domingo, 8 de julio de 2012

La arbitrariedad del signo lingüístico

El lenguaje humano, entendido como capacidad de comunicarse con un sistema de signos estructurados es una facultad, una posibilidad que ha sido aprovechado por el animal más irracional de todos: el ser humano que se ha erigido en el rey de la creación incluso rebelándose por haber llegado a creerse superior a todas las fuerzas desconocidas: su Creador.
Lo que nunca había sospechado es que sobrevivió y desarrolló el poder del símbolo por antonomasia, el signo lingüístico, porque dispuso de todo el tiempo del mundo convertido en ocio ya que el resto de los depredadores no se acercaban a sus cuevas para alimentarse de sus niños, debido al olor nauseabundo que despedía. Dicho sea de paso, este ser humano tan criminal, que ha matado y mata por idioteces, es el único ser de la naturales que se embadurna de colonias y otros mejunjes  para encubrir su pestilencia. Sólo las hienas son un remedo lejano del olor humano.

Asegurada la defensa, organizó el ataque a la vez que fue creando los signos lingüísticos por asociaciones azarosas.  Y desde que empezó a asociar un grito de sonidos guturales, o laringales a la sensación placentera del coito y otro grito distinto a la desaparición de su ser querido fue probando otros gritos hasta conformar durante milenios evolutivos su caja fonadora.

Así se llegó a las actuales palabras, signos lingüísticos de carácter más puramente arbitrario, conformadas por asociaciones de significante y significado, o lo que es lo mismo, por la asociación de un sonido emitido con el concepto significado.

¿Quién había de decir que “llegar” es el “plicare” el "plegar" las velas de los barcos  en el momento de tocar la orilla después de un viaje surcando ríos o mares? O un poco más complejo ¿quién podría asociar el “apagado de la luz” con la expresión “fundirse los plomos” cuando ya no existen los filamentos de plomo de los primitivos fusibles sino sofisticados magnetotérmicos?

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