domingo, 14 de diciembre de 2014

El guarnicionero ( Episodio de "El Baco)







Pablo quedó corrido. Se puso un poco colorado respondiéndole:
—Son mis cosas personales.
—No es mi intención tocar nada que no sea mío, muchacho. Anda, prueba tú. Seguro que este sí vale.
—Claro que vale. ¿Cuánto cuesta?
Te lo regalo. Para que lleves un buen recuerdo de Astorga.
No salía de su asombro, ya que tantos regalos en tan poco tiempo le parecían producto de un fenómeno paranormal, porque no era posible que tanta suerte le acompañara.
Enfrente, al cruzar la calle, le esperaba la guarnicionería abierta y el guarnicionero clavando remaches en unos arreos con tirantes. Pablo nunca había entrado en una tiendita tan pequeña y miserable. Despedía un olor insoportable, tan penetrante como el de las medinas de Tetuán, Fez o Tánger.
—¿Tiene usted cabo de cuero?
—¿Cuántos metros quieres?
—Sólo un poco para atarme estas llaves al cuello, para que no se me pierdan.
—¡Bah! Para eso, todavía tengo restos de cuando venían todos los niños de Astorga a reparar las boquillas de los balones. Tú eres muy joven y de eso ya no sabes. Como ahora todos los balones tienen válvula... ¡Mira esos curas que pasan por la calle! El más alto es nuevo, lo trajo el Obispo desde Cataluña. Yo soy ateo, pero me jode que este obispo sea catalán, porque aquí hubo un obispo cojonudo, que hizo más por Astorga que todos los alcaldes juntos. Bueno, no sólo por Astorga, por toda la comarca, hasta La Cabrera. Desde aquí lo destinaron a Barcelona, o se fue, bueno... yo no sé cómo es eso. El caso es que los catalanes, por no ser catalán lo echaron pa Toledo. ¡No te jode! —Al volverse Pablo hacia la calle, vio al cura más alto con el sustituto del archivero—. ¡No te jode...! Pues, a lo que iba. El otro más bajo... ¡Huy, diosla! Precisamente, ese era el balonero cuando seminarista. Hace más años de esto, ya, que la puñeta. ¡Rediosla, cómo pasan los años! ¡Cuántas veces entraría por aquí a que le cosiera los balones con aquella sotanina y un fajín azul! Porque entonces, los seminaristas, que les llamábamos los curinas, iban de sotana, como debe ser, no como ahora que se la quitan hasta los curas, curas. Bueno, mira, hombre, por lo menos esos dos la conservan. Ahora irán... ¿qué sé yo?, a Puertarrey, a decir misa. ¿Tú sabes lo que es misa? Pues, una reunión de ignorantes mirando «p’al culu» de un tunante. —Se reía el hombre con dos huecos de muelas vacíos y dos dientes forrados de acero—: Ya ves, lo conocí cuando era un mocosín y ahora ni me habla; pasa por ahí y como si nada; todo porque no me ve por la Iglesia. ¡Que se «vaiga» a la mierda, hombre; que se vaigan todos a la mierda! Ahora, que van a ganar los nuestros, le cantaremos otra vez el himno de Riego, que cantaba mi padre:
Si los curas y «flaires» supieran
las palizas que van a lleva-a-ar
bajarían del coro pidiendo
libertad, libertad, libertad.
Pablo se reía al contemplar al guarnicionero entusiasmado, cantando con la voz un poco temblona pero sin desafinar ni una nota y los gestos de todo el cuerpo exagerados para expresar sus displicencias, al tiempo que una voz vieja, desde dentro, decía:
—Rosendo, no cantes eso.
—Tú, haz el cocido, Catalina —respondió el hombre con un salivazo que se estrelló contra el pecho de Pablo—, que yo sé cómo entendérmelas. —Entornó los ojos y sacudió la cabeza y mano derecha en sentido contrario. Habló más bajo—: bueno, rapacín, toma el cabo, porque vas a decir que el guarnicionero está pasao de rosca. Este cuero es de piel de jato.
