sábado, 18 de marzo de 2017

Capítulo 44 "El Enigma de Baphomet"

44
Subimos abrazados a su casa, apoyándonos mutuamente para curarnos las heridas. Yo sangraba por un codo y Rechivaldo por el costado. Le conté mi periplo persiguiéndolo por todo el mundo; y le revelé la desgracia, no sólo para nosotros sino para todo el Temple, de haber perdido en Asia los pergaminos más importantes.(Primera casa de Murias de Rechivaldo, ruinas)Él pretendía consolarme con argumentos teológicos acerca de la Providencia Divina, a lo que yo le respondía:




Quizás Dios no exista y hemos malgastado nuestras vidas. Cada vez me cuesta más creer en la justicia divina. A la vista está. ¿Qué hemos hecho para merecer tantos sufrimientos?
Rechivaldo insistía con su machacona doctrina:
—Desde que el hombre es hombre y fue creado del barro en el paraíso, la tentación de fe ha sido una constante entre los hombres buenos.
—Tú has acertado refugiándote en la catedral de Santa María a la sombra del Obispo y del Cabildo. Así, ya no te perseguirá nadie.
—Me han ordenado de Sacerdote de la Iglesia. En doce meses de estudio y de cilicio, he aprendido la Suma Teológica de Tomás de Aquino y he pasado un duro examen de doctrina.
—Ahora es tu obligación defender esa doctrina no con las armas sino con la lengua, hablando y convenciendo a los paganos y convirtiendo mahometanos, pero yo estoy bien convencido de todo lo contrario, por los hechos.
—¿Has renegado?
—No he renegado de nada. Soy un criminal perseguido por la justicia por haber matado a Gelvira. Este crimen a los ojos de Dios, si existiera, sería injustificable a diferencia de los muertos en los campos de batalla por defender la Cruz de Jesucristo. Con el paso del tiempo y de la vida he llegado a la conclusión de que todos los crímenes son igual de criminales. ¡Tantas muertes, tantas guerras...! No aprendemos. Somos animales de muy dura cerviz. La única lucha verdadera es la lucha contra uno mismo. Luchar contra los demás es lo más fácil del mundo porque lo da la naturaleza. Matar con arte, con gracia, con técnica de guerrero bien entrenado, con saña, nos han dicho siempre que es de valientes, de listos, de valerosos, pero es lo más cobarde de la naturaleza. Luchar contra uno mismo es igual que estar conquistando la paz continuamente. Tú has conseguido la paz echando gorgoritos en la iglesia y logrando que el pueblo te admire y te venere. Yo conquisto mi paz constantemente en pugna perenne conmigo mismo. Creí llegar a la paz colgándome de una viga pero me dio tiempo a pensar que así no se consigue, porque la paz verdadera no llega nunca, ni después de muertos, por haber nacido; y es inútil desesperar por no alcanzarla, porque la vida, según yo la veo, mi vida, por lo menos, ha sido una búsqueda constante andando las veredas y surcando los mares sin descanso. No hay que desesperar porque nunca la alcancemos.
—¿Que no alcancemos, qué?
—La paz interior, te digo.
Blanco relinchó atado debajo del árbol, reclamando mi presencia, o tal vez tuviera sed y me pidiera agua. Tenía su cerco de hierba pacido.
—Mira a Blanco —salimos los dos a la ventana—, ya lo tengo domado y responde mejor que cualquier persona. Su paz es absoluta. Sólo se turba si me ve triste o preocupado.
Volvimos a sentarnos uno frente al otro. Y seguí pensando en alto:
—¿Qué va a ser de mi vida de ahora en adelante? Si Dios existiera no habría permitido que matara a Gelvira, que era mi única esperanza.
—La esperanza en Dios, Martín, la esperanza en el Espíritu Santo. Dios es misericordioso con nosotros. Dices que no has renegado pero tu desesperanza es lo mismo que haber renegado.
—No tengo nada de qué renegar, y mucho menos con saña. Ya estoy muy convencido de que la saña no trae más que confusión y resentimiento, y en definitiva sufrimiento para uno mismo. Simplemente: no creo en nada.
—¿Ni siquiera crees en Dios, aunque hayas dejado de creer en Jesucristo?
—No creo en nada, Rechivaldo, no creo en nada.
—Tomás de Aquino ha demostrado, antes de morir hace unos años, que Dios existe. Yo he estudiado las pruebas en la biblioteca de Santa María, que hay una copia dictada directamente por él en su escuela de París.
—No serán tan contundentes sus enseñanzas cuando el mismo obispo de París las ha condenado.
—¿De dónde has sacado tú eso?
— Ahora no tengo muchas ganas de contarte. Tendría que recordar todas las conversaciones con dos templarios en Asia. Se llamaban Alfa y Omega. Estudiaron en París y en Salerno.
