51
Durante el viaje tuvieron tiempo para todo tipo de conversaciones. Sin duda, la que se refería al Vasco fue la única que intranquilizó al padre, quien escuchaba con singular atención no fuera a ser que alguien pudiera malograr la sensibilidad de su niña. Cuando le dijo que deseaba casarse muy pronto, se electrizaron sus cabellos; sabía que no valdrían palabras para disuadir a Eva de sus propósitos dada la firmeza de su carácter, por lo que prefirió abordar el asunto de otra manera:
—Aunque no tenga padre ni madre, alguien quedará de su familia, algún tío o primo. Yo nunca te prohibiré que te cases; además ya has cumplido dieciocho años y me podrías deshacer cualquier argumento con el que lo intentara; lo que sí tengo que advertirte es que el matrimonio es algo muy serio que puede acarrear la infelicidad en la vida.
—O la felicidad, como va a ser mi caso —contrarió Eva el consejo sin afán de menosprecio.
—Eso es un concepto vano —repuso el padre—. Para sentirse feliz hay que ser un ignorante y creer todo lo que interese. El cerebro humano es muy frágil y fácilmente se cae en el fanatismo. Yo creo que hay una relación de proporcionalidad directa entre ignorancia y fanatismo.
—No estoy de acuerdo con lo que dices —machacó Eva su discrepancia. Lapidario, el padre:
—La felicidad se esconde en los contrastes; por eso, siempre se ha asociado la felicidad con el máximo contraste que es la muerte con respecto a la vida. Una vez pensé en suicidarme para comprobarlo y al final me comporté cobardemente y desistí del intento.
Insistía Eva con pertinacia incansable:
—Yo no estoy de acuerdo contigo en ese aspecto. ¿Tú no crees que el amor lo soluciona casi todo?
Mostró el padre pergeño melancólico:
—Yo no creo en casi nada, hija. Sólo me mantiene el hecho de que tengo una obligación para contigo, y es que tengo que pasarle a tu madre la mensualidad para que te mantenga.
—Entonces, ¿no te va bien con Ivonne? Al veros, imaginaba que erais tan felices.
—Hace un mes que hemos roto; es una furcia que solamente venía conmigo porque le proporcionaba una vida regalada. La eché de mi casa y muy diligente encontró refugio con un político de baja estofa. Ahora, a la prostituta que envuelve a un político tonto se le llama compañera. Las prostitutas de verdad, las que contagian enfermedades, se han quedado para los obreros de los polígonos industriales. Pero, por favor, no me preguntes, pues que te respondiera no conduciría a nada.
Hubo un silencio de seis segundos mirándose y continuó el padre su discurso:
—No te imaginas lo que te agradezco que hayas venido conmigo. Estaba hundido y ahora me mantiene a flote tu presencia.
Eva dejó de pensar en sí misma, dada la depresión que padecía su padre y trató de echarle un cabo que paliara en lo posible la congoja.
—Tienes un poder de convicción que fascina. Aunque sigo sin estar totalmente de acuerdo contigo, no dejan de tener su intríngulis tus sentencias. Pareces un profesor de Filosofía en vez de un ejecutivo de los japoneses.
—Déjate de bromas y entiende mi postura, aunque es difícil que te hagas cargo. En cierta manera es lógico que hayas idealizado a los profesores, que muchas veces se convierten en puntos de referencia sobre todo si se tiene suerte, como parece que tú la vas teniendo. No, no. Mejor ocasión que esta no encontramos para contactar con su familia.
—Te digo que es inútil, papá; no queda nadie; sólo su tío el cura, y ya te dije que está en América.
—Por intentarlo no perdemos nada, aunque sea hablaremos con el Obispo.
—¡Ay, papá! ¡No la líes! ¡Si lo sé no te cuento nada! Además, el tío no es tío, en realidad no es nada; se hizo cargo de él cuando murió su madre, de lo contrario lo hubieran recogido en el orfanato de la Misericordia. Me parece que lo que te disgusta es tener un yerno sin familia, pero cuando lo conozcas, nada más que regresemos, cambiarás de parecer inmediatamente. ¿No dice un refrán que el que casa a un hijo lo pierde y el que casa a una hija gana un hijo? Pues este es el caso, ya verás.
—Siento contrariarte pero quiero que pienses qué harías tú en mi lugar. No me convencerás; no desistiré hasta que no logre conocer a algún allegado suyo. ¿Cómo no va a quedar nadie? Eso es imposible y menos en el País Vasco donde las familias suelen ser muy numerosas. Cambiaremos el rumbo y llegaremos a Bilbao hoy mismo. Tú no te preocupes, que yo me entrevistaré con el Obispo; y seguro que no me ocultará nada, porque los curas son curas, pero no mienten.
—¿Y qué te iba a ocultar?
—Nada, nada. Por supuesto.
A las diez de la noche llegaron a un hotel muy cercano a la sede episcopal bilbaína y alquilaron dos habitaciones. Llovía con agua mortecina. En el vestíbulo del hotel, apenas media docena de clientes silenciosos, acechados por el recepcionista uniformado de aburrimiento; dos letreros en vasco y diez en castellano, al contrario de lo que Eva y su padre hubieran imaginado. Con el alarde de luces en arañas y apliques, casi no se apreciaban las intermitentes de un gran pino navideño. En el restaurante, merluza a la vasca para no ser originales. El padre le decía que ya estaba hasta el cogote de cenas de negocios con hombres pequeñitos chapurreando inglés; porque el japonés es imposible. Cavilaba el padre en voz alta:
—Tiene que haber algo sobrenatural que haya hecho posible este viaje. Tampoco estoy yo muy de acuerdo conmigo mismo: no sólo se encuentra la dicha en los contrastes.
—¡Eres un encanto, papá!
Estas palabras acabaron por insuflar entusiasmo al negror del horizonte al que el padre se veía abocado.