—¿De piel de gato? —se extrañó Pablo.
—De jato, ¡coño! De jato. ¿No sabes lo que es un jato? ¡Jodío el rapaz! Y seguro que eres estudiante. ¡Sandiosla! No sé qué coños estudiáis. Te voy a decir un verso, verás:
Todavía mantenía el cuero en su mano mientras trataba de recordar, marcando arruguillas en la frente y juntando las cejas con la boina.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo!
Entre risas de jijirijí fue declamando:
—Estudiantes que estudiáis
los cuentos de Jijiri jondo.
¿Queréis decirme por qué
los burrus cagan cuadrao
teniendo el culu redondo?
Pablo, al ver aquel cuadro enmarcado por alguna que otra telaraña, no podía disimular su impaciencia extendiéndole la mano para recoger el cabo. Esbozó una forzada sonrisa. No podía encasillarlo en ningún tipo. Sin duda era un hombre raro.
—¡Me cagüen el rapaz del coño! No te ha gustado el verso; pero, a que te ha gustao la canción, ¿eh? Y eso que ya se me ha olvidado. Cuando yo cantaba bien, era en el coro del hospicio. ¡Mira!, esos sí, esos eran buenos curas, sólo nos pegaban cuando lo merecíamos. Las hermanas no, esas sí que nunca vi que pegaran a nadie. ¡Las monjas son otra cosa!…
Para probar si por fin le daba el hilo de cuero, se atrevió Pablo a preguntarle: —¿Qué es el hospicio?
—Pues... ¡Coño! ¿Qué va a ser? ¡Me cagüen la! El hospicio siempre ha sido el hospicio. ¡Mira el rapaz! ¿Tú no sabes lo que es el hospicio? A los once años me quedé huérfano de padre, porque de madre ya lo era a los cuatro, y como los hermanos de mis padres, todos eran criados, ¿dónde me iban a llevar?… al hospicio a que me cuidaran y a aprender el oficio del cuero. Bueno, otros aprendían el de carpintero, zapatero, encuadernador, fontanero o cualquier otro que allí nos enseñaban.
—¡Ah! Como la Misericordia —interrumpió Pablo.
—¡Pues claro! ¡Coño! ¡Hale, chaval! Toma el cabo, y que te den «por el culu».
Pablo pensó que el guarnicionero estaba un poco loco como él mismo se sospechaba. También olía mucho a coñac y no le dio más importancia volviéndose a asombrar de que, poco a poco, en Astorga le iban saliendo gratis las compras. Cruzó el umbral de la puerta y al intentar cerrarla se le vino encima. Se cayó Pablo sobre unas tiras de cuero y se rompieron dos vasijas de barro. Exclamó el desdentado:
—¡Me cagüen la, y muy alá! ¡Chaval del coño! ¡La madre que te parió! Yo, que la tengo desbisagrada pa que nadie se atartalle ... ¡Vete al cuerno de una vez! ¡Anda, al carajo!
Retrocedía hacia el kiosco por ver si venderían mapas de carreteras mientras tejía un nudo al hilo de cuero con las llaves del candado ensartadas para colgarlas al cuello, a modo de amuleto africano. Las diez campanadas de la mañana en el reloj de la catedral anunciaban la sinfonía orquestada del resto de las torres de la ciudad. En Astorga son tan bellos los tañidos, que inspiraron a Claude Debussy los compases ciento quince al ciento treinta y seis de su obra «Pour le piano, III. Toccata», dedicada «à N.G. Coronio»; y un insigne poeta olvidado, nacido en Brimeda, compuso en la Biblioteca de la Sorbona, allá por los años treinta, con mucha nostalgia, este delicioso cuarteto:
Yo no sé lo que tiene la campana…
Yo no sé lo que tienen sus sonidos…
En suspense se quedan mis sentidos
A su dulce dan, dan, de la mañana.
Olvidóse Pablo, por momentos, de su intención de buscar un plano para trazarse el itinerario; y, mirando el firmamento, voló sobre los tejados atrapando los sones con sus ecos, con tanta fruición que, por avariento, no le cupieron en la alforja; hubiera deseado llevarlos para enmarcar sus documentos.
