sábado, 13 de julio de 2024

Ferdinando. Captítulo V, ( episodio 36) de "El Enigma de Baphomet"

 Capítulo V

36
Por la noche subí, sin que nadie me viera, a dormir a la cabaña, y, desde allí, al amanecer, emprendí la marcha.
Muy pronto, de la posada de un pueblo, salía una expedición de peregrinos rubios de aspecto franco-germánico, que volvían de Compostela. Trabé conversación hablando por señas, como si fuéramos mudos, acerca del santo; y aceptaron de buen grado mi compañía.
Presidía la comitiva un caballo persa cuyo jinete joven enarbolaba un estandarte de Santiago peregrino. Detrás, una carreta desvencijada con yunta de bueyes portaba unas andas sujetando un Cristo con los pies cruzados, excesivamente grandes: “Patrón de los peregrinos”, llegué a entenderles. Hablaban en germánico. Al caballo le llamaban “Ferd” y al que lo montaba “Ferdinandus”. Entre bromas sobre la etimología de su nombre, en la que no se ponían de acuerdo —conversación extraña entre peregrinos—, alternando con silencios y oraciones, llenamos el primer día y llegamos a dormir al lado del puente del Órbigo. Tendríamos que pasar el más hermoso, el Puente la Reina,(nf30) después de tres o cuatro jornadas de camino. Cuando llegamos a la pradera, uno de ellos, larguirucho, de aspecto frailuno por los ademanes de sacristán maniático al colocar los cirios, también por señas, gesticulando en exceso, me señalaba los pies inflamados del Cristo, sangrados después de la caminata simbolizada en ellos, acompañando a los caballeros en su camino. La Cruz iba incrustada en un pedestal que parecía una roca.
Yo no había reparado en detalles pero ya me fijé despacio en la expresión del Cristo. El sacristán maniático aceleró el encendido de las velas, al verme interesado en la belleza de la talla, porque estaba anocheciendo. Los maderos toscos de la cruz con los tuecos de las ramas salientes para que le hicieran más daño en el cuerpo, y, sin embargo, la cara complaciente simbolizaban el martirio de los caballeros duros y transparentes, como el cuarzo —quería expresarme con sus gestos repetidos el sacristán larguirucho—, como si, a pesar de estar muerto, se mostrara satisfecho de haber concluido el camino sin espinas en la corona, que eran palos de madera incrustados en la doble soga que ceñía la cabeza. El porqué de habérselas quitado no logré saberlo por más que intenté preguntarle. Se cansó de ir y venir desde mí hasta el Cristo, dando vueltas, mirando al cielo, contándose los dedos, estirándolos hasta hacer crujir las articulaciones de las falanges, pero, nada... no pude entenderlo y seguí contemplando la imagen. La cintura y los muslos estaban cubiertos por una capa templaria arrebujada, que dejaba descubierta la rodilla derecha. En uno de los pliegues asomaba un brazo de la cruz paté bordada que, en la talla, estaba pintada de rojo. Los borbotones de sangre en la llaga del costado se mostraban como montones coagulados. Lo habían arrancado, sin duda, de la capilla de algún castillo del Temple. De la pintura del dios Baco, que los benedictinos nos habían metido en los castillos, se habían hecho todas las copias iguales y habían sido distribuidas por todos los castillos. Todas las copias se quemaron,(nf31) pero los cristos procedían de talleres de artistas diversos y estaban repartidos por los alrededores de todos los castillos. Este Cristo era inconfundible, con la trepde(nf32) de caminos en una encrucijada de cuatro como el pie de un ganso. Esto siempre lo decía Jacques de Molay en las Cruzadas cuando salíamos por los caminos. De todas las encrucijadas partían tres caminos por lo menos: a Jerusalén, a Roma y a Santiago; eso era lo que simbolizaban los tres palos de brazos y cabeza del Cristo dibujando, en el ábside de cada capilla, una pata de Oca, señal ineludible de una construcción templaria.
¡Allí iba algún templario camuflado!
Yo no hurgué preguntando, pero un cruce de miradas nos delató mutuamente. Uno de ellos debió de ver en mí un templario por algún detalle imperceptible a los ojos de cualquiera.
Andábamos errantes por los caminos buscando el más seguro anonimato. Si hablaban occitano o castellano no lo supe, pues yo sólo les oía gorjear en germánico.
