viernes, 28 de junio de 2013

Cuarta entrega


SEGUNDA PARTE
“Los poderosos han conseguido dividir a todos sus súbditos e incluso las gentes más buenas se han llegado a odiar a muerte, hasta matarse entre hermanos en guerras civiles, que no acaban nunca.” (Rodericus Garcíe)
“Los que dan información a Wikileaks deberían ser ejecutados” (El presentador de televisión, Bill O’Reilly)
Prólogo
Escribo esto porque los humildes y los vencidos no tienen historia. Lo escribo para que mi historia quede unos años en el recuerdo, porque al final, ni siquiera permanecerán los más indelebles escritos como los de las pirámides de Egipto. (Martín de Castriello y de Castrello)
Por andar mis padres de finca en finca y de amo en amo buscando la vida, no hicieron forma de bautizarme hasta bien entrada mi infancia, poco antes de empezar el pastoreo con el rebaño de ovejas. Por eso, nunca he sabido mi edad exacta. Debí de nacer entre los años 1270 y 1275. A todos los efectos, ha figurado esta última fecha como la cierta. Cuando cumplía diez años, volvimos a Castrillo de las Piedras, donde yo había nacido. Mi padre roturó las propiedades de los Marqueses Núñez Osorio y yo le ayudaba a amontonar piedras, para dejar el limo fértil en las orillas del río.


No sé si el fatum nos vapuleaba hasta colocarnos a favor del viento o el designio divino intervenía; el caso es que, habiéndonos arrimado a una familia noble y eclesiástica, gozábamos de una posición inmejorable. La casa era de piedra, grande, del tiempo de los romanos o de antes, con un patio en el que, al recorrerlo de punta a punta, yo quedaba cansado. En otras dependencias de la misma casa vivía una niña rubia con una mujer a la que nunca llamaba “madre”. Todos los días llegaba en un caballo un clérigo oscuro de voz profunda a enseñarle las letras. Cuando las ovejas estaban en el corral, también a mí me las enseñaba. De tiempo en tiempo, la niña desaparecía y, al volver, seguíamos en el mismo punto en el que habíamos interrumpido nuestros juegos. Siempre me decía que había estado viviendo con distintos tíos. Y cuando volvía a Castrillo me enseñaba algo nuevo. Fue mi maestra. De ella aprendí los números y las cuentas, amén de mil lecciones de cosas: todo lo que ella había aprendido de sus maestros. Me embelesaba cuando me sonreía retándome: “A que no haces esto”, y estiraba las comisuras de los ojos haciendo temblar las pestañas.
Crecimos juntos en aquella ribera donde yo, asimismo, le enseñé a pescar truchas con la mano; pero no logró pescar ni una. Se le escabullían todas. Le enseñé también a preparar la yesca y hacer fuego para asarlas en los atardeceres del verano cuando nos picaban los mosquitos llenándonos la cara de ronchas.
Con la burra de mi madre, yo había explorado toda la contornada y conocía los caminos hasta una legua a la redonda.
Una tarde nos escapamos al puente romano de Valimbre a pescar truchas.

De cerca y a solas, rodeados de todas las gamas de colores de la tierra mezclada con los verdes, bajo la cúpula de azul intenso, descubrí a mi lado su mirada luminosa y penetrante contemplando los cuatro ojos del puente con sus tres tajamares y cuatro majestuosos arcos. Nos miramos en el espejo del agua remansada, y me contó la lección que allí mismo le había dado su maestro:
—En nuestra casa, hace mucho tiempo, vivió Poncio Pilato —me dijo.
—¿El que mató a Jesucristo? —le contesté asustado.
—Sí; nació en mi habitación. Y en el patio jugaba a las tabas.
—Cuando era niño, venía a este puente a pescar truchas... con Claudia, que era la niña de otro general romano. Igual que tú y yo ahora... Aquí se hicieron novios... Pero sobre todo venían a cuidar de su tesoro... y comprobar que nadie había destruido el puente para robarlo. Debajo de cada puente hay un tesoro escondido.
—¡¿Un tesoro?!