Emprendió una caminata cuesta abajo, por la carretera de León, pensando que sería muy fácil llegar pronto a la capital de la provincia, y desde allí, por Valladolid y Madrid, hasta Málaga.
El trotamundos silbaba desacompasado por tanto peso como llevaba en las espaldas. Habiendo andado un buen rato, se sentó en la cuneta a la sombra de una acacia. Tantos coches pasaban que siguió pensando que el autostop sería un éxito nada más intentarlo; con todo, no se alejó de la vía férrea, no siendo que, por mala suerte, se viera obligado a tomar el tren en la estación, que se encuentra muy cerca, con los cinco taxis a la puerta.
No pudo remediarlo; a borbotones le subía la sangre al cacumen cuando desenvainaba los pergaminos con muchísimo cuidado. Los contempló durante más de dos horas sin enterarse apenas del ruido de coches tan molesto, que intermitentemente se oía a su lado. La miniatura, una joya; y de los escritos, a duras penas consiguió descifrar nada después de darles muchas vueltas, excepto una especie de glosa, al margen inferior, escrita con caligrafía muy moderna, que en nada se parecía al resto de las caligrafías de los escritos, que intentaban emular la redonda germánica. En la glosa figuraba el nombre de un pueblo: Sahagún de Campos.
Mientras tanto, sus compañeros se desperezaban al otro lado de Astorga, sin haberse dado cuenta de la ausencia. Sólo Leo sospechó algo raro al echar de menos la mochila de Pablo, aunque no alarmó a nadie no fuera a ser que luego volviera.
A eso de las doce, cuando el sol empezaba a hacer mella, sintió hambre y reparó en que con nada se había aprovisionado, de tal manera que retrocedió un par de tiros de piedra hasta la garita del guardagujas: la única que alberga empleado en toda la red de ferrocarriles; y Pablo, que no tiene pelos en la lengua, inició un diálogo largo con el pretexto de preguntarle por la ubicación del establecimiento más cercano:
—Buenos días.
—Para mí, buenas tardes, porque ya he comido.
—Pues eso quería preguntarle: por algún sitio para comprar algo.
—Por aquí cerca... la verdad es que no hay nada. Como no sea en aquel bar, al otro lao de la carretera... Y ahí, de comer no tienen; más bien, sólo bebidas. Casi te merece más la pena llegarte a San Justo, el próximo pueblo, que retroceder a Astorga, pues «t’oservé» que «intentastes» hacer «estor» «p’aquel» «lao»; ahora no cogen a nadie, «tien» miedo a los atracos. Yo bien me acuerdo que hace unos años, mozos así como tú y soldaos del regimiento... ¡Cuoño! Hasta las obreras de la Aiptesa que «velai» está más «p’alante», «lueguín» cogían a todos. ¡Cuoño! ¡Cuántas veces me quisieron montar al ir y venir a San Justo; y yo: ¡Que no, muchas gracias! Prefiero ir andando, que estoy «tol» día «sentao»; la mayor parte leyendo, claro... ¡Ay, amigo! Ahora ya no es «cumo» antes. Además, con eso de los «drogadictus»…
Pablo estaba encantado de oír a aquel hombre; su manera de hablar le parecía una reliquia; y para que siguiera hablando, intentó hacerse el simpático con un estereotipo:
—Naturalmente, con Franco se vivía mejor.
El hombre quedó estático y cambió el semblante.
—Tu eres bubín, qué sabrás tú de Franco.