A las ocho de la mañana del día siguiente, el padre salió solo del hotel sin despertar a Eva. La lluvia constante se concentraba en los canalones que escupían a la acera múltiples reguerillos; había que sortearlos para no mojarse los zapatos. Pocas manzanas separaban el hotel de la residencia del Obispo en la que al entrar, a la derecha, se topó con una ventanilla de cristal biselado y arco de medio punto bajo cuarterones de vidrios cuadrados, opacos, engastados en peinazos de vieja madera de castaño, que le recordaba las antiguas estafetas de correos. Dentro, al lado de una centralita de teléfonos, un hombre maduro con aspecto de lego frailuno, voz atiplada y modales de amaneramiento: —El señor Obispo está en Donosti y no vendrá hasta la noche para la misa de Gallo. Mañana: Navidad; y tampoco le puede conceder audiencia. Pero, dígame, a lo mejor yo le puedo resolver algo.
—No es mi intención despreciar los consejos que usted pudiera darme, pero, ha de ser el mismo Obispo, porque se trata de un caso de matrimonio…
Le cortó al instante:
—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. El que lleva todo lo relacionado con el tribunal de la Rota es el secretario y yo creo que sí puede recibirle. Ahora está... diciendo misa —dijo mirando, a través de la parte superior de las gafas bifocales para ver de lejos, un gran reloj de pared del siglo pasado: los números romanos abultados y las agujas de hierro—. Tendrá usted que esperar un poquito, pero terminará pronto porque la dice en el oratorio privado y no es lo mismo que en la iglesia, con homilía.
Esperaría pacientemente hasta que el lego quisiera.
Al cabo de un rato, consultó por teléfono, después de conectar dos clavijas con cables elásticos:
—Un señor desea verle urgentemente para un caso de anulación matrimonial.
El padre de Eva trató de indicarle que él nada de eso le había dicho, mientras que, entusiasmado en la conferencia, el portero no se percató del mohín y siguió insistiendo:
—Sí, sí, claro, urgente.
Colgó el teléfono y le indicó la puerta que tenía que pasar para llegar a un claustro. Al final, a la izquierda, se leía una placa: «SECRETARIO DIOCESANO».
El padre de Eva había adquirido la costumbre, los últimos años, de echar mano a la cartera y responder con mil pesetas. El lego, o lo que fuera, con pantalón por encima del tobillo, sin raya, y con calcetines negros, muy asombrado arrugó la frente y tomó el dinero. El padre de Eva pensó que en ocasiones consigue más un ujier que el mismo presidente.
Abrió la puerta del despacho el propio secretario, un sacerdote muy pulcro con una cruz de plata como insignia en la solapa del traje gris oscuro y alzacuellos con etiqueta blanca, quien lo invitó a sentarse en un tresillo al lado de la ventana de grandes muros. A lo que más se parecía aquella estancia era a un bufete de abogado decimonónico.
El padre de Eva, con la gabardina de tantos botones, podía ser un detective privado, como los de las películas de la tele, que eran las únicas que veía don Orencio Urrutia Méndez, hijo de padre vasco y madre castellana, ordenado de sacerdote en el año 1950 según se veía en un cuadro confeccionado por manos de monjas, donde conservaba la cinta con la que, simbolizando algún misterio, el Ordinario oficiante en las sagradas órdenes le ataba las manos en la ceremonia. A los ojos del preste, pudiera tratarse de un emisario de Esteban Arias Hernández, quien desde América, ya en otra ocasión, pidió algunas informaciones a los curas de la diócesis en los que confiaba, pues, sin duda, eran las únicas personas a las que podría encomendar sus tribulaciones, porque el padre de Eva fue al grano sin ninguna clase de rodeos diciéndole que su hija contraería matrimonio canónico, claro, con el sobrino de un sacerdote que había pertenecido a aquella misma diócesis y del que no tenía más noticia; y que como podría comprender, como padre de la novia, le correspondía enterarse de los antecedentes familiares de su futuro yerno. Tan ingenuamente metió al cura en un brete, que no entendía el porqué del manejo nervioso del pañuelo blanco, con el que restregaba la frente y el cuello. A pesar de todo, el cura don Orencio hizo gala de su ardid de jurisconsulto especialista en Derecho Canónico, y, de ser interrogado, se convirtió en persona interrogante. De esta manera, ya estaba jugando en su campo con algún gol de ventaja, pues no necesitó más el pañuelo. El padre de Eva fue respondiendo, como si fuera llevado por el viento, a todas las preguntas, ya perspicaces, ya sin importancia, con la mayor sinceridad del mundo; sólo mintió en una: la concerniente a su divorcio, representando el papel de ejemplar padre de familia cristiana, pues consideró que su estado en nada favorecería, en aquel lugar, la investigación que intentaba llevar a cabo.
Satisfecho don Orencio, sonrió pensativo, extremó los modales, cambió el semblante tornándolo serio, empezó el monólogo y se sinceró arrellanándose en su trono:
—Efectivamente, don Esteban Arias Hernández perteneció a este presbiterio procedente de la diócesis de Astorga, y desde aquí se fue a la de Arequipa, en Perú, para que su nombre no manchara a la Santa Madre Iglesia, pues tuvo un desliz y cayó en un asunto turbio. Obispos hemos tenido ya varios en estos años, pero consiliario, he sido yo el único desde entonces; por eso es mejor que le haya informado yo que el Señor Obispo. Yo no necesito leer los expedientes canónicos porque los conozco de memoria, y no media en el caso «sigilum confessionis». Don Esteban dirigía espiritualmente a una muchacha de diecisiete años, de muy buena familia, cuyo padre era un bienhechor de la Diócesis, que en paz descanse; y la madre, una santa, que Dios tenga en la Gloria. Soportaron dos martirios: la quiebra de la empresa y lo de la hija. Terminaron los dos en un asilo de ancianos desamparados. La muchacha dio a luz un niño siendo soltera. ¡Pobre muchacha! ¡Parece imposible que naturaleza humana pueda sufrir tanto! Se llama Itziar Marculeta Etxeverría.
