61
(Chaikowski. «Concierto para violín y orquesta en re Mayor»)
Con el ajetreo de esos días, Honorino casi no tuvo tiempo de pararse a pensar en lo que había sucedido. La primera noche durmió poco, porque no podía quitar de su pensamiento la última conferencia con sus padres. La sortija de su madre que ahora lucía Adela, mejor hubiera sido que no hubiera aparecido en la mesilla, sino que hubiera habido que quitársela del dedo. A pesar de que Domitila ya estaba muy enferma y anciana, por lo que intentaba sacudirse toda responsabilidad de la muerte, un sentimiento de culpabilidad se acrecentaba e inundaba sus meninges. Adela observaba en Honorino que, aunque se había mostrado siempre muy racional y frío, de día en día aumentaba el rechazo de la desaparición de sus padres, que, como con reminiscencias infantiles, se negaba a aceptar; y evidenciaba ese estado de desamparo e inquietud, porque todas las noches, de dos a tres de la mañana, daba vueltas constantes en la cama y repetía palabras inconexas que hacían referencia a procesos en los que estuviera sumido, como si se tratara de un complejo de Edipo y Electra juntos. Un extraño talante ya le había comenzado a notar durante el viaje de vuelta a La Coruña. Tanto se vio influido en el subconsciente, que se dejó llevar por una obsesión que lo embargaba un poco más en cada momento: había de encontrar El Baco y devolverlo a su lugar de origen, que hubiera sido el deseo de su padre, aunque no figurara en el certificado de últimas voluntades; por lo que se decidió a buscar, con todos los medios a su alcance, el cuaderno que creía estar en poder de un catedrático de Derecho de la Facultad de Granada, y habría que encontrar los pergaminos originales para demostrar que El Baco era suyo. Se lamentaba ante sí mismo de no haber tomado más datos de su padre, pero se resignaba; y haciendo gala de su mente calculadora, decidió olvidar todo sentimiento que lo desviara de su objetivo, y ponerse a trabajar con el mismo empeño que hacía más de veinte años al estudiar los temas de la oposición a notarías. Estaba convencido de que, por más obstáculos que encontrara, lo conseguiría. Para ello, durante su ausencia por motivos personales, dejó como sustituto a un compañero de la misma ciudad y emprendió viaje, él solo, a la otra punta de España.
Más de una semana de estancia en Granada le supuso descartar cualquier implicación de los catedráticos en el interés por el retablo; y no llegaron a entender las incógnitas de Honorino cuando preguntaba por el cuaderno y lo mezclaba con un alumno de Derecho llamado Pablo. Con los Catedráticos se entrevistó uno por uno, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada. Llamó por teléfono a Adela, porque ya no se fiaba de la prodigiosa memoria de la que alardeaba en otros tiempos; y al decirle que en las listas del primer curso de Derecho no figuraba ningún Pablo con las características del que ellos habían conocido, le dijo su esposa que por qué no se lo había dicho antes, que ella estaba bien segura de que Pablo, durante este curso, debería estudiar COU, pues el año pasado acabó tercero; por lo que se lanzó a Málaga y recorrió, uno a uno, todos los institutos de Bachillerato, con los dos únicos datos: un chico llamado Pablo, e hijo de un piloto de Iberia.
Cuando llegó al Instituto de Alfonso Sierra, coincidió que Nachi recogía, de la conserjería, exámenes para la segunda evaluación, que se avecinaba. A Honorino le sorprendió la peculiar manera de expresarse un funcionario público detrás de una ventanilla, pues lo atendió Juan, el otro conserje:
—«Zi fuera venío hace cinco o zei meze, lo fuera piyao aquí. Ahora ya, malamente, porque eze mushasho, creo yo recordá, por zi acazo no me haga cazo, exte curzo, creo yo recordá, no ha venío. Pa má zeguridá, mire uzté, venga uzté, zígame uzté y habla uzté con doña Candela, la dirextora; pero pa mí, que eze mushasho ze ha ío a viví a Buenozaire; yo, argo he oío» —intentaba recordar y agachaba la cabeza mirando hacia atrás por debajo del sobaco con un leve taconeo—. «¡No! ¡Miento!» —se preguntaba a sí mismo—: «¿Pa ónde ze ha ío, Juan? Yo zé que ze ha ío por ahí, al eztranjero, pero no pa Francia ni pa Zuiza, que ezo mayormente lo conozco yo mu bien».
Honorino se olvidaba por momentos de su cometido oyendo hablar a Juan tan castizamente malagueño, y dijo:
—Si se ha ido a Buenos Aires, a lo mejor, lo que ha oído usted es Argentina. Desde luego, Argentina está muy lejos, porque ya queda en el hemisferio sur.
A Juan no le cuadró demasiado bien eso del “sur”, y le contestó:
—«Zi ezo lo zabe un anarfabeto, por el fúrbol; no ve uzté que loz mejore equipo zon Brazil y Argentina. Lo que uzté ze equivoca ez en lo der “zu”. Claro, como uzté ez de por ahí…»
Le empezaba a resultar simpático el conserje:
—No hombre, Argentina está en el hemisferio sur y nosotros estamos en el norte.
Juan midió a Honorino con la mirada dos veces, de arriba a abajo; y alardeando de ironía relajada, declaró con rotundidad cerrando los ojos y acariciándose la barbilla:
—«Puez le azeguro yo a uzté que ziempre, ¡ziempre!, había penzao yo, que Málaga, ziempre había eztao en er “zu”».
En el primer momento le resultó gracioso, pero, en vista de la postura que había adoptado, instó:
—Bueno, ande, por favor, dígame dónde está la señora directora:
—«Zígame» —braceó Juan muy digno y lo condujo al despacho de Candi.
Nachi, al oír que preguntaba por un alumno al que ella no conocía, supuso que seguían los interrogatorios del primer trimestre y dio la voz de alarma a todo el Instituto:
—Un notario con acento del norte prepara algo con Candi —Carlos, que bajaba, escuchaba con ojos grandes y cara tersa. Siguió la rueda—: Un notario de Madrid... algo está investigando en el Instituto; y Candi colabora —nadie podía impedir que la bola se hiciera más grande—: ¿Sabes que un notario de Madrid, y ahora vendrá la policía, ya está, como en otros tiempos, con ganas de hacernos fichas? —Carlos continuó propagando a Juan, Pepe y la Negra, que bajaban entre la barahúnda del alumnado. Román y Miguel escucharon a Claudia María, torpes pasos zancudos con movimiento de rotundas nalgas de seda, quien en el pasillo de arriba ya había captado onda—: «Un centralista antiautonómico, corporativista y sobre todo reaccionario, todavía anda tras de la gente progresista y sana».