—Yo, nada —intentó remendar y sacar la pata—. Como toda la gente mayor dice eso…
—¡No hombre, no! Estás engañao. Yo estuve diez años en un pajar escondido, del treinta y nueve al cuarenta y nueve. Y como yo, muchos. Luego, cumo nadie nos denunció, fuimos saliendo y, unos de labradores, otros cumo pudieron. ¡Qué sabrás tú! Yo soy sargento de la República, y mi capitán viene todos los martes a vender; a vender al mercao la colina de berza, las lombardas y los guchines pa recría. Di tú que, si ahora ganamos los republicanos, nos darán la jubilación y todu lo que nus deben; y yo creo que sí... ¡Sí, hombre, sí! Ya verás cumo, esos chicos de Sevilla traen la República. A ver si el próximo nieto nace ya con la República. Mira, allí viene Rosalinda, la mayor; pero tengo otrus dos más piquiñines. Ahora me trae el butijín pa la tarde. Por la mañana traigu yo esti bien frescu, del pozu; pero vai poco a pocu y ponse caliente. Bueno, y a todu esto, ¿tú, de onde eres?
—Soy malagueño.
—¡Ah, cuoño! Por aquí se dice que en Málaga no enturan a los muertos, que los echan al mar, pa darle de comer a los boquerones.
—¿Quién ha dicho eso?
—Es una broma, hombre. Ya sé que sólo a los marineros cuando la espichan en alta mar. ¿No ves que ahora con la televisión nos enteramos de todu? Hace poco que me enteré yo de lo que eran los boquerones. Lo mismo que allí no sabrán lo que son las lancurdias.
—¿Qué son las lancurdias? —le preguntó Pablo sorprendido.
—Son unos peces que cantan. Tien unas pintinas rojas, así, por la barriga. Se crían aquí en el río Tuerto. ¡Bueno!, son truchas pero “piquiñinas”.
—¡Tuerto! ¡Vaya nombre de río!
—Es que Tuerto, no es que le falte un ojo. Quiere decir que no va «a derecho». Pues ya que no te gusta el nombre, te voy a enseñar una cosa.
Con parsimonia sacó un papel doblado y raído del bolsillo de la camisa, y después de la pausa siguió:
—Mira qué maravilla. Esta poesía se la hizo al Tuerto un rapacín de Astorga cuando estudiaba en el Instituto. Hoy es médico. Toma, llévatela de recuerdo, que yo la tengo en un cuadro y no me hace falta; ya la copiaré otra vez.
Buscando con la mirada a lo lejos, murmuró:
—Esa rapacina, viene demasiao amodín. ¿Con qué se estará entreteniendo?
—Mírela allí, al lado de la tapia. Está cogiendo dalias.
—Le encantan las flores. Cumo donde ella vive no hay ni una planta ni un árbol, cuando viene en el verano a casa de los abuelos, no hace más que coger flores y atrapazar el río.
—Vivirá muy lejos, porque he visto que todo León es muy verde.
—¡Ay, hijo! Hay pueblos que pasan sed y los panes a veces se secan cuando no llueve a tiempo. Allí mismo donde viven mi hija y el yerno.
—¿Aquí? ¿En la provincia?
—¡P’ahí, pa la parte de Sahagún! Es un pueblín piquiñín…
—¿No será Sahagún de Campos? —interrumpió Pablo asombrado.
—No, Sahagún es muy grande.
—A ver si me entiendo: digo, que si el pueblo que usted ha nombrado, es Sahagún de Campos.
—Pues, claro. No hay otro. No hay más Sahagún que el de Campos.
—Es que, mire usted... —no sabía Pablo cómo entrar en lo definitivo, que colegía de haber dado tantas vueltas a las glosas del pergamino de la miniatura, unido a lo que el sustituto del archivero le había adelantado—. Yo he oído que por los pueblos cercanos a Sahagún de Campos, algo así como que se adoraba a un dios pagano... No sé…
—No, hijo, no. ¡Ahí la gente es muy beata! Todos los pueblines tienen cura, aunque no tengan médico mi farmaceútico. A mi hija la obligaron a bautizarse pa la boda, que yo no la había bautizao. ¡Porque mis consuegros son de derechas! No creas que no hubo sus más y sus menos. Y Rosalinda, el año pasado hizo la primera comunión. La verdad es que iba como una novia, como una reina. ¡Ah...cabáramos! Ya sé a lo que te vas a referir... ¡Al dios Baco!
Encontró Pablo la oportunidad para preguntarle:

—El dios Baco es el dios del vino, ¿no?

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