Socialismo y revolución cultural
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense y secretario de relaciones internacionales del Partido Socialista Popular.
En un artículo reciente, el profesor Aranguren («Los tiempos histórico-políticos», EL PAIS, II-IX-76), escribe textualmente: «Permítaseme adelantar que, a mi juicio, tras de demandar la ruptura política, habrá que plantear el problema de la ruptura o el cambio cultural: el cambio en cuanto a lo que he llamado cultura establecida en España y principalmente en Madrid y por Madrid».
Lamento discrepar con una persona del prestigio intelectual y la ecuanimidad del profesor Aranguren, que tan valerosamente ha impugnado la cultura establecida, cuando plantea de una forma inexacta el problema de lo que él llama la ruptura o el cambio cultural.
En primer lugar, ¿a qué concepto de cultura se refiere? A la establecida. Bien. Si entendemos el establecimiento como el conjunto más o menos estable de enclaves o ámbitos de poder (en este caso, culturales) imbricados históricamente en una determinada formación social, queda por explicar en términos de clase qué ámbitos o instancias culturales deben ser cambiados. Creo que del contexto se puede colegir que el autor se refiere a los ámbitos culturales de la clase dominante, cuya hegemonía ideológica impregna y condiciona a toda la cultura establecida.
Sin embargo, no es ésta la cuestión que me interesa discutir y aclarar aquí. El quid reside en el momento cronológico en que el autor sitúa la ruptura cultural, después de la ruptura política. No deja de sorprenderme que, si bien, reconociendo, sin duda, la autonomía de la cultura y la política, se hable de ellas como si fueran instancias independientes. A mi juicio, constituye el error característico de la perspectiva «intelectual», que pretende utópicamente aislarse de las concatenaciones políticas, históricas. Esto es, eludir el compromiso político.
Porque, no nos llamemos a engaño, la reforma intelectual y moral (la revolución cultural), como nos enseñó Gramsci, es un problema político y exige un compromiso político, cuyo destinatario es el pueblo, pero cuyo agente no lo puede ser el «intelectual» individual, sino el intelectual orgánico y colectivo, el partido político, «la primera célula en la que se reúnen unos gérmenes de voluntad colectiva que tienden a convertirse en universales...» (El príncipe moderno.)
Sólo un desconocimiento de las leyes del desarrollo desigual y combinado de la historia puede conducir a interpretaciones mecánicas, antidialécticas, de los procesos sociales. De la misma forma que el economicismo estalinista (que, paradójicamente, ahora se reproduce en las concepciones tecnocráticas) fijaba como requisito previo para el cambio cultural y político el desarrollo económico, aplazando sine die la democracia y el pensamiento crítico, constituye un evidente error establecer como condición previa para el cambio cultural la ruptura política.
La tradición teórica y práctica del socialismo internacional (incluso con errores históricos) suponen un riquísimo acervo cultural que puede ilustramos en la resolución de los problemas actuales. Después de Gramsci, la Revolución Cultural en China, el mayo del 68, en Francia, etcétera, que ha precipitado un pensamiento socialista crítico en Occidente, es decir, una renovación y enriquecimiento del socialismo científico (que nada tiene que ver con el revisionismo socialdemócrata y socialburocrático), ya no se puede justificar ningún modelo o esquema apriorístico para, la periodización del cambio social (económico, político e ideológico-cultural). Repitámoslo una vez más: para el socialismo científico, la única ortodoxia reside en el método de análisis. Los modelos históricos son resultados de la aplicación de ese método a realidades sociales diferentes. Y el mismo método aplicado a realidades diferentes nos dará, necesariamente, resultados diferentes.
Pues bien, las condiciones objetivas y subjetivas de Occidente y, concretamente, de España, nos hacen suponer que el modelo de socialismo debe tener unas características específicas. Esto ya lo vieron muy claro, no sólo Gramsci, sino también Lenin y Trostki. Este modelo no puede ser otro que el de la revolución cultural y pacífica. Una revolución cultural de los aparatos ideológicos del Estado y la Sociedad (estructuras tales como la familia, la educación, la religión, el derecho, las instituciones políticas, los partidos y sindicatos, los medios de información , naturalmente, la cultura en sentido estricto: letras, bellas artes, teatro, cinematografía, etcétera), que no signifique destrucción sistemática, sino asunción crítica y transformación progresiva. Para poner un ejemplo, no se trata de «abolir» la familia, como algunos se proponen demagógicamente, sino criticar la familia burguesa, autoritaria y patriarcal, emancipar a la mujer y los hijos de la dictadura arbitraria del padre, superar todas las alienaciones derivadas, machismo, reificación de la mujer, etcétera.
Concluyendo. La clase dominante no sólo dispone de aparatos represivos, sino también ideológicos, para asegurar su dominación. Esto es, precisa combinar la fuerza con el consenso. Para conseguir éste de las clases dominadas, establece su hegemonía ideológica mediante ciertos aparatos. El socialismo en Occidente, en las presentes circunstancias, sólo podrá alcanzarse por una vía de consenso, una vía pacífica. En este sentido, la revolución cultural debe entenderse en sus justos términos: la conquista de la hegemonía ideológica, que deberá anticiparse -de hecho, está ocurriendo así- al quebrantamiento del poder político y económico de la clase dominante.
El concepto de cultura para el socialismo, por tanto, es ajeno al intelectualismo elitista y pedante. Nadie mejor que Gramsci lo explicó: «La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. Pero, todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acciones y reacciones independientes, de la voluntad de cada cual. El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza simple. De otro modo no se explicaría por qué habiendo habido siempre explotados y explotadores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. La razón es, que sólo paulatinamente, estrato por estrato, ha conseguido la humanidad conciencia de su valor y se ha conquistado el derecho a vivir con independencia de los esquemas y de los derechos de minorías que dominaron antes históricamente. Y esa conciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y, luego, de toda una clase... Esto quiere decir, que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de grupos humanos, al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las mismas condiciones». (Socialismo y Cultura, 1916.)
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 24 de octubre de 1976
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