Entre clase y clase, Nachi, Carlos, Juan, Pepe, La Negra, Claudia María, Román, Miguel y Estrella se arremolinaron en el pasillo del segundo piso. Jaime los arengaba adoctrinador y efusivo mientras se dirigían a la sala de profesores:
—¡Esto ya no tiene nombre! Un fascista reaccionario y cavernícola se ha colado en el Instituto. Hemos de recoger firmas para convocar un claustro extraordinario. Consiguiendo dos tercios, tenemos poder legal de hacerlo.
Lo siguieron inmediatamente Nachi, La Negra, Claudia María y Estrella, quienes, más incautas, se encargaron de pedir firmas a los compañeros profesores que siempre sonríen y nunca se pronuncian. La mayoría de ellos, por compromiso, les firmaron; al resto de los profesores ya los dejaban por imposible, como a Emilio, a Candi y seis o siete más del total del claustro. Darío, al ver a su mujer metida en tal empeño, rápidamente la quiso llevar aparte y abrirle los ojos acerca de los infundios; a lo que ella respondió:
—Tu eres un gilipollas; no me vas a interrumpir mis luchas por causas justas; todavía no se ha limpiado el país de nazis y parece que tú te estás pasando a su bando.
Trató Darío de explicarle:
—Pero... ¡vamos a ver!, ¡ven acá, mujer!; que ya me he enterado yo, y no es más que un notario de quien ni siquiera sabemos a lo que ha venido, ni lo que pretende, hasta que Candi no nos informe.
—¿Serías tú capaz de fiarte de la información de esa domadora autoritaria? ¿Sabes cuánto gana ese burgués, que en estos momentos está con ella? Compáralo con un jornalero del campo. ¡Quita de en medio! Siempre he dicho que nunca deberíamos haber coincidido en el mismo instituto porque me coartas la voluntad, y me tachan de lo que no soy por tu manera de comportarte, porque, aunque sea inconscientemente, me asocian contigo.
Cuando Nachi y Darío llegaron a la sala de profesores, Jaime llevaba la voz cantante:
—En primer lugar, antes de convocar el claustro, votaremos si se suspenden las clases en señal de protesta. Ha de salir de esta reunión una comisión que estudie el caso. Ya sabemos que no podemos contar con la colaboración de los compañeros que añoran tiempos pasados.
A Damián le parecía que se sacaban las cosas de quicio, porque ya estaban redactando un escrito de protesta que comenzaba: «Por la intromisión de elementos extraños en el Instituto...», que lo pasarían a las firmas, con el D.N.I. debajo de cada una, para enviarlo a la prensa y a las autoridades académicas. El Vasco, que ese día aún no había comenzado su horario, entraba en el Instituto; y, como veía a todos los alumnos alborotados, preguntó a Alfonso Sierra, que se hallaba en la puerta sin poder dar crédito a lo que estaba viendo:
—¿Qué pasa, Alfonso? ¿Han llamado con aviso de bomba, que, en hora de clase, veo a los alumnos por los pasillos?
—Mire usted, don José Antonio: todavía hay cosas que yo no entiendo. La culpa de esto la tienen unos cuantos profesores, a mí no me lo quita nadie de la cabeza, que son más infantiles que los mismos alumnos. Todo lo que pasa es que ha venido un notario de La Coruña a preguntar por un alumno de COU que se llama Pablo, que usted lo tiene que conocer de sobra, con tan mala suerte que yo no estaba en la conserjería, que estaba Juan y una profesora: doña Ignacia, que no sé por qué le tienen que llamar “la Nachi”, ¡vaya un respeto! Lo que yo creo es que la gente no sabe bien qué es un notario, y se cree que es como un detective o como la policía.
En la sala de profesores había subido el tono, y ya comenzaban las discusiones con mal talante, olvidando que todos eran universitarios. Emilio y otros tres profesores quisieron dar clase, por lo que los mismos alumnos llegaron a abuchearlos y les llamaron esquiroles, siguiendo la consigna de Jaime; así es que decidieron abandonar el Instituto. Cuando ya salían, se cruzaron con el Vasco en dirección contraria, quien les preguntó:
—¿Dónde está el notario?
Emilio se sorprendió, pues nada sabía del notario, y contestó con otra pregunta:
—¿Qué notario? ¿A qué te refieres?
—A un notario de La Coruña, que según me ha dicho el conserje, ahora mismo está reunido con Candi, preguntándole por un alumno de COU.
Emilio, al oír esto, suspendió la huida y se despidió de los otros compañeros que salían, retrocediendo, entre la algarabía de alumnos, hacia la sala de profesores.
Suspendió Candi la entrevista y salió a ver qué pasaba, que en el centro no había quien se entendiera. Muy enfadada, entró a la sala con gesto adusto, dio una palmada fuerte al verlos votando envueltos en disputas y dijo en voz alta:
—¿Pero, qué va a ser esto? En vez de un centro de enseñanza, parece una timba —Miguel y Carlos, cansados de tantas discusiones, estaban jugando a la baraja—. ¿Quiénes son los profesores de guardia, que no están velando por el funcionamiento correcto del Instituto? ¿Y el Jefe de Estudios?
El Jefe de Estudios no se había atrevido a echar una regañina ni siquiera cariñosa, y contemporizaba como podía atravesando la sala de punta a punta en nerviosos paseíllos.
Jaime, arropado por sus seis incondicionales compañeros, enardecedor en su discurso, increpó a Candi con algunas palabras soeces y terminó diciéndole:
—Tú eres una lacaya de la Administración en vez de defender los intereses del alumnado; y además, una neurótica perdida, amén de otros complejos de solterona empedernida. El poder es lo que te gusta, igual que a un niño la teta. Pero ya sabes, por experiencia, que el poder corrompe y eso es lo que tú eres, una corrupta.