El padre de Eva se aturdió y puso la espalda tiesa despegándola del respaldo del asiento:
—¿Cómo que se llama? ¿No se había muerto?
—Bueno, bueno, no se inquiete hijo; no se inquiete que termino de explicarle: en aquellos tiempos, aunque parezca mentira, era imposible secularizarse; era necesario apostatar de la fe cristiana, y don Esteban optó por seguir siendo sacerdote para salvar su alma. Eran otros tiempos... Hoy día la Iglesia tendría otros mecanismos jurídicos para resolverlo, pero no podemos juzgar aquella situación anacrónicamente.
—Eso quiere decir que don Esteban era el padre de la criatura —se alteró el padre de Eva levantándose del asiento.
Don Orencio intentó tranquilizarlo extendiendo su mano rolliza como si de arriba a abajo abanicara el aire:
—Siéntese, hijo, siéntese. Dado el caso, me veo en la obligación de estricta conciencia de explicarle las cosas como fueron: ¡Casi como una tragedia!
—¿Y usted no me puede dar la dirección de la madre? —se agitó el padre de Eva.
El consiliario siguió con palabras lentas:
—Eso es lo más triste. La pobre está internada en el hospital psiquiátrico. Perdió el habla y las facultades mentales. Canónicamente no existe impedimento para que su hija, de usted, contraiga matrimonio con aquel niño, y civilmente figura como hijo adoptivo de don Esteban, que ya está secularizado y vive en algún lugar de América. Lo que ha supuesto una sorpresa para mí es que José Antonio viniera él solo a España y no trajera a su padre. No debe de saber todavía que su madre vive, pero tendrá usted que decírselo.
—¿Yo?
—Será el más indicado para ello. Al fin y al cabo usted tomará el relevo, ya que será el padre político.
—¡No, No! ¿Quién me manda a mí meterme donde nadie me llama? —se descompuso el padre de Eva—. Sólo soy padre de mi hija, y él, además de tener treinta años, tiene padre perfectamente sano. ¡Eso ni pensarlo! Yo creo que lo mejor es que mi hija no se entere y la convenza de que debe dejarlo. ¿Dónde va mi niña con un hombre que le saca doce años? Esto es una locura, hombre, esto es una locura. Un capricho de la niña. ¿Qué sabe ella lo que es el matrimonio? ¡Yo, ni lo conozco! ¡Menudo pajarraco! —aceleraba la velocidad de su enojo con la voz alta, sin comedimiento—: ¡Escolti mossèn, els fotaré dues hòsties a cadascun! —rectificó al momento—: Perdone, cuando me enfado me sale catalán por todas partes. Quería decirle que si es necesario les pegaré dos hostias a cada uno y que se dejen de bobadas. ¡Vaya manera de truncar la juventud de mi hija, y los estudios, y todo! De ninguna manera, esto lo arreglo yo pronto.
Mossèn Orencio se puso muy digno y cerró los ojos:
—¡Caballero, está usted profanando esta casa con sus blasfemias!
Se desconcertó el padre de Eva y miró de lado como si hubiera quedado petrificado:
¿Qué dice?
—Que cuide su vocabulario.
—¡Ah! ¿Por qué? ¿Por lo de las hostias? En Cataluña ni siquiera es taco, lo dicen hasta los curas; y no le daré dos, le daré cuatro, o diez, o las que hagan falta.
Montó en cólera de tal manera, que se olvidó de despedirse para salir del religioso recinto. Seguía lloviendo y compró un paraguas en la primera tienda. Antes de entrar en el hotel se sosegó lo suficiente tomando un chocolate con churros.
Don Orencio quedó pensando que mejor hubiera sido no haberle dicho nada.
52
No mostraba inquietud alguna la chica cuando llamó a la habitación de su padre y la encontró vacía; únicamente se resignó en la espera mientras desayunaba café con leche, mermelada, mantequilla y un panecillo tostado, hasta que su padre apareció con el paraguas nuevo en el comedor reservado para los clientes de la casa. Sin reprocharle lo más mínimo recobró su sonrisa de siempre diciendo:
—¿Dónde te has metido? Me decidí a tomar algo porque ya estaba teniendo hambre
—Termina pronto que nos vamos.
—¡Bueno, hombre! ¿A qué vienen estas prisas? Primero me tocó esperar a mí, y por turno riguroso, es a ti, al que te toca esperar ahora —esbozó Eva una sonrisa antes de tragar el bocado mientras observaba algo extraño en la forma de guiñar su padre medio ojo indefinidamente:
—¡Venga! Siéntate y toma un café con leche por lo menos, al tiempo que me cuentas dónde te has metido desde que te levantaste.
El padre atendía a la vez a dos asuntos: las palabras de Eva y la conversación con el Secretario Diocesano, de la que, entrecortado en sus pensamientos, trataba de concluir, sin saber cómo, algún argumento con el que disuadir a Eva de la boda; pero, sosegado, no encontraba resquicio por dónde abordar tan delicado tema:
—Pues... he estado merodeando por los alrededores y comprando este paraguas. ¡Vaya! ¡Estoy en la luna! No me he dado cuenta de que tú también podrías mojarte; iremos a comprar otro enseguida.
—No importa —masculló Eva terminando los últimos bocados—, me encanta cogerte del brazo y achucharme, como cuando era pequeña en Barcelona, contra mi papaíto.
Pletórico el padre, con un cariño infinito, le acarició la melena diciendo:
—¿Por qué serás tan preciosa?
—Evidentemente —sonrió Eva—, porque soy tu hija. ¿Recuerdas que me lo enseñaste a decir a los tres años? Adoro la lluvia porque nos obligará a caminar juntos bajo el mismo paraguas.