—Allí, debajo —me señalaba la pila y el tajamar del centro—, cuando empezaban a construirlo, el padre de Pilato, que era un caballero, general romano, metió monedas de oro; y en la primera piedra, debajo del agua, al lado de las cuevas donde duermen las truchas, tiene que haber un letrero con sus nombres que diga: “ Poncio y Claudia”. Se casaron cuando también tenían diez años; y después de casarse, ya se fueron a Roma por allí, por allí, por allí... —señalaba con el dedo índice cada curva del camino.
—¿Y qué es un general romano? —le pregunté.
—No lo sé; pero era un general romano... Sería un caballero con un caballo, con un escudo y con una espada, que iría a defender el Santo Sepulcro...
—¿Y para qué hacía eso? ¿Por qué escondió monedas?
—Para que volviera de Roma y no se olvidara de que le pertenecía la casa y el puente y pudiera cobrar un dinero a quien lo pasara cuando el río viniera crecido.
—Mira —señaló apuntando con el dedo—: todo aquel teso y estas praderas estaban llenas de soldados para ir a la guerra. Pero antes habían matado a todos los que aquí vivían.
—¿Eran malos los que vivían aquí?
—Tampoco lo sé... Ni buenos ni malos. Eran pastores de ovejas... A lo mejor vienen los soldados a matarte un día, por ser pastor de ovejas.
—Mañana podemos casarnos —el corazón me latió con fuerza y me sentí valiente por habérselo dicho.
—Yo tengo que ponerme saya nueva —me respondió sin rubor alguno, con la mayor naturalidad del mundo.
—Mañana, mañana nos casaremos —insistí para que no se le olvidara.
—Vamos a bañarnos, ¿quieres?
Yo me subí al puente, me desnudé, y, desde uno de los tajamares, me tiré de cabeza para ver si veía alguna moneda de oro en los cimientos. Pero sólo vi peces y una culebra que salió nadando hasta el borde del río, con la cabeza fuera, hasta que se perdió en los juncares. Me sorprendió que no le diera ni asco ni miedo de la serpiente, siendo así que no podía soportar la presencia de ratones. Ella había entrado en el río por la otra orilla nadando hacia donde yo estaba, huyendo de un ratoncito de cría, totalmente inofensivo; y no la advertí de la culebra por si acaso le tenía miedo, para que no se asustara. Sin embargo, me dijo elevando el tono con sorpresa en las pupilas:
—¡Mira qué culebra, con sus ojitos rojos... preciosos... mira qué saltones los tiene... y transparentes... !
Le dije a voces, intentando que no prestara atención a la culebrilla:
No he visto ninguna moneda.
Ella seguía aleccionándome:
—El rey moro destruyó la mitad del puente hasta que las encontró todas y se las llevó a Granada. Al principio, el puente tenía siete ojos y sólo quedan cuatro.
—¿Y qué es Granada?
—No lo sé. Será el puente que hizo el rey moro para esconder el tesoro.
Al día siguiente, por la tarde, volvimos de nuevo a nuestro paraíso en la pradera con todas las monedas que entre los dos juntamos. Eran de cobre; no teníamos ninguna de oro como hubiéramos querido.
Nadé bajo el agua hasta la base del puente. Las coloqué en el fondo debajo de las piedras más grandes que pude mover. Vi una trucha inmensa que se metió en la hura, metí la mano y la cogí por las agallas. Era la trucha más larga que había pescado. Me dio tales coletazos en el brazo que me dolió varios días. Hicimos fuego, y yo ensarté la trucha en un palo. Después del banquete, con el pelo mojado, y ella admirando mi valentía por haber ocultado, a tanta profundidad, las monedas de nuestro amor, nos prometimos querernos mientras uno de los dos no sacara las monedas.
Me dijo contundente:
—Pero nosotros no somos malos como Pilato. Tú no vas a matar a nadie en tu vida. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
En ese momento sentí que me había enamorado.
Ella me dijo que le diera un beso y así ya quedábamos casados. Fue la primera vez que yo noté un escalofrío por el espinazo. Tenía ganas de abrazarla, de achucharla fuertemente, pero no me atreví por miedo a hacerle daño. Me conformaba con sentarme a su lado y sentir el roce de su pierna contra la mía.