Claudia María, bandolera de cuero, pantalón vaquero, culona, fea expresiva, cargadas de rímel las pestañas, la mano derecha no en la cadera sino en la nalga, y en la izquierda un cigarrillo, se adelantó hacia Candi y le echó una bocanada de humo en la cara. Intentaba que le rieran la gracia, y lo que provocó fue una situación violentísima en la que cesaron todos los murmullos, por lo que la profesora de pestañas de muñeca pepona, mientras Candi apretaba los puños, trató de paliarla censurando con forzado retintín:
—¡Que así no se puede ir por la vida, I-lus-trí-si-ma Se-ño-ra Di-rec-to-ra! —chascó la lengua.
Como en este tiempo estaba transcurriendo la última hora de clase, y ya pasaban cuarenta y cinco minutos, los alumnos, en su mayoría, habían ido desapareciendo poco a poco al comprobar que la reunión de los profesores continuaba, por lo que Candi no cesaba en su enojo y terminó de dirigirse al grupo:
—Ahora, ya, la clase está perdida. No sé cómo habrá que tipificar este caso en el parte de faltas que me exige la inspección todos los meses.
Se dispersaban los profesores, y Candi se dirigió al Vasco:
—Cuando salí de mi despacho y me encontré este panorama desastroso, iba a buscarte a la clase que tenías que estar dando, porque todavía espera en mi despacho un señor que es notario de la Coruña.
Se agitó el Vasco y titubeó en su verbo:
—Ya lo sé, me lo dijo el conserje cuando entraba: que ese notario busca a Pablo, ¿no? ¿Todavía siguen erre que erre? ¿Todavía siguen torturando alumnos con interrogatorios?
—¡No, hombre, no! Me dice que Pablo era como un nieto para su padre y que ha muerto hace unos días. A los padres de Pablo, él sólo los conoce por referencias, por lo que nos quiere preguntar dónde viven, ya que el abuelo sabía el teléfono pero no lo ha encontrado escrito por ninguna parte. Total, que viene a pedirnos un favor; y yo creo que no debemos negárselo. Al parecer, su padre, el que ha fallecido, le cogió tanto aprecio a Pablo durante el verano, que murió llamándolo... Le he dicho que podía localizarte a ti, que fuiste a la excursión como tutor de los alumnos.
62
Nachi se había quedado haciendo como que hojeaba un libro, pero tenía toda la atención puesta en la conversación de Candi y el Vasco. Cuando oía lo que Candi le decía, se llamó tonta a sí misma y se avergonzó por el ridículo tan grande delante de su marido, después de lo que le había dicho. Salió deprisa y todavía encontró a Jaime con algunos incondicionales en el bar de enfrente. Les contó lo que había oído, a pesar de lo cual no le hicieron caso: «cosas de Nachi», pensaban; y terminó Jaime:
—A ver si te despiertas, jovencita; da la impresión de que tu marido te está convirtiendo al bando contrario, donde parece que él milita desde hace tiempo. La capacidad de mentir que tienen los fascistas es ilimitada con tal de estar mamando de la teta del poder. Está visto que Candi te ha cautivado con sus patrañas.
Nachi se sublevaba. A pesar de que casi nadie había podido apabullarla, no encontraba respuesta contundente a la intervención de Jaime y sólo decía:
—Pero... ¿de qué bando hablas?, si, bando, lo que es bando, sólo existe el nuestro, y parece que siempre estamos creando un enemigo.
Cambió la expresión y se dirigió a todos con enojo suficiente para que nadie pronunciara ni una palabra:
—Me parece que estáis haciendo el gilipollas monumentalmente. Ahora mismo, cuando yo salía, entraba el Vasco a la dirección para hablar con Candi y el notario.
Jaime levantó las cejas seguro de sí mismo diciendo con voz redonda y engolada:
—«Yo me parece» que os lo he dicho en varias ocasiones, que este Vasco nunca me ha gustado ni un pelo. Muchos días lo he visto entrar en la Iglesia, y eso, desde luego, es mal síntoma; no podemos fiarnos mucho de su persona.
El marido de Nachi había sido seminarista, y en múltiples ocasiones, los dos habían comentado que Jaime algo ocultaba, ya que, a la menor, soltaba una puya contra el clero, la Iglesia o las instituciones religiosas de cualquier signo; y le había dicho que tenía un truco para cazar a los curas secularizados, que en estos últimos años, como aluvión, habían llegado a la enseñanza después de colgar la sotana, y que los había de tres tipos: la mayoría seguían observando convicciones religiosas y practicaban la liturgia como seglares; de la minoría, dos subgrupos: unos renegados y con problemas psicológicos profundos que, lo más seguro, ya padecían antes de haberse hecho curas; y otros que prescindían del asunto religioso sin trauma de ningún tipo; pero que todos ellos muestran una característica común, y es que todos ocultan, como si hubiera sido un gran delito, haber consagrado la Sagrada Hostia. El truco para detectarlos nunca lo había podido poner en práctica, pero era seguro que resultaría, por lo que Nachi, que era muy incisiva, decidió en ese momento hacer caso, por una vez, a su cándido marido; y sin más contemplaciones, cambió de conversación previa sonrisa y una frase introductoria:
—Bueno, a ver si por una nimiedad vamos a tener una fricción entre nosotros. De momento cambiemos de tema. Voy a haceros una pregunta que no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando: en un libro de Historia que estoy leyendo, me sale una cita de la que no encuentro ninguna referencia bibliográfica por ninguna parte. A ver si alguno de vosotros me ayuda: ¿sabe alguien lo que es el “Liber Usualis”?