—Pero el Papa Clemente V, en Avignon, está recopilando milagros para canonizarlo y ya es doctrina oficial de la Iglesia la doctrina de la Suma. El mayor milagro es haber escrito y enseñado lo que ninguna naturaleza humana hubiera podido si no fuera por la intervención divina.
—¿Puede ser posible, Rechivaldo, que hagas caso a nada que diga este papa, después de lo que nos ha hecho? A ti y a mí nos separa una distancia de opinión muy grande. En este asunto, aunque quisiera comprenderte no podría. No has tenido tiempo de vivir lo suficiente. Te has acomodado muy pronto y te has pasado de la seguridad que daba el Temple a la seguridad de vivir a la vera del poder y del obispo.
—Atiende, Martín, para entender las pruebas de que Dios existe, hay que haber estudiado lo que Tomás de Aquino ha demostrado. No ha llegado a demostrar que Jesucristo es Dios, pero sí que ha demostrado taxativamente la existencia de un Dios creador del universo.
—Y yo he demostrado su inexistencia, con los hechos, con mi vida, con el comportamiento de Áureo, siempre mejor que el de cualquier persona. Hubiera merecido el cielo mucho antes que nosotros y sin embargo está podrido y vaporizado en la nada, en la inexistencia. Es mucho más difícil demostrar la inexistencia de Dios que la existencia. La he demostrado ante mí mismo, después de haber caído en tantos errores de los que nadie puede imputarme ser culpable. El más horrible: haber matado por un error a Gelvira; que estaba seguro de que no era tal error, porque era evidente. Tenía la prueba delante de mis ojos y me los froté, me los froté varias veces por si acaso soñaba, para comprobar que lo que tocaba y veía era cierto; y sin embargo me equivocaba absolutamente.
Rechivaldo no tenía argumentos para contrariarme y sólo se abrazó a mí, sollozando.
Yo, al verlo, verifiqué una vez más que sus sentimientos eran auténticos y buenos, que había dejado el oro del Temple para que mi propio hijo y Gelvira —ya que yo no había vuelto de mi periplo, y nadie sabía de mi paradero—, tuvieran renta suficiente para abordar la vida. Y él se había conformado con labrar las murias de un campo del obispo y haber explotado los dones del oído y de la voz única que Dios le había dado, y los había aprovechado para preservarse y librarse lícitamente de la muerte. ¿Quién, sino sólo Dios le había concedido aquella voz y aquella suerte? La cabeza me hervía, no podía contenerme.
Una comezón me carcomía las entrañas intermitentemente, pensando en lo que ya no podía solucionarse por más arrepentimiento que tuviera.
Me asaltó otra vez la idea de colgarme. Ahorcarme allí mismo, en las murias de Rechivaldo, cuando me despidiera; que Blanco relinchara al verme balanceándome en el aire, como único testigo de mi muerte, delante de sus ojos, suspendido de la rama más gruesa, haciendo un nudo corredizo con las riendas del caballo, a la sombra del árbol, para que no acudieran las moscas, hasta que Rechivaldo me viera al salir de casa y
me diera sepultura, porque estaba seguro de que Rechivaldo lo haría llorando y rezando, por si acaso. Quisiera que alguien rezara por mi alma por si quedara un resquicio de Dios misericordioso. Pero no se lo confié a Rechivaldo porque trataría de evitarlo a toda costa y no me dejaría solo.
Me vino a la mente lo que en Asia me decía Omega para distraer nuestras tribulaciones: “Hoy día, en las escuelas de Europa, está de moda, entre los físicos, imaginar a Dios y probar su existencia; y esa moda se contagia a los filósofos que son los que escriben de estas cosas”.
Seguí contándole:
—Un día, en Karahung, mirando las estrellas con Alfa y Omega, me decían lo mismo que tú ahora: que nuestras calamidades eran pensadas por la Divina Providencia, pero yo les argüía que los físicos y científicos viven tan a gusto diciendo todos lo mismo. Es la moda de la que nadie se libra, y se creen que esa es la verdad sempiterna. Sólo los más ignorantes y engañados hemos llegado a la conclusión de lo contrario. Pero puede ser que llegue el día en que la moda se dé la vuelta y se piense al revés que ahora, y que todos, hasta los astrónomos que no cesaban de mirar por los ojos de las piedras horadadas y son los más sabios del mundo, digan todo lo contrario: que Dios no existe, que no hace falta para explicar el universo, precisamente por no haberlo encontrado entre las estrellas o mucho más lejos de las estrellas, donde no sabemos lo que hay; y que los que crean en Dios sean los más ignorantes y supersticiosos. Imaginar a Dios es muy fácil al ver las cosas, al sentir el aire, al quemarse con el fuego, al analizar la vida de los animales y las plantas, y al contemplar el firmamento, sobre todo cuando lo observamos