Se resquebrajó decidido
—Al hospital psiquiátrico iremos en coche; tendremos tiempo después para dar un paseo.
—¿Qué dices?
—Sí, sí. Has oído bien: ¡Al hospital psiquiátrico! No para internarnos sino para hacer una visita.
—¡Vamos a ver! Cuéntame. Siéntate y cuéntame de qué se trata.
—Será mejor en el coche. No sé por qué, me inspiro mejor mirando la calzada mientras conduzco: te lo iré contando mientras llegamos. Anda, vamos.
¿Cómo que qué? —tirándole de la gabardina lo obligó a sentarse.
—Te vas a llevar un disgusto. Para ti es una mala noticia.
—¡Venga, que me estás impacientando demasiado!
El padre le tomó una mano:
—El Vasco, como tú lo llamas, te ha mentido; lo que pasa es que se siente avergonzado y no tendría por qué. Su madre está loca y su tío, no es que sea tío. ¡Es su verdadero padre!
Se desplomó Eva en su fuero más íntimo recordando en segundos todas las conversaciones al respecto:
—Es imposible que me haya mentido, se lo habría notado. El que le ha mentido, sin duda, ha sido su tío; bueno, su padre, mejor dicho.
— Yo no lo creo. Ya te dije una vez que los curas son curas pero no mienten; lo más que hacen son restricciones mentales, como ellos llaman; es un sello indeleble que llevan grabado en sus corazones. O mejor, si quieres, no mentir supone para ellos el verdadero patrimonio en el que se apoyan para sus conquistas, por eso tienen éxito; y a la postre, todo el mundo les perdona los pequeños fracasos e incluso los grandes. No todos los sobrinos de los curas son sus hijos naturales, pero todos los que han tenido hijos pasan por tíos ante la gente si habitan en el mismo hogar.
—Me has dejado de granito. Vamos al psiquiátrico —se apresuró Eva en dos frases.
—De cuarcita me quedé yo cuando me lo contó el secretario diocesano, pensando, sobre todo, en el disgusto que te llevarías.
Atravesaron la ciudad llena de semáforos sin apenas palabras. Eva, hundida, en el asiento confortable mirando a la derecha pero sin ver a nadie.
La entrada del manicomio se asemejaba a un campo de rastrojos donde no hay pájaros que picoteen las espigas. En el aparcamiento con letrero: «sólo para médicos», dos coches; en el de enfrente, únicamente el suyo.
Detrás de un mostrador de la recepción una enfermera asomaba la cabeza. A lo lejos, un quejido de animal enjaulado. A Eva se le encogió el alma. El padre no se impresionó absolutamente nada:
—¿Podríamos visitar a una enferma?
—¿De quién se trata? —respondió la señorita de la cofia blanca.
—Se llama Itziar Marculeta Etxeverría.
—Me temo que no va a ser posible; no obstante llamaré al médico de guardia. Hoy, Nochebuena, no hay ningún psiquiatra; y hasta el día veintiséis no vienen. —Pues... ¿No dice que se encuentra uno de guardia?
—Pero no es psiquiatra y esa enferma nunca está tranquila. ¿Son ustedes familiares?
Se adelantó el padre, porque Eva no podía decir nada:
—No exactamente; bueno, algo nos toca. Ya le explicaremos al médico. Haga el favor de llamarlo.
Quedó cortada la enfermera:
—¡Miren! Pasen al fondo. Al lado de la sala de espera ya verán un letrero: «Médico de Guardia».
Las pisadas brillantes, casi resbaladizas, rompían el silencio por el pasillo ancho. A Eva le palpitaba el corazón muy deprisa. Se adelantó otra vez el padre a llamar a la puerta porque Eva no podía sacar las manos de los bolsillos de la trenca.
—Marculeta...Etxe...verría. Aquí está, —el médico leía en voz alta consultando el fichero de las historias clínicas—. Viniendo desde Málaga y tratándose de la futura nuera, les permitiré que la vean desde lejos, porque responde con agresividad. Estando yo de guardia se hizo una herida, y al intentar curarla, se tiraba a morderme; y la tuve que dejar por imposible hasta que llegó el psiquiatra doctor Lakunza, que es con el que muestra confianza. Si vienen ustedes pasado mañana, él les podrá informar mejor de su enfermedad. Yo, lo único que puedo hacer es leerles la historia, pero no siendo médicos, no van a entender casi nada. ¿Ven? —leía el cartapacio—. Aquí dice: «Neurosis traumática por deprivación... Afasia irreversible, por lo que no se puede practicar psicoanálisis... Conducta agresiva...» ¡Bah! Ya les digo: mejor que vengan pasado mañana, —quería desentenderse y evitar responsabilidades.
Eva y su padre se apostaron tenaces en la espera, ya que antes les había asegurado que la podrían ver desde lejos; y el médico seguía leyendo con los folios cara a la luz de la ventana inclinando la cabeza cuarenta y cinco grados al mismo tiempo que comentaba los datos:
—Hace dos años, por las fechas que constan en el informe, vino un hombre a visitarla, pero no quiso identificarse; y la dirección del Hospital no consintió la visita. Nunca más ha vuelto.
Sin atreverse a decirles que se despidieran, en el folio siguiente leyó:
—«Responde al nombre con la mirada...» —se rindió el galeno—. ¡Vengan! ¡Pasen conmigo, que estará sentada donde siempre!
La calefacción se hacía insoportable y el padre se quitó la gabardina. El médico los condujo al pasillo cerrado con grandes cristaleras que daban al jardín con una fuente de chorro constante. El médico delante, no avanzaron más de un metro de la puerta. La madre del Vasco, de espaldas, sentada en una silla de madera negra, con albornoz blanco, acunaba en su regazo un muñeco que nadie podía arrebatarle. El médico gritó sin desparpajo:
—¡Itziar…!