Jaime levantó el dedo derecho recitando, hecho un cuatro perfecto, sentado en el taburete, americana de cuadros y el primer botón de la camisa desabrochado, en la mano izquierda una copa de vino como si de liturgia se tratara, dándoselas de erudito:
—«Liber Usualis, missae et officii, pro dominicis et festis, cum cantu gregoriano, ex editione vaticana adamussim excerpto, et rhythmicis signis in subsidium cantorum, a solesmensibus monachis, diligenter ornato»…
—¡Picaste, macabeo! —interrumpió Nachi enfurecida sin ningún miramiento ni el más mínimo síntoma de vergüenza ajena, cosa que sí experimentó el resto de los compañeros que allí se encontraban. Siguió tratando de ridiculizarlo al máximo—: Tú eres cura, cabrón, lo tenías muy oculto: ese libro sólo lo conocen los curas; pero, los curas de verdad, los que han estado en el confesonario y los que han dicho misa; no los sacristanes ni los ex-seminaristas ni los que eran de “Acción Católica”, o de la “Joc”, o de la “Hoac”, o de “Juventudes Cristianas Comunistas”, o de “Cristianos por el Socialismo”; porque hace unos años, todos los españoles pertenecían, si exceptuamos a los exiliados y a los que sufrían prisión política, a uno de estos grupos. Tú, Jaime, lo que tienes es mucho rollo y vienes aquí en plan paternalista, y nos tomas como tomabas a las beatas de tu parroquia cuando se te irían los ojillos de salido detrás de ellas en las catequesis o en las cogorzas que te cogerías en la sacristía —Nachi parecía una metralleta que no cesaba de disparar tiros—, porque creo que los curas sois unos borrachines, si no alcohólicos perdidos, porque todas las mañanas os desayunáis con una copichuela —rayaba en la crueldad—. ¡Menudo pajarillo volandero estás tú hecho! —Jaime enrojecía inmóvil; la copa en su mano parecía suspendida en el aire—. Mírate, hombre; si te sale por las narices —se reía sarcástica—; y esos coloretes —Jaime, sin tener qué contestarle se había ido ruborizando cada vez más—, como si fueras de la religión del dios Baco, que era el dios de los borrachos o de los cogorzos, que es lo mismo.
Jaime había quedado abochornado con ojos de mulo muermoso a causa de la fiereza con la que había sido asaeteado. Damián trató de apagar en lo posible la vergüenza de Jaime y le dijo a Nachi:
—Voy a apuntar esa palabra, que me ha gustado mucho —sacó del bolsillo interior de la cazadora una agenda y un bolígrafo y apuntó “cogorza” para comentarla con Emilio, muy parecida a las raíces de las que le había hablado. En esta palabra también aparecía la raíz “krd” con una reduplicación de la primera sílaba con sonorización de la sorda intervocálica. Lo que ya no entendía Damián era que la consonante final habría sufrido un proceso de transformación, justo al contrario que el resto de las palabras que participaban del mismo fenómeno fonético. Terminó de escribirla y la dejó para el momento en que se reuniera de nuevo con Emilio, para tratar el asunto del cuaderno.Como Candi y Honorino ya llevaban reunidos algún tiempo, el Vasco, cuando entró en el despacho de Candi, se presentó rutinariamente y le dio la mano al notario:
—José Arias, tanto gusto.
Se levantó Honorino extendiendo la mano:
—El gusto es mío. Honorino Acebes —respondió cortés al saludo acentuando la primera sílaba de cada frase con deje gallego.
Siguió Candi a pesar de que no vio en el Vasco un semblante como de costumbre; parecía algo transfigurado. Por otra parte, también le extrañó esa manera de presentarse con el primer nombre y el primer apellido. Se adivinaba a Candi circunstancialmente cauta en sus circunloquios:
—Don Honorino es notario de la Coruña, aunque aquí no ha venido para levantar ningún acta —sonrió Candi—, sino para solicitar nuestra ayuda en un asuntillo privado. Se trata de localizar la dirección de Pablo en América; ya le he dicho que, desde octubre, no es alumno de nuestro centro. Bueno, estoy hablando yo, pero será mejor que explique usted, don Honorino.
—En definitiva, usted lo tiene dicho: mi padre murió en unas circunstancias extrañas; y como había trabado rarísima amistad con Pablo, porque era amistad de un anciano con un niño, quisiera formularle algunas preguntas. Por otra parte, cuando Pablo se alojó el verano pasado en casa de mi padre, durante todo un día, nadie echó en falta nada, pero ya les digo que ocurrieron cosas extrañas, pues... —Honorino se dispuso a decir la primera mentira de su vida— faltaron de la casa de mis padres algunas joyas, algo de dinero y un recuerdo de familia, el más apreciado, no por su valor material sino por lo que representa: ¡un cuaderno manuscrito de un hermano de mi madre!, que lo escribió en el año cuarenta. Se dio la circunstancia de que antes de morir, pudo decirme algo mi padre, pero no mucho, porque, ya saben, en los últimos días, yo tampoco quería molestarlo demasiado.
El Vasco se helaba en su interior atando los cabos de lo ocurrido en el verano, el día de su mayor angustia de cara a las cumbres del Teleno. Siguió el notario en su aciaga patraña:
—También, después de haberle dado muchas vueltas, he de decirles que no he podido enlazar la sustracción del manuscrito de mi tío con un chico normal, y bien simpático, como es Pablo. Todavía no lo entiendo. Se puede disculpar cierta cleptomanía juvenil tratándose de las joyas o del dinero, pero ya les digo que, si no fuera por el manuscrito, no me habría tomado la molestia de venir a Andalucía. Así es que, ya ven el valor sentimental que tiene para nosotros; bueno, para mí y para algunos de mis familiares. Por eso —se dirigió al Vasco—, es por lo que le decía antes, doña Candelas —cambió la mirada—, que vine a solicitar su ayuda. Yo creo que hablando con él y con sus padres no habría problema en que lo devolviera.
El Vasco se atropelló en su pensamiento, y, enmarañado en él, mientras el notario se dirigía a Candi, dialogaba con gesto vesánico, sin mover los labios, con el rictus ladeado y los ojos estrábicos: «Es evidente que si Pablo cogió los pergaminos del archivo de Astorga, le pertenecen. —Le respondía el otro—: ¿cómo le van a pertenecer si los robó del archivo? Cleptómano es un eufemismo. Ladronzuelo de barrio bajo sería el apelativo menos incisivo».
Cuando el Vasco salió de sus pensamientos, seguía hablando el notario, quien lo sorprendió con los ojos muy fijos mirándole obsorto:
—...ciendo en lo que pudiera —oyó el Vasco de boca del notario esta última frase sin haberse enterado del resto. Trató de concentrar su atención porque proseguía—: y lo más enigmático fue la visita del catedrático, que, por cierto, quedó “de” visitarme, también a mí, en La Coruña, pues mi padre le facilitó la dirección de mi notaría. Lo que sí le pude entender a mi padre en sus últimos días fue que era un profesor de Pablo, o que había sido profesor de Pablo.