Otra noche, durmiendo ya cerca de Burgos, en un establo, al lado de Áureo, se me soltaron los dos primeros regueros de lágrimas desde que era niño. ¡Cincuenta mil templarios desperdigados por los caminos! Hacía muy poco tiempo, cuando nos encontrábamos, nos conocíamos aunque no habláramos la misma lengua, blandíamos las espadas brillantes, ondeaban nuestras capas blancas, mostrábamos la cruz en el pecho y en el brazo; lo celebrábamos con vino brindando por las victorias conseguidas.
Lloré hasta que me rindió el sueño.
En Burgos, preguntando y preguntando, un mulero me dio referencias de Rechivaldo; por allí sí había pasado hacía dos meses por lo menos; y lo identificaron por el color del caballo con pintas blancas, inconfundibles. Por lo menos ya tenía una pista. Entre Burgos y Logroño paré a cada campesino con el que nos cruzábamos. Todos ellos se quedaban pensando, pero de un caballo con las pintas blancas en el pecho nadie me dio referencias. Lo que sí me ofrecieron como si fuera una costumbre rutinaria fue “pan y vino para hacer llevadero el camino al peregrino” salmodiando los versos con un canturreo.
Al día siguiente por la noche, llegamos a Logroño donde casi todos cogieron una melopea de aúpa y durmieron como niños en los cobertizos de una venta. Mientras dormían me acerqué al Castillo, y, por segunda vez, se me soltaron las lágrimas al ver quemadas sus vigas con las techumbres derruidas y a unos campesinos robando las mejores piedras de los arcos, de los dinteles y de las jambas. Clasificaban las dovelas y se las llevaban con carretas de bueyes. Se me encogía la nariz por dentro y no podía dejar de llorar.
Logroño era la trebde más importante de Hispania. Y se leía en un mapa grabado en maderos a la entrada del pueblo.
Una ruta, por tierra: Puente la Reina, Jaca, Occitania, ROMA.
Otra, por mar: Aragón a Barcelona, JERUSALEM.
Y la tercera, tambien por tierra, hasta COMPOSTELA.
En el Castillo de Logroño me desvié y abandoné a la expedición con la que viajaba. Me encontré con dos adoberos en una obra al lado del camino, haciendo adobes con barro y paja. Cuando les pregunté por Rechivaldo y su caballo, se miraron queriéndose hacer los desentendidos. Sin duda, algo sabían. A uno de ellos le sonaba mi cara —me dijo—, pero no sabía ni dónde ni cuando se había encontrado conmigo. Al despedirnos, uno de ellos se quedó pasmado viéndome montar a Áureo. Cuchichearon y me rogó que desmontara y volviera a montarlo. Al parecer lo hacía de una manera única. Emprendí el trote y me dieron una voz haciéndome volver hacia ellos. Dejaron la pala y el rastrillo a un lado y vinieron a mi encuentro. Estaba tan seguro de lo que decía, que el más alto me espetó de golpe: “Tú eres templario”. Yo me quedé tieso. En ese momento titubeé entre hincar las espuelas saliendo al galope o matarlos. Me tiré del caballo desenfundando la daga. No podía dejar ningún testigo de mi presencia. Por los alrededores no había nadie. Se quedaron paralizados, con las manos abiertas en ademán de calmarme. El más bajo, temblando, se arrodilló, y con el dedo, trazó en el suelo la cruz paté llorando a lágrima viva: “Yo soy el caballero Bellprat. ¿No me conoces?”
Me caí al suelo y me contagió el llanto. Ninguno de los tres podíamos articular palabra. El otro, que era un capellán con las Sagradas Órdenes del castillo de Peñíscola, no cesaba de decir en sus sollozos: “...dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimittimus debitoribus nostris et et ne nos inducas in tentationem...”.
Entrecortando las palabras le corría una lágrima entre las briznas de barro y seguía diciendo: “¿Qué pecado hemos cometido para merecer tantos sufrimientos?”.
El sol aplastante de mediodía y la tensión sufrida le hicieron caer de bruces. No recobró el sentido hasta pasado un buen rato debajo del cobertizo, adonde lo llevamos y le dimos agua.
Para librarse de la muerte se habían despojado de las armas, vestiduras y capa. Las habían cambiado por andrajos de adoberos; y las calzas de cuero brillante las habían cambiado por los pies desnudos y embarrados en la charca. Con tantas salpicaduras de barro en la cara no había quien lo conociera. Bellprat y yo habíamos luchado codo con codo en la última cruzada, antes de volver yo a Ponferrada y él a su castillo de Tortosa.
