos con fechas de nacimiento y muerte; y debajo una escueta leyenda: “Vuestros hijos, Adela y Honorino”.

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