Candi y el Vasco se miraron pensando los dos la misma idea: Pablo no había estudiado en ningún otro centro. El Vasco escudriñaba interrogativo sobre el posible compañero suyo mencionado por el notario, y desconcertado continuó:
—Yo, desde luego, no he conocido a su padre; se lo digo por si usted pensaba que a lo mejor había estado yo en su casa. Pero, explíqueme: ¿qué quería obtener de su padre el catedrático que, según parece, usted insinúa es catedrático de este centro?
—Pues, no lo sé muy bien; supongo que andaría buscando los pergaminos originales del manuscrito, porque el contenido hacía referencia a unas posesiones de fincas, casas y una leyenda muy antigua, del siglo décimo. En definitiva, escrituras de propiedades, aunque fueran muy antiguas; pero, como yo no estaba cuando el catedrático pasó por la casa de mi padre... Creo que tiene que haber sido alguien relacionado con la historia medieval y que hubiera leído el cuaderno manuscrito que sustrajo Pablo a mi padre…
Candi y el Vasco volvieron a mirarse, y el notario sospechó cierta complicidad en la mirada, aunque se equivocaba, ya que era solamente sorpresiva. Honorino no encontraba el medio de preguntarle la dirección de Pablo. Advirtiendo en el Vasco la cara inmóvil con ojos bailones y arcanos, reanudó Candi el coloquio:
—Cuando usted me preguntó por Pablo, ya le indiqué que ese muchacho se fue para América, y no tenemos ni la más mínima referencia. No obstante, déjeme, por favor, una tarjeta, pues yo creo que alguna ocasión saldrá en que nos enteremos de la dirección de América, y yo me encargaré de enviársela.
Candi se reservaba, por prudencia, que hacía unos días, durante la Semana Blanca, Emilio la había llamado desde el norte preguntándole por Pablo, por lo que se sospechaba inmiscuida en un asunto tan enigmático como enmarañado, y prefirió buscar mejor momento para salir de dudas.
Llegados a este punto se fueron levantando para despedirse, y después de las formalidades, y de haber acompañado al notario y al Vasco hasta la puerta del instituto, al lado de la garita de los conserjes, Candi concluía:
—Ya es muy tarde; ahora, cuando salgáis —se dirigió al Vasco—, pásate por la vivienda de Alfonso Sierra y dile que abra las puertas de fuera, pues ya las habrá cerrado.
En la última despedida, el notario, con gesto escrupuloso y refinado, sin llegar a ello, esbozó ademán de besarle la mano. El Vasco, de medio lado, se quedó mirando. Candi volvió al despacho para ordenar los últimos papeles y la correspondencia del día.
El notario y el Vasco, una vez fuera del Instituto, se intercambiaron frases con sequedad norteña:
—¿Usted va a pasar mucho tiempo en Málaga?
—El que sea necesario. Estoy hospedado en un hotel del centro de la ciudad: “El Málaga Palacio”.
—Yo intentaré hacerme con la dirección de Pablo a través de algún amigo. Supongo que con alguno de nuestros alumnos se habrá carteado, porque el chico es muy jovial y todo el mundo lo quiere mucho.
—Sí, sí. Si no tengo nada en contra de él, y además, ni por la imaginación se me ha pasado tomar alguna clase de represalias. Sólo lo he considerado como cosa de muchachos.
—A ver si hoy, durante todo el día, establezco contactos y tengo suerte —terminó diciendo el Vasco por fuera de las verjas del patio, en la calle; y se despidió dándole la mano—: «Encantado. Antonio Marculeta, aunque se me conoce por el apelativo cariñoso de “El Vasco”. Confíe en que algo encontraré durante la tarde, aunque me cueste ir a casa de todos sus compañeros de clase del curso pasado».
Al oír el nuevo nombre con un nuevo apellido, aunque ya no recordaba el que le dijo fugazmente en el primer saludo, Honorino se quedó perplejo, seguro de que en nada se parecían. Evocando por fin, después de hacer intensa memoria, el nombre de José Arias, terminó taxativo:
—En el vestíbulo del hotel lo estaré esperando. No haré otra cosa sino leer un libro mientras usted indaga. Disculpe por tantas molestias como estoy ocasionando, y muchas gracias, don José.
Honorino entró en el jaguar negro, que tenía aparcado enfrente, y se alejó al instante no tan gozoso como esperanzado.
63
Damián, de nuevo, introducía la agenda en el bolsillo después de haber apuntado la palabra “cogorza”, y en ese momento, el Vasco entró en el bar, ya que había visto a sus compañeros a través de los cristales exteriores. Jaime, receloso de la facundia de Nachi, no fuera a ser que otra vez lo pusiera colorado, dejó cincuenta pesetas encima del mostrador y sacó una disculpa para marcharse.
—¿Quién me invita a un vino? —preguntó el Vasco a la concurrencia
—¿Tú también eres Korda, Korza, Kokorza y Kogorza? —bromeó Damián entre risas de todos menos del Vasco, que los miraba sin comprender—. Bueno, disquisiciones lingüísticas que Emilio me explicará mañana. Ahora me he aficionado a la lingüística etimológica, sobre todo en lo que me puede ayudar para la Historia como ciencia complementaria.
A Nachi todavía se le iban los ojos tras el Vasco y coqueteaba:
—¿Dónde has dejado a tu cenicienta?
El Vasco sonrió inocente:
—Hoy no ha venido; está en la cama con una infección de garganta que no puede ni respirar. Yo creo que son los riesgos profesionales que corremos. Forzamos la garganta y de vez en cuando, ya ves: tralla; disminuyen las defensas, e, infección al canto. Bueno, ¿qué coña os traíais conmigo cuando entré, que no puedo decir nada sin que le saquéis punta? —arreciaron las risas por las connotaciones de algunas palabras.
Contestó Nachi:
—Nada hombre; acepta la chanza bienintencionada. Le decía yo a Jaime, preguntándole, que si había sido sacerdote de la religión del vino, porque cuando era cura... ¡a que tú no lo sabías, eh?... todas las mañanas se bebía una copa en ayunas.
—¿Qué religión del vino? —preguntó el Vasco.