Áureo, al vernos, suspendió la posición firme de escolta vigilante, en la que había permanecido detrás de mí, y marchó lento hasta la sombra de un árbol solitario.
Me quedé con ellos esa tarde y dormimos en la paja trillada con la que fabricaban los adobes con un molde de tablas. A mí me reservaron el mismo lecho que Rechivaldo había ocupado. Cuando terminé de contarles por qué lo perseguía, los dos, a la vez, se llevaron las manos a la cabeza.
Rechivaldo, en contra de lo que yo había pensado, tenía intención de llegar a París, pero hablando con ellos, le advirtieron que desistiera porque irremisiblemente moriría en la hoguera junto con el Gran Maestre Jacques de Molay que estaba preso, según ellos sabían, con lo que cambió el rumbo hacia Roma.
Cuando ya estaba en Puente la Reina, oyó un bando que anunciaba la búsqueda de un templario con el caballo de pintas blancas. Alguien había denunciado la sospecha —me contaban—, con lo que se dio la vuelta por la noche. El caballo se quedó echado y se le negó a seguir corriendo. Pagó una fortuna, en metálico, por una yegua negra en el mercado matutino, allí en la misma explanada de los adobes. Como Bellprat y el fraile eran albañiles que no levantaban sospecha por ser vecinos del pueblo desde hacía varios meses, Rechivaldo les regaló el caballo de las pintas blancas, que apenas se movía; y lo llevaron al pozo renqueante, doblándosele las patas, para ver si se curaba, que buena falta les hacía. Pero también oyeron el bando en Logroño y lo dejaron morir sin darle agua. Las pintas blancas, tan graciosas, se habían convertido en diabólicas. Rechivaldo no tuvo otra opción más que enrolarse con una caravana de mercaderes que iban a Barcelona.
Yo no tenía más remedio que salir a galope antes de que amaneciera, camino de Barcelona antes de que Rechivaldo se hiciese a la mar, porque, a veces, para coger un barco, había que esperar dos o tres meses, y quizá, si me apresurara suficientemente, alcanzaría a Rechivaldo antes de que embarcase.
Después de una legua andada, me detuve a leer el pergamino clavado en un letrero que decía: “Caminantes, mercaderes, hombres que amáis la justicia. Martin de Castriello, criminal irredento y peligroso, anda suelto. Denunciadlo a las autoridades”.
Cuando vi mi nombre y apellido no sabía qué hacer, si seguir adelante o volver con Gelvira. Se me metió en la cabeza que estarían torturándola y no podía soportar la imagen de Gelvira colgada de la viga, desnuda y muriendo, o violada, quién sabe... Quizá habría llegado a casa de sus primos, y se habría ocultado al oír el bando de mi búsqueda... Me invadió la angustia. ¿Estarían culpándola de haber matado al molinero? ¿Estarían culpándola de haber matado también al notario y al merino? No soportaba mi zozobra. No he sabido de dónde saqué fuerzas para seguir adelante, aunque no podía hacer otra cosa, pues mi nombre era público en todo el reino e incluso allende las altas montañas.
Tardé varias noches en llegar a Barcelona. Durante el día me ocultaba en el bosque que encontraba más cercano al camino y descansábamos. En la última caminata, cerca de Barcelona, perdí la senda y tuvimos que sortear toda clase de malezas. Áureo me miraba sin quejarse, pero el esfuerzo había sido tan grande que caminaba cojo. Llegamos al puerto tan cansados, que Áureo trastabillaba en las losas del empedrado; y, además, había perdido las herraduras. El bullicio era ingente entre la maraña de carretas y animales de carga llevando y trayendo toda clase de bultos y mercancías pesadas que, al pasar, con el roce lo hacían tambalearse. Paré a herrarlo en un potro donde erraban los caballos de los picapedreros que levantaban una gran iglesia, muy cerca de la playa.
En el puerto nadie me daba referencias de Rechivaldo. Hacia Roma no había partido ningún barco desde hacía semanas. Aquella misma mañana habían salido barcos rumbo a Constantinopla, Alejandría, Túnez y Chipre. En el único que se habían cargado dos caballos y una yegua negra era en el de Chipre.