Antes de volver a casa me dijo que arrancara dos juncos de la orilla. Le contesté:
—¿Para qué los quieres?
—Te voy a enseñar un secreto de familia.
Con su cara de misterio y sonrisa pícara me dio un beso antes de salir hacia el pueblo, y me recalcó como si me advirtiera:
—Me dicen que no se lo diga a nadie, que los secretos de familia, sólo la familia puede saberlos.
Me cogió de la mano y emprendimos una carrera:
—Le llaman el ingenio del obispo.
—¿El ingenio del obispo?
—Sí, entre rezo y rezo —dicen— se mete en su taller a inventar artilugios, y éste es el último que ha inventado.
Llegamos a la puerta de detrás de la casa en la tapia alta que daba al patio de las cuadras. Esa puerta siempre había permanecido arrimada. Una vez dentro del patio, me acercó a la puerta trasera de la casa. Con pasos lentos cruzamos el patio. Bajó la voz y me decía:
—Vamos a abrir la puerta trasera de la casa, sin llave, con el junco.
Yo estaba asustado como si estuviéramos cometiendo un gran delito. Bajó la voz al máximo y muy despacio me decía:
—¡Mira! ¿Ves este agujerito?
Yo iba a acercar el ojo para ver lo que había dentro y me apartó diciéndome:
—No es para mirar dentro. No se ve nada. Es para meter el junco. Está a nuestra altura para que pueda hacerlo una niña, solamente con la fuerza de dos dedos.
Introdujo el junco despacio y salió la punta por otro agujero cinco dedos más abajo. Agarró las dos puntas y me dijo:
—¿Ves? Ahora se tira despacio... y... sin hacer fuerza...
Se abrió la puerta. Yo miré por detrás a ver qué había, y era un laborioso sistema de poleas como las de los barcos del Mediterráneo en el que el junco trababa una cuerda, y, calculados los contrapesos, movía hacia arriba un tranco grande y pesado que desbloqueaba la puerta.
—¿Me prometes no decírselo a nadie?
—Te lo prometo.
Pasamos por la casa hasta el patio de la entrada y seguimos jugando.
Yo nunca le enseñaba nada y quería enseñarle algo más que a pescar truchas con la mano. Le dije:
—Vamos a la cuadra a ver si hay alguna gallina güera. Estaba seguro de que no sabría qué era eso, y efectivamente me preguntó:
—¿Qué es eso?
Yo, orgulloso de haber dado en el clavo, le expliqué:
—Una gallina güera es una gallina pomposa, que cacarea de manera diferente a cuando está poniendo huevos, porque quiere incubarlos.
Pasamos a las cuadras de mis padres, donde estaban los nidos de los patos y gallinas. Al vernos entrar, todos los animales salieron por las gateras a la parte trasera de las cuadras, que daban a la pradera de la ribera bajo la sombra de los álamos. Los patos y las patas se metieron en el agua.
Me dirigí a los nidos de las gallinas, y en uno de ellos, había un huevo grandísimo, del mismo tamaño que los huevos de las patas, seguramente de dos yemas, que mi madre reservaba para la cena de mi padre. Yo seguí explicándole bajo su mirada atenta:
—La primera vez que vi dos yemas juntas al cascar un huevo para freírlo, me dijo mi madre: “Si en vez de comerlos, los dejáramos güerar, nacerían dos pollitos exactamente iguales.” ¿Quieres verlo? ¿Lo casco, para que veas las dos yemas?
Le iba a decir que los pollitos de dos yemas se llaman “gemelos”, pero me cortó al instante:
—No, déjalo, que se va a enfadar tu madre si se entera de que lo has roto.
Bajó la cabeza hasta juntar la barbilla con el pecho y me dijo con cara de tristeza:
—Si hubieran nacido pollitos iguales, serían gemelos.
No había manera. Para una palabra que intentaba enseñarle, ya la sabía ella. Sabía todo sobre cualquier cosa. A veces se callaba por no dejarme en feo y me dejaba que siguiera enseñándole algo que también sabía, pero yo lo notaba y me enamoraba más todavía. Me di la vuelta para dejar el huevo en el nido, y, cuando no la miraba, rompió a llorar desconsolada. Algo le había pasado por la cabeza, el recuerdo de su madre, quizás, o alguna otra pena que no quiso contarme.