—La de Dionisos y Afrodita —puntualizó el nuevo joven profesor de griego, que nunca comentaba nada.
En vista de que había pronunciado cinco palabras quien nunca hablaba, el Vasco, que ya traía la cabeza caliente porque había especulado todas las posibilidades del viaje del notario, miró para todos a ver si podía captar algún detalle que se le ocultara.
Damián estaba pendiente de Nachi, no fuera a meter la pata, pues le había confiado a ella y a su marido, en su apartamento, las pretensiones de llegarse a León durante el verano a investigar la localización de El Baco. Asimismo, les había propuesto participación en la hazaña, porque a Emilio lo observaba cada vez más distanciado. Se había fijado en ellos pensando que, aparte de la gran preparación intelectual de Darío, disponían de más tiempo que nadie, al ser un matrimonio sin hijos. Sin duda, Nachi, con sus artes sibilinas, había comenzado a tantear en el Vasco el grado de conocimiento del enredo, ya que él había sido el tutor de la excursión en la que Pablo había conseguido el cuaderno. Ni Damián ni Nachi podían colegir si el Vasco era conocedor de que Leo y Clara tenían copia de los documentos del cuaderno. O bien el Vasco disimulaba apostándose impertérrito cuando Nachi insistía en sacar a cuento referencias a las tierras leonesas, a sus veinte mil kilómetros de ríos, a las mantecadas de Astorga, a la abundancia de bodegas, poblados subterráneos para almacenar el vino y para correr juergas, o directamente aludía al cuaderno de Ceferino; o bien ni siquiera albergaba la más mínima sospecha, lo cual les parecía insostenible pues habían sido brutales las alusiones; por lo que Nachi, después de su última intervención, a la que el Vasco hizo caso omiso, pues ni mencionó El Baco, ni la religión del vino, y ni siquiera apostilló una palabra sobre los asuntos más banales, supuso que sería mejor no seguir hurgando.
64
El Vasco aprovechó esas horas intermedias del día, en las que, con seguridad, se pilla en el hogar a la mayoría de los españoles, para llamar a Leo y concertar una entrevista esa misma tarde, a las cinco en punto, en una céntrica cafetería. Sin pretenderlo conscientemente, lo asaltaba un constante diálogo como si en su pensamiento confluyeran tres heterónimos distintos: José Arias, Antonio Marculeta y el interlocutor que ya había irrumpido en su intelecto el día en el que había cruzado la ciudad de Astorga, una tarde calurosa del pasado verano, como si de un yo trascendente se tratara:
—Siempre te he dicho que no deberías utilizar a los muchachos para tus proyectos particulares —sentenció el “super ego”.
—Sólo voy a hablar con Leo —contestó Arias— para pedirle la dirección de Pablo; seguro que él la sabe.
—Si pudiera —se enfurecía gradualmente Marculeta— ahogaría a Pablo por mentiroso y por ladrón de pergaminos.
—Cuando pasaste por Astorga, te advertí muy seriamente que no utilizaras a los muchachos. En definitiva se han reído de ti, y te has visto obligado a inmiscuirte en el más vergonzoso de los silencios sin poder revelar nada, porque tú eres el mayor cómplice del robo de los pergaminos del archivo.
—El notario hablaba de unos manuscritos en un cuaderno de un hermano de su madre, que también robó Pablo —recapacitaba su segunda persona.
—Puede ser que tengan relación con los del archivo de Astorga —apostillaba en su interior la tercera, y proseguía el abigarrado diálogo:
—Leo también participó en el robo.
—Es imposible que, si hubiera participado, la policía no lo hubiera descubierto durante el interrogatorio; aunque este chaval, como Pablo, de tonto no tiene ni un pelo. Definitivamente, los robó Pablo en solitario —afirmaba el interlocutor con voz omnipotente, sabia y misteriosa.
—Lo que tienes que averiguar es quién de los compañeros, qué catedrático, viajó a León y habló con el abuelo; mejor dicho, con el padre del notario.
—Y eso, ¿qué importancia puede tener?
—No lo sé, pero sin duda, alguna relación se esconde porque, de lo contrario, no estaría Pablo involucrado en ambos casos, tanto en el de los pergaminos como en el del cuaderno.
—También suceden casualidades en la vida.
—Yo no creo en la casualidad, todo está determinado.
—Déjate de tonterías, que parece que ya desbarras.
—No creo. No obstante, lo mejor será que andes más deprisa y no te entretengas mirando el horizonte como si buscaras a lo lejos algo en donde apoyarte.
El Vasco tenía la cabeza ensortijada por dentro, y llegó un momento en el que no sabía quién era quién en el hirviente diálogo tripartito, que cada vez más a menudo no lo dejaba vivir tranquilo. Estaba a punto de perder el conocimiento como el día de las elecciones en que según le reveló a Loli: Arias votaría a un partido, Marculeta a otro, y al final se abstuvo, siguiendo el consejo del interloculor, que decidió meter el voto en un saco. Loli llegó a preocuparse por el estado de su compañero, que así le llamaba, cuando le contó que él no votaría porque Arias pensaba distinto que Marculeta, y, en definitiva, si intentaba uno llevar a cabo la acción contraria, terminaría devolviendo la comida.
Leo y Clara por un lado, algo preocupados, y el Vasco por otro, absorto, llegaron puntuales al lugar del encuentro. La luz intensísima proyectada desde el mar calmado, inundaba la cafetería. Leo y el Vasco, café solo. Clara, un zumo de naranja.
Mientras tanto, Leo se dispuso a escucharlo al tiempo que Clara se sentaba a su lado fumando un cigarrillo:
—Quisiera comunicarme con Pablo, y para ello necesito la dirección en América. Supongo que tú la tendrás.
—Hombre —respondió Leo muy ingenuo—, te la podía haber dado por teléfono y no hubieras tenido que llegar hasta aquí.
—Así ya aprovecho, para que me cuentes, si quieres, claro, lo que verdaderamente pasó la noche de la luna.
—No se puede añadir ni un ápice a lo que ya sabes, que es todo y sólo lo que ocurrió. No me explico para qué quieres darle más vueltas, si ya se ha resuelto todo y la policía nos ha dejado en paz. Bastante inquietud me produjo durante aquellos días en los que llegué a tal punto que no me concentraba estudiando.