en una noche oscura y estrellada; y un filósofo como ese Tomás de Aquino puede transformar la imaginación de cualquier ignorante en prueba contundente o en demostración matemática. Pero todo se reduce a imaginación tanto del ignorante como del docto. Yo puedo imaginar ahora, o los dos juntos podemos imaginar que Gelvira entra radiante por esa puerta dándonos la sorpresa de que está viva y con un letrero en la frente diciendo: “Mi presencia aquí es la mayor prueba de que Dios existe”. Es fácil imaginar la existencia de Dios, te digo; y sin embargo, qué difícil es imaginar la inexistencia. Es muy fácil imaginar que, de repente, se me pone la cara y la pierna igual que las tenía antes. Imaginemos o no imaginemos a Dios, si existe, existe; y habrá existido siempre. Y si no existe, no habrá existido nunca independientemente de nuestro pensamiento.
Rechivaldo intentaba convencerme:
—Tú mismo te estás contradiciendo. Es mucho más fácil imaginar una prueba de la existencia de Dios que imaginar una prueba de la no existencia. Por eso el ser humano está condenado a creer en Dios o a desesperarse.
—Mira, Rechivaldo: Dios existiría si mañana Gelvira apareciera viva y pudiéramos pasar juntos el resto de nuestras vidas. Me decía Alfa, que, cuando los físicos se preguntan el porqué de cualquier cosa de la naturaleza, es el mismo pensamiento que ha hecho concebir a Dios. Allí, en Karahung, observando el movimiento de las estrellas con las piedras alineadas en la colina, me decía un astrónomo paisano de San Pablo que todo está en movimiento, aunque parezca que sólo se mueve la luna, y concluía que lo que se mueve, al mismo tiempo que se mueve, se está alejando, y, si el sol y la luna y las estrellas se mueven, nosotros nos movemos con la tierra aunque no nos demos cuenta. Y, si nos movemos, nos alejamos, porque todo lo que se mueve se aleja. O sea, que todo se mueve y todo se aleja; y si se aleja, se aleja de algo. Y si se aleja de algo es que antes estuvo junto a ese algo. Así que tuvo que haber un momento que todo estuvo junto, junto, junto, junto. Y cuando todo estuvo absolutamente junto, fue el principio, y si hubo un principio, tiene que haber un fin. ¿Ves qué fácil es imaginar el principio y el fin de todas las cosas? Por eso, ellos, para ocultar sus nombres, se pusieron Alfa y Omega. Porque decían que imaginar es lo mismo que demostrar. Al fin y al cabo todo sale de la misma cabeza. Es lo mismo que imaginar a Dios omnipotente creador de Cielos y Tierra. Lo que ya me es más incomprensible es que premie a los buenos y castigue a los malos. ¿Quién es bueno y quién es malo? Creamos en Dios o no creamos, la gente buena hará cosas buenas y la gente mala hará cosas malas. Es inconcebible que la gente mala haga cosas buenas, porque entonces ya no sería mala. Pero lo que sí podemos concebir es que la gente buena, de vez en cuando, haga cosas malas; y eso sólo puede ser si Dios existe. Es el único resquicio que veo para concebir la existencia de un Dios Omnipotente pero no misericordioso, porque, vaya gracia: que exista Dios para que los buenos hagan cosas malas.
Imaginar a Dios es fácil porque el poder de la imaginación es infinito. Lo imposible es imaginar la nada, porque, si la imaginas, esa imaginación ya es algo. Lo imposible es imaginar la nada sin un Dios que la haya hecho. Las pruebas de Tomás de Aquino de que Dios existe son imaginación, en todo caso, que por lo tanto no prueban nada. Ya te digo que la única prueba de que Dios existe sería que Gelvira estuviera viva.
Sigue tu camino, Rechivaldo, y, en tus oraciones del coro de la catedral, rézale a Dios por mí, por si acaso. Y guárdate bien, no sea que alguien te delate, y no te fíes de nadie, ni del que parezca más bueno, porque se escudará en que es la voluntad de Dios que, creyéndose bueno, le ha permitido Dios hacer algo malo: delatar que has sido templario. Y tú pasarás, en un instante, de ser bueno, a ser malo.
Yo me esconderé en el monte y viviré con los lobos. Intentaré acercarme a los amigos domesticados de Cerecinos y Matalobos, que no es que matara lobos ni nada parecido, como se ha dicho, sino que su abuelo nació en una choza al lado de una mata donde una loba parió lobeznos: la mata de lobos, por eso su apellido... Me acercaré lo más que pueda al convento, entre los árboles, para ver a mi hijo desde lejos, jugando en la huerta y en la granja. Y cuando sea mayor le pediré perdón por la muerte de su madre.

Rechivaldo no me decía nada; sólo lloraba y lloraba al escucharme y tuve que consolarlo

No hay comentarios:

Publicar un comentario