Sin saber cómo ni por qué, un día, de buenas a primeras, desapareció para siempre y yo me sumí en una profunda tristeza.
Se llamaba Gelvira Núñez Osorio; y yo, Martín Castriello de Castrello.
Por cada hemina nueva que mi padre roturaba, pasaba a su propiedad una quinta parte. Así se fue haciendo de un nutrido patrimonio.
Cuatro o cinco años más tarde, tocada con velo blanco y sayas de seda azul, Gelvira cruzó el patio del palacio episcopal, caserón de piedra por fuera y exquisitas ornamentaciones por dentro, con puerta grande de arco a medida de las tartanas, por la que entrábamos hasta la cocina a descargar los sacos de alubias y garbanzos que mi padre pagaba como tributo al obispado. De esa manera, quedaba exento de pagar la fonsadera al Rey por no acudir a la guerra.
Al verla, me venció el aturdimiento y me quedé sin habla.
Quise llamarla y la voz no me salía, igual que, cuando, de niño, se me aparecía un lobo y quería pedir auxilio para que no robara una oveja.
La basílica de Santa María de Astorga, sostenía el viejo hospital a un lado, y al otro, las dependencias del obispo.
Al lado de Gelvira, una dama negra con ademanes de aya o de protectora, a la que no le vi la cara, le murmuró algo que la hizo pararse para recolocarle una alfiler en el velo, bajo el que asomaba un mechón rubio, y componerle una horquilla; también le quitó unos hilos de la saya nueva como si salieran de la modista que la había vestido y los hubiera dejado olvidados una vez terminadas las costuras.
En el momento de pararse, nos cruzamos la mirada.
El Deán de la catedral, detrás de ellas, también se paraba sin levantar la vista del pergamino que iba leyendo.
Mi padre, ayudado del mozo de la cocina del palacio, descargaba los sacos del carro mientras yo, inmóvil, sujetaba los ronzales de las mulas. Cuatro sacos más y habríamos concluido la faena.
Gelvira me miraba sin que se percataran dama y cura, quienes ni siquiera sintieron curiosidad por saber quiénes éramos nosotros, campesinos del río Tuerto. Siguió mirándome sin acobardarse en la mirada.
Adiviné en su semblante que algo me solicitaba.
La vigilancia del cura y de la vieja, tan de cerca, me hizo intuir que vivía atosigada.
Antes de bajar la cabeza para seguir caminando y perderse en los portones que daban acceso a las dependencias del palacio, me sonrió con el mismo movimiento de cejas, haciendo temblar las pestañas. Interpreté en su última mueca del semblante que solicitaba ayuda.
Aquella noche no me dormía.
Había de decir a mis padres que la hija de Ponciano, el otro ricacho de la ribera, con el que, incluso, habían hablado de boda entre nosotros para unir dos grandes patrimonios, no me interesaba. Era la soltera del pueblo que había ido despreciando a todos los pretendientes por falta de los posibles requeridos, y, a toda costa, las dos familias querían —menudo empeño— unir los dos capitales. Era la forma de forjar un ascenso de consideración para los apellidos.
Pero no me atreví a decirles que había conocido a la mujer de mi vida, porque lo hubieran interpretado como la insensatez más abultada. Según ellos, ya tenía edad sobrada para formar una familia.
A los dieciocho años —me recordaba siempre mi padre—, él ya administraba toda la sementera de distintos señores, y yo, a los diecinueve, todavía vivía con ellos en casa.
Era un secreto a voces que Gelvira, la doncella de Santa María, de donde nunca salía, no era barragana sino la hija ilegítima de alguna personalidad eclesiástica. Los cuchicheos llegaron a atribuir la paternidad al mismísimo prelado, siguiendo la tradición del viejo obispo Nuño, del que se sabía que había llevado una vida regalada.
Al cabo de unos días, cuando correspondía a mi padre llevar al episcopado los sacos de harina, le propuse llevarlos yo solo. Aceptó de buen grado y premió mi iniciativa con agasajos y alabanzas en la tertulia con los vecinos sentados en el poyo, al atardecer, tomando el fresco. Cada día se mostraba más orgulloso de su hijo ante las gentes. Descargar un carro de quilmas era tarea de dos personas y yo lo reté a que lo haría sin ayuda.