—Entonces, ¿por qué Pablo siguió buscando más pergaminos en la casa del padre del notario Honorino, aunque lo único que encontrara fuera un manuscrito del año 1940? También robó joyas y dinero.
—¿Tú también quieres ponerme nervioso, como los policías?
Marculeta, exteriorizando un genio agresivo que nunca se le había observado, contestó:
—Yo creo que intervendrá el juzgado porque habéis llevado las cosas por derroteros insospechados. Si tienes tú los pergaminos de la catedral de Astorga, es mejor que me los des a mí para devolverlos, y si los tiene Pablo estoy dispuesto a hacer un viaje a América para traerlos. Yo sólo quería que hicierais unas fotografías y mira ahora en qué berenjenal me habéis metido, porque, en definitiva, me estarán persiguiendo toda la vida mientras no aparezcan.
Al decir esto, le sudaban los párpados y se le trabó la lengua tres veces, por lo deprisa que hablaba. Intervino Clara al punto, después de apagar la colilla contra el suelo, aplastándola insistentemente:
—No sé por qué te pones así, José Antonio —se sobrecogió el Vasco al oír sus dos nombres seguidos—, si Leo no tiene tales pergaminos. Lo que sí tenemos es una copia del cuaderno, pero ese cuaderno es propiedad de Pablo, que no lo robó a nadie, pues se lo regaló el viejo Honorino el día que nos gastó, a todos, la broma de los encañijes de la pierna, cuando llegó en aquella camioneta desvencijada a Fuente-Encalada.
Antonio Marculeta se hubiera desbordabo en improperios recordando cómo un muchacho le había tomado el pelo desde todos los ángulos, pero se contuvo porque todavía no había conseguido su objetivo. José Arias, bruscamente y con admiración de Clara y Leo, cambió el semblante y lo tornó sonriente, como si estuviera loco —pensaron Clara y Leo sin poder intercambiar estas impresiones—. Tenía en la cabeza dos versiones distintas de lo que Pablo había hecho y ya no se atrevió a adherirse a una determinada; y siguió diciendo:
—Lo primero que voy a hacer, será escribirle a Pablo. Voy a tener que pedirle los... el favor de que me ayude, porque yo aquí he quedado y él voló sin dejar la dirección por ninguna parte. —Ya no hilaba la sintaxis.
Se precipitó Clara sin pensarlo:
—Eso no constituye ningún problema, nosotros la sabemos de memoria.
Clara entendió que había metido la pata por la mirada de Leo, ya que, antes de decirle la dirección de Pablo, hubieran tenido que pensarlo más despacio, en vista de cómo se iban desarrollando los acontecimientos. No obstante, para no contradecirla, siguió él, después de haber concluido en unos segundos que, poniendo en antecedentes a Pablo, proporcionar al Vasco la dirección de Pablo no le ocasionaría ningún problema, pues, en definitiva, buscar a su padre a través de algún antiguo compañero de Iberia no haría más que retrasar las cosas, pero, al fin y al cabo, podría conseguirla sin grandes obstáculos; y dijo:
—Si tienes un bolígrafo, copia.
El Vasco copiaba con fruición desmedida mientras que se impregnaban sus pómulos, por momentos, de un rubor latente y enquistado por encima de tres arrugas profundas que hendieron la cara hasta llegar a la comisura de los labios, faz que contrastaba, de nuevo, con su anterior semblante risueño. Una vez que la hubo copiado, los dejó con la palabra en la boca y se fue corriendo tras dar un brinco y apartar la silla. Clara y Leo se miraron interrogativos, pues, con la espantada tan violenta, pisó un poco de crema pastelera que se le había caído a un niño; tras el resbalón, dio un traspié tan aparatoso que se estrelló contra los cristales. Ni siquiera se volvió a dar las gracias a un matrimonio que se abalanzó para sujetarlo, y después del accidente salió al trote doliéndose. Clara comentó:
—¿Qué le pasa a este tío? Parece que está pirao. A fin de cuentas, él no entró en la catedral, y nadie le puede hacer nada.
Terminó Leo:
—No creo que en su cabeza solamente ronde el asunto de los dos pergaminos de Pablo. Yo creo que oculta algo. ¿No ves qué aspecto tiene? Vamos a escribirle a Pablo y contarle todo lo ocurrido.
65
Muy poco tardó el Vasco en cruzar el parque bajo las palmeras de las más raras especies tropicales para llegar al hotel donde lo esperaba el notario. Antes de que terminara de preguntarle al recepcionista, lo sorprendió una voz que entornaba las puertas transparentes que dan al gran vestíbulo:
—Pase, don José, que lo estaba esperando.
En este momento, hubiera preferido que le llamara José Antonio. Una lucidez absoluta le daba confianza frente al gallego de La Coruña y no necesitó introducción alguna:
—Aquí tengo la dirección de Pablo; antes de entregársela le voy a proponer algo. Se trata de un pacto.
—¿Entre usted y yo? —pensaba el notario que se trataría de un chantaje, pues con el Vasco nada tenía en común, pero quedó convencido de lo contrario a medida que siguieron conversando. El Vasco, le contó su vida muy resumida, narrándole los hechos más importantes; también el asunto de Pablo y Leo en la catedral de Astorga, por lo que al notario, que ya había rehusado la profesión de penalista y de otras especialidades del derecho al preparar sus oposiciones, le pasó por la imaginación la idea de que estaba en medio de un avispero, en donde su reputación podía quedar tocada ante cualquier desliz que se produjera. Caviló el Vasco repasando mentalmente todas las conversaciones con el notario, y no encontró en ellas más que una especie de absurdo sentimentalismo centrado en el cuaderno de su difunto tío materno. Por lo que siguió el Vasco en su lucidez coherente:
—Yo he sido profesor y tutor de Pablo, y quiero adelantarle que no conseguirá nada sin mi ayuda, aunque se persone usted en su casa de América; pero estoy seguro de que yo puedo ayudarle a conseguir el cuaderno de su tío. La primera prueba aquí la tiene: ya sé la dirección de Pablo. Así lo he hecho para que mi palabra no fuera puesta en duda. Como, al parecer, decía mi abuelo, que era un médico afamado, y se lo decía a sus compañeros, que se entretenían con latinajos para deslumbrar a sus pacientes cuando no tenían ni idea de por dónde habían de abordar las enfermedades: “pulsus tardus et parvus”; bueno, pues les decía que menos palabrería y más diagnósticos serios, que el movimiento se demuestra andando.