Al lado de la ermita del puerto estaban amontonadas las pacas de lino, toneles y cántaros de aceite para llevarlos a Chipre en otro barco, pero tenía que esperar dos días. Intenté negociar con el patrón el trasporte de Áureo, haciéndome yo cargo de la paja para sustentarlo y el alquiler de la bodega y su limpieza. Pero cuando vio que cojeaba se negó en rotundo y no aceptaba dinero. Subí hasta agotar, en una subasta en la que pujaba yo sólo ante el patrón del barco, una buena cantidad de las monedas de oro que llevaba, pero no hubo manera. Aquel patrón, no cabe duda, entendía de caballos.
Tal y como anda —me decía sin dejar de observar su cojera—, tiene que almacenar mucho pus debajo de la pezuña, y si no lo curas se morirá en unos días.
Me vi obligado a someterme y sonreírle porque era el único barco que saldría hacia Chipre.
Tenía que vender a Áureo antes de embarcarme. Lo llevé a la tapia de enfrente y lo até a la argolla al lado de unas mulas que también se vendían. Cuando estaba mirando a la pared, volvió la cabeza agachada y me miró con tal tristeza que parecía que se me partían el esternón y las costillas contagiándome la pena.
Después de darle hierba y agua, compré una fardela de lino doble con agujero en medio para meter la cabeza y llevar sobre mis hombros el oro y los pergaminos. También compré una capa de cuero que me haría falta en el barco. Volví hacia el patrón a pagarle el pasaje. No podía quedarme en tierra. Aquella noche húmeda y fresca la pasé al raso, al lado de Áureo, que se echó a mi lado; y el calor de su barriga y la capa me permitieron dormir y descansar del largo recorrido. Ni un solo comprador había salido. Nadie preguntaba ni siquiera el precio. Por la mañana me sorprendió la amabilidad de un barcelonés al que había preguntado el día anterior por Rechivaldo. Venía con un hombre negro buscándome, sólo para comunicarme que sí, que aquel africano le había vendido su puesto en el barco con rumbo a Chipre por el doble de lo que a él le había costado, que iba repleto de personas, caballos y mercancías, y que se embarcaría conmigo y con su caballo en mi misma nave. Rechivaldo estuvo preguntando por una galera que saliera hacia Roma, pero ya hacía días que no salía ninguna. En Chipre, donde quedarían enclaves templarios que todavía no habrían sido destruidos, nos veríamos.
Quise pagarle al barcelonés, con una moneda de cobre, la información que me daba, pero me la rechazó de plano.
—Mis padres(nf33) —se puso muy digno cerrando los ojos— me enseñaron que los favores no se pagan.
Se la di al del pelo crespo y grandes ojos blancos, quien, tras mirarnos repetidas veces, como asustado, la tomó de buen grado y la metió en la alforja. Era la última que me quedaba, así que me fui a un puesto de otro barcelonés gordo, sentado en una banqueta como si fuera un banquero de la ciudad de San Marcos de Venecia, que chapurreaba todos los idiomas para hacer cambios de dinero. Por una moneda de oro me llenó la faltriquera de pugesas de cobre.
En el trasiego del puerto y su tinglado anejo, entraban y salían carros tirados por bueyes, carretas de caballos con mercancías pesadas, toneles o hatijos de herramientas, piedras talladas para obras y estatuas esculpidas, alijos, mulas y burros trasportando sacos en los lomos, con las alforjas llenas. En el bullir desordenado, unos pedían paso, otros azuzaban a las caballerías con los lomos estirados para sacar las ruedas de un atasco; también restrallaba en el aire algún que otro trallazo en las grupas de unas caballerías remisas. El griterío del mercado comprando y vendiendo era tal que para entenderse había que hablar a voces.
El reloj del puerto ya tenía la sombra del gnomon en las 10; y a las 12 zarpaba el barco. Me quedaba poco tiempo para elegirle dueño a Áureo. Me dediqué a parar a los peatones más cargados de fardos en las espaldas a los que podría hacerles más falta. Cada cual hablaba a su manera pero a todos entendía. Trabé conversación con unos cuantos a los que ofrecía vino o agua. Algunos, desconfiados, miraron y remiraron las calabazas antes de probar, pero todos accedían muy agradecidos; los que más, pasaban el envés de la mano por la frente limpiando los sudores. Y mientras descansaban con el fardo en el suelo, me interesé por lo que llevaban y a cuánto lo venderían si ellos eran los dueños, porque la mayoría sólo eran acémilas de carga.