Llegué al palacio; el patio estaba desierto. Un pobre tullido entró a mi lado arrastrando sus piernas y me pidió un poco de harina. Mientras descansaba de la pesadez de las espaldas desaté una quilma y le llené el fardel. Cuando me besaba los pies, apareció Gelvira en el corredor y dejó caer al patio su pañuelo. Yo lo recogí al vuelo y, al cabo de unos instantes, bajó las escaleras. Tenía a mi lado a la diosa de mis sueños que me lo pedía. Me limpió el sudor de mi cara con una sonrisa triste que no podré olvidar nunca. Yo me quedé sin habla como si otra vez me hubiera salido el lobo en el monte y ella me dijo: “Por las noches encenderé un cirio en la ventana”
Sin darle tiempo a más, por el corredor se asomó el clérigo que la seguía, dando una voz potente y sorda: “¡Gelvira!”
Por más que cavilé, no encontré disculpa para volver al patio del palacio; tendría que esperar hasta la próxima entrega de tributos para intentar volver a verla.
Los días siguientes, buscaba cualquier motivo para coger el caballo y recorrer la legua larga por el camino del puente viejo, para acercarme a Astorga a merodear alrededor de aquellos muros ciclópeos, por ver si, en algún  momento, se asomaba a una ventana. Pero todo fue inútil.
Un día me quedé hasta que oscurecía para comprobar lo que me había dicho. Cuando apareció el lucero en el horizonte, en el ventanuco más alto también apareció el resplandor del tintineo de una vela. No quería pensar que la tuvieran emparedada sin dejarle ver la luz del día. Cuando, de niño, pasaba por allí con mi madre, en su afán de catequizarme, me decía que en aquellos edificios había mujeres malas que ya no salían nunca de entre cuatro paredes, haciendo penitencia por los pecados cometidos, hasta que se morían emparedadas. Rememoré el terror que me causaba imaginar unas mujeres presas. Intenté engarriar por las paredes pero no había salientes en los que apoyarme y me quedé mirando el resplandor del ventanuco, sabiendo que ella unía su pensamiento con el mío. Unos cuantos días más volví al oscurecer, y permanecía esperando a que se apagara la vela, para conectar con su pensamiento durante el tiempo de destellos detrás de las rejas, hasta que, semanas más tarde, la oscuridad entenebreció el ventanuco y ya no se volvió a encender nada.
Después de la siguiente cosecha, llevamos al palacio, en varios viajes, los tributos de la fumalga, la martiniega y los yantares, que le cobraban a mi padre con cereales y vino, en vez de pagar los ochocientos maravedíes
Vi al Deán, vi a la vieja que acompañaba a Gelvira cuando salía de la modista, vi a otros clérigos y a otras muchas personas principales, pero Gelvira había desaparecido. Se me quitó el apetito. Mi madre temía que estuviera enfermo porque me quedé en los huesos pero, poco a poco, me fui reponiendo hasta que recobré los músculos perdidos. Supuse que nunca más me enamoraría y, siguiendo los pasos del caballero Tejera, hijo y vecino del pueblo de Castrillo, al que le había oído sus correrías en la Santa Cruzada, solicité el ingreso en el Temple de Ponferrada donde tenía que observar el voto de castidad hasta el fin de mis días...



Capítulo III
“Si arando tu tierra encuentras un tesoro histórico, una moneda, una estatuilla romana, cualquier cosa... tú eres el propietario absoluto. No se te ocurra decir a nadie dónde la escondes, porque los poderosos inventarán leyes para arrebatártelo y quedárselo ellos”. (Leonardo Gómez López)
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La historia de Martín Castriello, desde su ingreso en el Temple —después de haber desaparecido Gelvira y de haber supuesto que de nadie más se enamoraría—, hasta el día de la fuga, en estampida, de la fortaleza templaria de Ponferrada, fue de noble caballero en varias campañas, con la suerte de no haber sido herido gravemente en ninguna.
Era un verdadero veterano de guerras. Había ido y venido tres veces a las cruzadas.

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