—Perdone don José, pero me he perdido. No sé a dónde me quiere llevar con su discurso.
—Casi me pierdo yo también. Poco me ha faltado. Fíjese usted: le decía que... bueno, mejor...: Yo sé que los malagueños por sus agrestes tierras del norte tenemos fama de fuleros y de no cumplir nuestra palabra, pero yo he de decirle que aunque no nací en Málaga me siento más malagueño que el Marqués de Larios, que también debía de ser adoptivo de estas costas sureñas, y según mis conciudadanos, y es a la conclusión a la que he llegado después de recoger muchas opiniones al respecto, los fuleros y palabreros son los sevillanos, que con cuatro coplas engañan a toda España. Fíjese en la Semana Santa: mil veces mejor la de Málaga; lo mismo que la feria, y sin embargo, ¿quién se lleva la palma y la fama? Ellos —afirmaba con una salivilla en la comisura derecha—; ¿por qué? Es evidente que por su palabrería, que el malagueño es marengo curtido por el levante y demuestra el movimiento en las subastas de pescaíto todos los días desde hace muchas generaciones.
—Perdone, don José. Sigo sin entender qué pretende usted con tal discurso exaltándose, tanto a sí mismo, como a sus conciudadanos malagueños —se alteró el Vasco; y el notario, que estaba muy atento a tan extrañas observaciones, no encajó el porqué del baile de sus ojos poniéndolos en blanco, porque Antonio Marculeta escuchaba y José Arias le inmovilizaba los brazos, como si se los atenazara produciéndole una tetania perceptible en todo el cuerpo, hasta en los labios.
—Pues está clarísimo, se lo digo por si no confiara en mi palabra —despegó la boca—. Yo le dije que conseguiría la dirección de Pablo, y ya está hecho en unas horas.
El Vasco seguía atrapado en su triple mundo, donde uno de los heterónimos le susurraba algo. José Arias concluyó en su intelecto:
—Me acaba de decir lo que tengo que contestarle.
Antonio Marculeta habló en voz alta:
—Conozco muy bien esa edad de los muchachos, desde los catorce a los diecinueve años, en la que soy especialista, lo mismo que usted conoce la redacción de las más raras escrituraciones de compraventas. Le puedo ahorrar muchos paseos en balde y muchos quiebros que puede evitarse; y sobre todo, lo que le puedo garantizar desde ahora mismo es que podré conseguir lo que usted busca, pero he de obtener una compensación por ello; además usted es abogado, ¿no? Nadie mejor que usted me puede sacar del atropello en el que la vida me ha arrinconado.
—¿Qué atropello? Pero, ¿de qué me habla?
—Pablo tiene los pergaminos con los que yo puedo demostrar que el retablo románico del dios Baco es mío y me pertenece por herencia directa.
El notario quedó anonadado con tal respuesta sin saber qué reprocharle, pero improvisó pincelada maestra:
—El cuaderno del hermano de mi madre no dice eso. Yo, hace muchos años que no le hago caso, pero tengo idea de que mi tío, lo que quería demostrar, aparte de una civilización perdida de culto al dios Baco, era que todo el contenido de la bodega le pertenecía a mis padres incluido el cuadro de El Baco.
Habló José Arias muy contrariado:
—Eso es imposible, pues mi padre y mi abuelo paterno, el médico, lo tenían muy estudiado, lo que pasa es que con la guerra ya le perdieron la pista; bueno, ya se la había perdido mi abuelo; al cuadro, se entiende, porque mi padre, en una ocasión, tuvo en sus manos los dos pergaminos, el de la miniatura y el que dice que nuestro antepasado nunca cedió el cuadro a nadie, sino que sólo lo depositó en el monasterio de San Pedro de Montes para que unos frailes del Bierzo lo custodiaran; con las creencias de entonces, para que nadie se condenara por adorarlo. Lo que sí regaló a la Iglesia fue la bodega y todas las casas y tierras. Después, a lo largo de la historia no se conocieron las distintas enajenaciones. Todo eso me lo metió mi padre en la cabeza de tal manera que no se me olvidará nunca —guiñaba los dos ojos incesantemente y el parpadeo recordaba el vuelo de un colibrí de lo deprisa que aleteaba—. Además, a usted no le hace falta El Baco, pues debe de ganar mucho dinero; y yo, por el contrario, carezco de riquezas y, sin embargo, tengo que sacar a mi madre de la pocilga inmunda donde se encuentra y llevarla a curar a los mejores psiquiatras de Estados Unidos —hablaba Antonio Marculeta algo más calmado—. ¡Pobre mi viejo! ¡Pobre mi viejo! ¡Cuánto le hicieron sufrir las jodidas circunstancias —le asaltaba José Arias— por ser un hombre bueno. Estoy seguro de que si se hubiera casado con mi madre —le dictó el tercero— nada de esto hubiera sucedido: El Baco hace años que hubiera sido nuestro, aunque creo que ya sé donde se encuentra; pero sin los pergaminos, que me tiene Pablo, no podré demostrar nada. Por eso me es imprescindible que alguien me ayude; nadie mejor que usted, profesional del Derecho. ¡Pobre mi viejo! —culminaba José Arias—: todavía no sé en qué clase de circunstancias extrañas murió en Arequipa. En el telegrama, el Arzobispo sólo me anunciaba que había muerto en circunstancias extrañas y que me enviaba dos baúles que contenían sus pertenencias. Es hoy el día en que el Arzobispo de Arequipa no sabe que soy su hijo, todavía cree que soy su sobrino, pero soy su hijo y me enorgullezco de haber tenido un padre tan digno, y lo he de proclamar a los cuatro vientos, que nadie ni nada tengan que tomar esto como una vergüenza, sino todo lo contrario.
Se liberó José Arias de un gran peso, como si le hubieran quitado un estilete que constantemente le punzara el cerebro y ocultó los ojos tras las manos en la frente, conteniendo el llanto con dolor de sienes, por lo que el notario se emocionó tanto al verlo que se acordó de Honorino el Viejo, y permanecieron ambos unos minutos en silencio, sin poder articular palabra.
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