La madre del vasco, volvió bruscamente la cabeza despelujada, con restos de una trenza larga que no se dejaba cortar; abrió la boca dibujando tres arrugas largas y profundas en cada comisura y enseñó los dientes. Lentamente volvió la atención a su cachorro y lo tapó con mimo. A Eva se le clavó aquella estampa en el área diecisiete de su cerebro. Las pulsaciones se le dispararon.
53
En el Seminario de Historia, el veintitrés de febrero de 1983, a las siete de la tarde, en la mesa camilla, con un brasero eléctrico, corregía Damián los trabajos de historia de la clase de Clara:
«¿...? ¡...! ¿...? ¡...!». Se estaba fraguando el sobresaliente de la novia de Leo por momentos. Al terminar de leerlo comenzó de nuevo concienzudamente y cuanto más se embebía en la lectura, más se ratificaba en la calificación máxima, dada la estructura y contenido del ejercicio dividido en tres partes: «Introducción», «Los documentos», «Conclusiones».
La tercera parte comenzaba así:
«Después de examinados los escritos recogidos en un cuaderno por un anónimo autor en los años cuarenta, deduzco la existencia de una civilización perdida, paralela en el tiempo a la cultura románico-medieval-contemporánea; por tanto, paralela también a los orígenes de nuestro idioma, mucho antes de que el Rey Alfonso X, el “Sabio”, recogiera el saber del mundo civilizado».
Después de este párrafo, corrigió Damián puntilloso con lápiz rojo:
«Debes cuidar al máximo la expresión, ya que se presta al equívoco la frase: “Cultura románico-medieval contemporánea”. Contemporánea, ¿de quién? Se puede entender que en la actualidad existe una cultura románico-medieval. No obstante, es el mejor trabajo de la clase».
En ese momento, el Vasco entró al seminario y se sentó a su lado:
—¡Vaya un montón que tienes! Luego dice la gente que tenemos muchas vacaciones. Nadie cuenta las horas que trabajamos corrigiendo ejercicios.
Damián colocó el de Clara debajo, no siendo que el Vasco echara una ojeada, pues se sintió sorprendido pensando utilizarlo en provecho propio, para su currículum, ya que no era posible que Clara hubiera inventado aquellos textos en latín monástico, leonés antiguo y algunos traducidos; aunque a veces, con los alumnos, se lleven los profesores grandes sorpresas. Salió airoso diciendo:
—¿Vamos al bar a tomar algo? Estoy hasta el gorro de corregir trabajos durante toda la tarde. Me llevaré algunos para seguir en mi casa.
Al salir del seminario y cerrar la puerta, al Vasco le extrañó algo que nunca había detectado en su compañero: comprobó cinco veces si había quedado segura la cerradura; habiendo avanzado dos pasos, se volvió e insistió de nuevo con la llave, por si acaso. El Vasco no le concedió importancia a lo que de momento consideró minúscula manía. Salieron los dos del Instituto dirigiéndose, vociferantes, a Alfonso Sierra, con un hasta mañana efusivo. Al Vasco lo esperaba Loli tomando un güisqui en la barra y leyendo el periódico del día. Damián se entretuvo poco tiempo, pues ansiaba seguir leyendo lo que a él le parecía la más apasionante historia que no viene en los manuales; tendría que preguntar a Clara el origen del cuaderno y desde aquí iniciar la búsqueda de los pergaminos originales, porque podría tratarse de una fantasía: algunas alumnas se muestran brillantísimas en las últimas generaciones; no obstante, por lo menos a primera vista, encajaban las piezas que faltaban en algunas incógnitas importantes; además, cualquiera puede comprobar la existencia de la lápida escrita en la catedral del vino, y el sepulcro —pensaba—, y desde luego, la Mesopotamia leonesa es cosa cierta, aunque en la geografía actual no se le asigne ese nombre. La toponimia podría confirmar algunos extremos —reconstruía mentalmente la comarca—; desde luego, en el atlas figuran lugares que podrían abrir el camino, como Castromudarra, Almanza... Se obsesionó tanto con sus hallazgos en el trabajo de Clara, que prefirió no entregar los ejercicios a los alumnos hasta pasados unos días. Ante la insistencia por saber las calificaciones, optó por la nimiedad en la que no había reparado: sacar fotocopias que durante los días siguientes aprendió de memoria de tanto leerlas, si bien se atascaba en la comprensión de algunas cuestiones de rango lingüístico, por lo que con denodado entusiasmo consultó bibliotecas de toda índole y trabajó más que en toda su carrera; a pesar de todo conservaba dudas, pero eran debidas a que era proclive a una desapercibida neurosis obsesiva. Durante varios días echó el bofe volteando los escritos y determinó pedir ayuda a alguien que no estuviera interesado en cuestiones históricas, por no darle ocasión de que le robara el tema. Repasó a sus compañeros, pero ninguno le inspiraba confianza porque no quería que nadie descubriera lo que traía entre manos. Pensó en Emilio, pero en vista de que tenía fama de derechas, y ambos habían mantenido una fuerte disputa, a Damián no le agradaba que observaran sus consultas aunque fuera en los pasillos. En esos años, los más débiles de carácter no resistían las censuradoras miradas siniestras de los que más presumían de antifascistas, cuando aquellos charlaban con alguien que no fuera del agrado de los que más vociferaban en las reuniones de claustro, porque le hubieran colocado el sambenito de adepto al largo régimen franquista. Algunos profesores se abobalicaban con un discurso huero, y citaban a diestro y siniestro autores revolucionarios que no habían leído, pero daba resultado para mantenerse fuera de toda sospecha. A pesar de lo cual, dado que Emilio era lingüista clásico, decidió Damián hacerle algunas preguntas sobre el latín de los escritos, arriesgándose a ser tachado por sus compañeros de sujeto dialogante con un profesor autoritario.