Entretanto, por la manera de hablar, comprobaba sus sentimientos. A los que blasfemaban contra Dios, los descartaba, menos a un pequeñajo y delgaducho al que no se le veía, pues el fardo tan grande lo tapaba ocupando toda la calle. Tenía las piernas torcidas de tanto acarrear bultos y una voz aflautada pidiendo paso y blasfemando en arameo. Por lo que se ve, sabía el libro de Dionisio Areopagita y las cartas de San Pablo de memoria. Soltó el fardo y salió de debajo como si fuera una tortuga cagándose en Dominaciones, Tronos, Querubines, Serafines, Ángeles y Arcángeles y, después de beber un trago, se olvidó de agradecerlo; y en un momento volvió a repetir el cagamento en la retahíla. La retahíla, la decía en lengua latina. Cuando le dije que le vendía un caballo por el dinero que llevara encima, no se lo creía; le entró una risa que casi se cae al suelo. Se metía las manos entre las piernas retorciéndose y me señalaba con un dedo. Insistía en sus juramentos. Se llamaba Enric. Me contagió la risa y le dije que me acompañara. Había seleccionado a otros dos que me estaban esperando al lado de sus fardos: un mozalbete que trabajaba para sacar adelante a su madre enferma, llamado Jaume, y un hombre de habla lenta, precisa, con pinta de sensato, de unos treinta y cinco años llamado Alfred.
Cuando llegamos a la pared donde Áureo estaba atado, los tres sacaron sus dinerillos que les cabían en la palma de la mano, mirando entre ellos a ver quién era el que más tenía.
Áureo no quería mirarnos; estaba inmóvil con la mirada baja, la testuz apoyada en el muro y la cola lacia.
Al abrazarme al pescuezo, un escalofrío me sacudió el espinazo.
—Adiós, Áureo —le dije—. Tendrás que cargar fardos para ganar el sustento. Cuando yo vuelva de Chipre...
Me interrumpió con un relincho ahogado. Estaba entendiendo todo.
Volví a decirle:
—Cuando vuelva de Chipre llevarás en la grupa a Gelvira adornada con flores blancas del Teleno desde su casa a la Iglesia de Santa María.
Enric y Jaume, al ver que le hablaba, se reían. Áureo volvió la cabeza hacia ellos y acrecentó su tristeza. Lloró lágrimas auténticas que mojaron el polvo del suelo. Yo no pude contenerme y lo abracé más fuerte todavía con llanto amargo. Alfred lloró conmigo y le rascó la cabeza dándole palmadas en la cara. A los otros dos les agradecí su compañía dándoles una moneda de cobre a cada uno y marcharon tan contentos.
Con Alfred hice un trato. Le di dos monedas de oro para que curara la pata y no lo sometiera a grandes cargas. Solamente lo que pudiera transportar un hombre, lo que él habitualmente transportaba, pero, con el caballo, podría hacer más deprisa el doble de viajes. Subí al barco y cuando soltaron amarras, Áureo se dio la vuelta y se puso de manos. Relinchó tan potentemente que los viandantes se asustaron y por un momento el puerto se quedó en silencio escuchándolo.
Me asaltaba la idea, con cargo de conciencia, de haber dejado a Gelvira engañada, haciéndole pensar que volvería en unos días, sabiendo yo que esto iba a durar mucho tiempo. Corría ya el otoño después de aquel verano caluroso.
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(nf30) 
En el manuscrito aparece “ponte la ruina” caligrafiado recientemente. Runa es el río Arga en vasco. “Ponte la Ruina” ¿Será una mala caligrafía? Será: “la Reina”... Puente la Reina está a veintitantos kilómetros de Pamplona.

(nf31)
 El Rey de Francia, Felipe IV el Hermoso ordenó quemar todos los Bacos y sólo quedó uno, encontrado siglos más tarde en Sahagún de Campos, abandonado por los soldados franceses en la retirada después de ser derrotados, cuando se llevaban pinturas y esculturas histórico-artísticas.

(nf32)
La misma palabra escrita de tres maneras en la misma página: “trepede”, “trípode” y “trebde”. Eso es latín: “tres pedes”, que quiere decir “tres pies”. Lo del pie de la Oca es, sin duda, una derivación lúdica de los templarios.

(nf33)
El manuscrito dice: “Eros meus pares...” Esto no es catalán correcto, pero, a saber cómo se hablaba entonces. Y a saber, también, lo que Martín oyó a aquel paisano o quizás payés de Occitania.

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