54
Eva, desde que llegó a Málaga con su padre, después de las Navidades, anduvo errante vigilando los pasos del Vasco, que día tras día le daba largas. Su madre, al ver que adelgazaba casi un kilo por semana, la llevó al médico, quien diagnosticó en pocos minutos de consulta anorexia nerviosa.
Loli y el Vasco salieron del bar bien entrada la noche bajo la mirada de Eva, que se escondía detrás del buzón de correos para no ser vista. No encontraba ocasión de hablar a solas con el Vasco por más que la forzaba. Una vez más, no se atrevió a hacerse la encontradiza, porque la voz de Loli se le retorcía en las neuronas del Girus Limbi. Soportar su presencia cristalizaba en ella como hábito incorregible, sintiéndose estertorosa en la agonía del amor a su amado, que se escurría como mercurio entre sus dedos, con mucho peso y sin poder agarrarlo. Por la tensión acumulada lloró de rabia y se dio la vuelta.
Al día siguiente, intentó de nuevo trabar conversación donde nadie los oyera, y el Vasco no tuvo más remedio que atenderla porque le espetó, a la primera, que hacía dos meses quería decírselo y nunca había podido. Trataba Eva de que no le notara el sobrecogimiento que le ocasionaba su presencia y pasar como si nada le ocurriera en sus fueros internos. Siguió diciéndole que había visto a su madre casualmente en el hospital psiquiátrico. De esta manera pretendía ganarlo sentimentalmente; y si lo perdía para siempre, al menos esa confidencia, nunca podría olvidarla, ni podría olvidar aquel lugar donde se lo decía. Eva resbaló un poquito en sus palabras pues le dijo «casualmente», y desde luego, esa casualidad no se sostenía por sí misma; pero ese detalle le pasó al Vasco desapercibido, pues anteriormente había mencionado a su madre, y, en ese instante, al Vasco se le destrozaron sus esquemas sin que pudiera reflexionar en los pequeños detalles. El comportamiento del Vasco resultó diametralmente opuesto a como Eva había previsto, ya que se hizo el escurridizo evitando en lo posible hablar de su madre. Tenaz y ofuscada en su intento, Eva insistió de nuevo queriendo describirle lo que había visto en Bilbao, y no se explicaba el porqué de aquellos regateos dialécticos con los que el Vasco evitaba seguir hablando de lo que ella pretendía. Llegó un momento en el que el Vasco le dijo directamente, que tanto para el uno como para el otro, sería mejor olvidar los devaneos en los que juntos habían estado inmersos. Con esta confirmación, Eva se desplomó interiormente y recordó la conversación con el médico de guardia, quien le había dicho que un hombre había intentado visitar a la madre del Vasco en el manicomio; concluyó que no podía haber sido otro sino el mismo Vasco, y le dijo mascullando las palabras:
—¡Eres un cerdo hijo de cura! Dice mi padre que de tal palo tal astilla. Menos mal que lo del embarazo resultó una falsa alarma; de lo contrario, me habrías dejado con el niño, porque yo no hubiera sido tan estúpida como tu madre, que se lo dejó robar para ponerse loca. Sólo piensas en pasiones bajas a pesar de tu carita de ángel. ¡Eres un guiñapo mentiroso!
Con tales improperios, el Vasco no reaccionaba; sólo se le ocurría perder la compostura y pegarle una paliza, pero pensó que, de seguir adelante, él saldría perdiendo; y trató de explicarle calmando la ira:
—No es lo importante que te hayas enterado de mis secretos, sino el daño que te pudiera haber hecho. Tienes que perdonarme, porque, en efecto, ha sido culpa mía que nos hayamos comportado como dos críos dejándonos llevar de las circunstancias; pero yo creía que con la cantidad de chicos de tu edad a los que les gustas, y con tu carita seráfica, me olvidarías en muy poco tiempo.
Después de una pausa corta, el Vasco se descubrió con absoluta apertura:
—Efectivamente, mi padre me encomendó, cuando me vine a España, que cuidara a mi madre. El pobre ha vivido en un tormento constante. ¿Por qué crees que por todos los medios intento hacerme rico encontrando lo que es mío por herencia? Estoy seguro de que mi madre puede curarse. Tiene una vida por delante, ya que su edad es de cuarenta y siete años. La llevaré a los mejores psiquiatras de América cuando me hayan pagado por el retablo de El Baco lo que vale: la cifra puede ser incalculable. La sacaré de la pocilga en la que se encuentra. Tengo que sacarla y no sé a quién pedir ayuda, porque ya te digo que El Baco me pertenece por herencia y no soy capaz de hacerme con los pergaminos para demostrarlo; que mi padre sabe que en algún lugar existen. Es imprescindible, como previa, hacer un acta notarial de su existencia aunque sea a través de fotos de los originales. Ahí tienes la clave para hacerme un absoluto desgraciado: publicar mis planes a los cuatro vientos. Porque... te diré más: ya he localizado El Baco. Se encuentra en la bodega de un pueblo y, sin embargo, todo el mundo cree que lo quemaron cuando la guerra. Yo no vivo ni para ti ni para nadie; únicamente vivo para rescatar El Baco. La excursión a Astorga no tuvo otro objetivo. ¡Pobre mi viejo! ¿Te das cuenta de por qué sin los pergaminos no podré demostrar nada?
Eva se compungió de tal manera que rompió en un llanto amargo.
55
Pasados unos días, Damián, que nunca intercambiaba diálogos con Emilio, aprovechó el momento en el que se cruzaban entre clase y clase por el pasillo del Instituto para dirigirle unas palabras:
—Tengo que consultarte unas cuestiones de léxico latino y otras referentes a la diacronía de algunos giros lingüísticos. No creo que haya en toda Andalucía alguien que, con más solvencia que tú, pueda orientarme.
Damián no pretendía adularlo tan torpemente, pues su intención sólo era decirle que no tenía acceso a otro especialista en Lengua Latina más cercano; a pesar de lo cual, a Emilio en nada le extrañaron los halagos porque engolado y altivo, cerró los ojos mientras sonreía dignamente y arrugaba el cuello:
—Cuando quieras, hombre, cuando quieras. Dime, a ver qué dudas te embargan.
—Bueno, verás, es un poco largo; tendré que tomar apuntes de lo que me digas porque hay de todo, y es muy complicado.
—Si es así, vamos al seminario de Latín y allí nos sentamos tranquilamente. Yo, ahora, tengo guardia; no falta nadie, por lo tanto estaré desocupado.
—Pero yo tengo clase. No te preocupes. Ya tendremos tiempo.
Claudia María y Carlos, que se dirigían a sus respectivas clases, pasaron a su lado y quedaron extrañados de que Damián se dirigiera amistoso al que consideraban, sin ningún motivo, un fascista imperdonable; y todavía comentó Claudia María: —¿Qué hará Damián con ese facha impresentable?
—Seguro que el señor catedrático de Latín intenta comerle el coco —jaleó Carlos irónicamente—; oiremos lo que cuenta cuando salgamos de clase.
Creía Damián haber pasado desapercibido entre el trasiego y griterío de alumnos que iban y venían por los pasillos, y que nadie lo habría visto en conversación con el denostado compañero, por lo que se avergonzó cuando Claudia María, en un instante, cruzó la mirada haciendo una mueca despectiva hacia Emilio, quien nunca entendió el porqué de aquella repulsa desde el primer día en que llegó al Instituto; y mucho menos ahora que estaba encontrando en Damián un refugio donde se le reconocía su valía intelectual, en la que tanto empeño había puesto hasta el punto de polarizar su existencia.
—¿No me adelantas algo? —preguntó Emilio entre satisfecho y herido.
—Así, de memoria, sin tener los papeles delante, no merece la pena. Ya seleccionaré las dificultades, sobre todo de traducción. Te puedo decir que se trata de latín monástico, preliterario. Bueno, me parece a mí; por eso quiero que me asesores.
Damián aseguraba remedio a su peculiar manera de ver las fotocopias del cuaderno de Honorino a través del trabajo de Clara, en las que se atascaba sin poder conseguir una lectura fluida. Y siguió diciendo:
—Se trata del trabajo de una alumna que escribe muchas citas, y algunas de ellas, o están equivocadas o no me explico por qué no las entiendo; por lo que antes de comentárselo, prefiero cerciorarme. Pues, mira, por ejemplo: «feras curabat».
Lacónico Emilio, se precipitó pontificando:
—No tiene ninguna dificultad: «cuidaba las fieras»; depende a quien se refiera.
—Pues eso; tendrás que ver el contexto; y así muchas, como «kordarius», escrito con Ka, y no con Ce; también me ha traído de cabeza la palabra «kordos»; o también, «borra». Por eso desearía que las vieras despacio.
—Pues, lo dicho, trae el trabajo mañana y te lo comento. ¿A qué hora tienes un hueco?
Abrió Damián la carpeta y consultó el horario:
—Mañana no puede ser, no tengo ni una hora libre. Si pudieras por la tarde…
—Por mi parte, ningún inconveniente.
—Te dejo; te dejo porque... oye esos gritos; son mis alumnos de primero, y ya voy tarde. Entonces, mañana en tu seminario de Latín nos vemos.
El murmullo del aula donde entró Damián se cortó de repente mientras que, en la calma, Emilio bajaba solemne por las escaleras atenaceando mentalmente a cuantos en su vida lo habían despreciado. Damián ya no le parecía tan necio; y muy ufano, con el peluquín un poco ladeado, silbó un estribillo hasta que llegó a la sala de profesores a firmar el parte.
Juan, el conserje, que no había visto entrar a ningún empleado, asomó la cabeza para satisfacer la curiosidad sobre quién silbaba y se sorprendió de que don Emilio, tan serio y neandertalense, muy parecido al dibujo mural del seminario de Historia, se solazara con un silbido.
Emilio anduvo alborozado durante el tiempo en que esperó la ocasión de demostrar a Damián su ciencia lingüística y se olvidó de la desoladora concepción de la vida que implacablemente le había impuesto su infancia. Por un día, el tictac de su ritmo se le aceleró tanto que dejó de sentirse en ostracismo, y los relojes no le producían angustia; incluso llegó a venírsele a la cabeza estudiar Psiquiatría para poner en tratamiento a su hermano Andrés, que caminaba hacia la aniquilación inexorable. Se compadecía de sus padres, ya difuntos, y por primera vez reflexionó sobre sí mismo.
Al día siguiente, como Damián se mostraba postinero en su verbo fácil engolando la voz de barítono, ya que soltaba facundia encadenada de oraciones compuestas en todas las reuniones en que pudiera ser admirado, las más influenciables de las profesoras, que se decían feministas, le rieron la gracia de que es mejor un facha inteligente que un progresista tonto y terco cuando, en tertulia improvisada, parloteaban Pepe, Estefanía, a la que llamaban la Negra por lo destacado de su belleza entre las profesoras del Instituto, Nachi, Estrella la mujer de Gervasio, el que casi nunca daba clase porque era «liberao» de un sindicato, Damián, y el otro profesor de esos que escuchan y que nunca hablan, alrededor de la mesa camilla al calorcillo del brasero eléctrico. También parloteó Damián, como un gallo, sobre cualquier cosa, y no dio opción a que nadie criticara su entrevista con Emilio, antes bien, con tal auditorio, se las arregló para que resultara aceptable, y así, desde aquel momento se miró a Emilio con ojos más complacientes, aunque todavía se percibían reticencias cuando se acercaba a este grupo que, muy animado, enmarañaba una conversación doméstica:
«Por lo que cuentas —se interesaba Estrella, dirigiéndose a Nachi—, tu marido es una joya; Gervasio no sabe ni freír una patata. Hasta que yo no llego a casa no se mueve ni una sartén en la cocina. Ayer no tuve tiempo para sentarme: lo primero, la comida; tuve que ir al supermercado; mira, mujer, a eso sí me acompaña de vez en cuando, sobre todo cuando cargamos alimentos para una temporada. Me pasé dos horas planchando la ropa y limpiando los cristales, después corregí los ejercicios del tercero jota y preparé una clase; y por si fuera poco, lo que hace él, que es encargarse del coche, por mala suerte me vi obligada a llevarlo al garaje, porque ayer, justamente, Gervasio tuvo que asistir a la manifestación en solidaridad con los pescadores representando al sindicato. Con ese trajín, cuando llegó la noche estaba baldada, me quedé dormida delante del televisor, y cuando me desperté, me lo encontré que estaba esperando, con los niños, a que les hiciera la cena».
En ese momento, Emilio hacía como que leía sobre otra mesa de la misma sala, pero al escuchar a Estrella contar la retahíla con la que ella misma delataba sus contradicciones, a punto estuvo de soltarle que su marido era un dictador insoportable por mucho que se hubiera apuntado a un sindicato llamado de clase; pero se contuvo y se refugió en la composición de un poema en verso libre:
Dice el maldito reloj del Instituto que el tiempo existe.
No hay presente,
ni pasado,
ni futuro.
Su tictac es sempiterno.
Si me despojo
del arco del entendimiento,
no quedan hojas en tu rama.
Si te adueñas de mis sueños
sólo adivino tu imagen
por encarnaduras terrenales.
Palabra tras palabra va volando
y deshojando pensamientos
inquietos,
centelleantes,
de inmadura inflexión inmanente,
sedentes en la cátedra de mitos
ganada tras arduos trabajos
y calamidades,
entre recovecos fugaces
de novedades
del hombre pajarillo vano
que confunde la izquierda con la zurda
para vanagloriarse
de amores y creencias;
porque, en definitiva,
cada uno se deja llevar por donde quiere,
hasta que los elefantes
le pisen los ojos y diga:
¡prosaico padrastro mudo!
¡quita el pie de encima!
Pero los gigantes seguirán pisando
hasta que destripen la barriga y escalden el alma
de un niño asustado.
y en la sangre coagulada y fría,
se grabe una leyenda que diga:
¡Más prosaico tú, padrastro mudo!
¡padrastro de cincuenta mil plumas!
Al terminar el poema, lo releyó y le pareció malo, rasgó la cuartilla, y se levantó a la papelera al tiempo que le dijo a Estrella: «No puedo entender cómo soportas a tu marido. ¡Lo pones a escurrir y te quedas tan fresca! Que se solidarice contigo, que te hace más falta que a los pescadores. Por desgracia, abundan esas aves de rapiña que explotan a la mujer considerándola como una sirvienta elegante en todos los sentidos». Algún que otro escupitajo disparado entre las palabras de entonación más vehemente sorprendió a todos los contertulios, que cristalizaron las sonrisas y enmudecieron paralíticos con las miradas fijas en el centro de la mesa. Como nadie arrancaba siguió despachándose: «Para catalogar a la gente no es preciso fijarse en lo que predica, sino en la observación de su vida cotidiana. Además, la predicación se parece mucho al cacareo. Lo más sorprendente es, sin duda, tu resignación de esposa mojigata —amainó los modos señalando a Estrella para seguir cabeceando suavemente—. ¡Y que estés afiliada a un movimiento feminista y al sindicato de tu marido..! ¡Dais lástima! Ayer le oí decir al profesor Ochoa: “España es un país muy retrasado y es una pena”. En un principio me pareció demasiado duro en su aseveración, pero creo que no se confunde ni un ápice.
Damián se hizo el cómplice con un leve gesto del entrecejo para seguir ganando su confianza.
Emilio cogió su cartera y dejó caer la puerta hasta que se cerrara. Cuando en otras ocasiones hablaba, todo ese grupo grandilocuente lo tomaba a chanza, pero esta vez nadie tuvo contestación exteriorizable y Damián salió tras él, pues no se había atrevido a tomar la iniciativa de ir al seminario a descifrar los latines que tenían pendientes.
Momentos después, sin recuperar relajación su aspecto, entraba el Vasco en la sala con un sobre entre los dedos, leyendo un mensaje que en la conserjería le había dejado Eva, quien desde aquella noche en la que no pudo disimular el llanto, no había vuelto al Instituto porque se cansaba sobremanera, incluso subiendo los escalones de la entrada: le diagnosticaron anemia ferropénica ocasionada por la falta de alimentos y porque las últimas mestruaciones habían sido cuantiosas. El mensaje era un poema:
He llamado al picaporte de tu alma
y en vez de colmarme de besos
me escupiste palabras
huecas a la cara.
Esperando, he gastado mis inviernos
y cuando abrías la portezuela de plata,
cien caballos corrían por mi monte
con penachos de esmeralda.
Aterida y sin sol en el aliento
levanto las alas
para entrar de lleno en los espacios
que deja tu calma.
¡Qué tristeza añil en las entrañas!
¡Qué borrasca pétrea se empecina
en cernirse sobre el alba dorada!
¡Qué orgasmo en gritos cósmicos apaga
un tenaz goteo de agua!
Has tatuado mi mente embelesada
con cipreses, crisantemos, siemprevivas, arco iris…
No debiste abrir tu puerta para luego cerrarla
porque el invierno es largo
y el desierto obscuro
y el camino lento.
y la noche pálida…
El desgarro en el cerebro no sangra
ya que es el dolor mismo el que se desengaña.
¡Puertecita de plata!
¡Puertecita de coral, de azabache, de nada!
Permíteme que te cante
esta canción desesperada!
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