miércoles, 26 de junio de 2013

El enigma de Baphomet (Primera entrega)








A Charo, a Javier, a Pablo, y a mis nietines: Javi, Julia, Teo, Luz, Olivia, Víctor, Carmen...








Nada hay encubierto que no se descubra, nada oculto que no se divulgue 
(Lucas, 12, 2)
PRIMERA PARTE
Viaje a América

Esteban Arias Hernández pretendía espantar su congoja con un canturreo indescifrable.
En el sótano, desempolvó el baúl de madera con nervios de hojalata. De su biblioteca eligió no más de una docena de libros y los colocó con esmero en el fondo, para que no se dañaran con el traqueteo, tanto en el tren hasta La Coruña, como durante la travesía del Atlántico.




Entre las ropas, envolvió su viejo violín Testore, que nunca logró tocar, y el reloj de sobremesa heredados de su abuelo.
Subió al desván con pasos inquietos y bajó la maleta de cuero forrada por dentro con fino tafilete. Cuando le había sacado brillo con el cepillo de limpiar los zapatos, se quedó en silencio mirando los enseres de uso diario, cubicando mentalmente los volúmenes para aprovechar todos los resquicios.
Con solemnidad litúrgica colocó dos mudas, pieza por pieza, hasta llenar las cuatro esquinas. No encontraba lugar para los ocho pergaminos medievales, que sacaba de España clandestinamente. Desocupó de nuevo la maleta y descosió el forro. Ya desentrañaría la caligrafía endiablada de lo que parecían banales contratos antiguos y escrituras de compraventa que carecían de validez alguna; aunque, escudriñadas algunas palabras sueltas, tenían todo el aspecto de encerrar una epístola y un viejo relato. Había que examinarlos más despacio.
Introdujo con esmero los ocho pergaminos y concluyó la costura pacientemente, con puntadas de maestro guarnicionero, pasando la aguja por los mismos agujeros para que no se notara el descosido.
Antes de cerrar el baúl definitivamente, salió de casa hacia el orfelinato. Le faltaba el último trámite: la firma y la póliza en el documento de adopción del niño.
Al día siguiente, temprano, el director de la inclusa se lo llevó al andén como habían quedado. Lo cogió en cuello y el niño se le abrazó con fuerza, como si no quisiera desasirse nunca, habiendo cambiado el semblante asustado por una sonrisilla. No pronunció ninguna palabra, ni papá, ni padre, ni nada. Sólo se achuchaba contra su pecho.
Subidos al tren, Esteban abrió la carpeta que el director le había entregado y comprobó los documentos que legalizaban a su hijo, demasiado pequeño para intuir el largo viaje que les esperaba en barco.
La madre del niño, Itziar Markuleta Etxeverría, quedaba en el manicomio atada con una camisa de fuerza.
Al cumplir la mayoría de edad, con la misma maleta de cuero y tafilete, José Antonio Arias Markuleta volvió a España, a pesar de que no le quedaba más familia conocida que su madre loca, y tardó mucho tiempo en descoser el forro.
Su padre, sintiéndose enfermo, le había encomendado recuperar el pergamino que le faltaba, costara lo que costara, para lo que precisaba de tal paciencia que cursó la carrera de historia.
La coincidencia del vasco Markuleta conmigo, como profesores en el mismo instituto, donde tuvimos como alumnos a Pablo, Clara y Leo, determinó el comienzo de este libro: quizá un sabio astrónomo de Karahundj hubiera podido explicar la alineación de nuestros cinco luceros en el firmamento.
Pablo y Leo me confiaron, en secreto, que el profesor de historia, José Antonio Arias Markuleta los había utilizado sin escrúpulos para que robaran el pergamino que buscaba, sometiéndolos a peligrosos riesgos, durante la excursión de fin de curso desde Málaga a Astorga, el verano de 1983, por lo que decidieron esconderlo haciéndole creer que no lo habían encontrado en el archivo.
“Tiene que permanecer perdido en cualquier lugar del recinto catedralicio”, le había repetido obsesivo su padre, cuando lo ilustraba acerca de la estirpe ARIAS DIDAZ.
Con este pergamino
podría demostrar que la valiosa pintura románica le pertenecía, por herencia directa, al proceder su apellido de este linaje medieval, pero les había dicho que sólo lo quería para culminar su tesis doctoral de historia.
Pudo más mi lealtad con los muchachos que la amistad con Markuleta; les guardé el secreto y no le dije nada.
El Vasco —así llamaban los alumnos a Marculeta—, después de haber muerto su madre en el manicomio, se volvió a Buenos Aires, desolado por no haber podido llevar a cabo el mandato de su padre: rescatar el pergamino que ya guardaban Pablo y Leo.
Hace mucho tiempo que empecé la aventura de descubrir el enigma de Baphomet y, tras años de investigaciones y pesquisas, hemos terminado ensamblando todas sus piezas, como si fuera un rompecabezas, no sin angosturas y peligros: comencé yo en el monasterio de San Pedro de Montes, León, en 1971, y culminaron Leo y Pablo, Clara y Nora en 2010 en el aeropuerto de Barajas.



Capítulo I
1
Otoño, 2010
Clara:—Buenas noches, profesor.
Profesor:—¡Hola, buenas noches! ¿Qué tal os ha ido?
Clara:—Estoy esperando que se conecte Leo a internet, a ver qué me dice...
Profesor:—¿Qué tiene que decirte?
Clara:—Se va a llevar usted una sorpresa muy grata. Pero no podemos cantar victoria todavía.
Profesor:—¿Qué pasa, qué pasa?
Clara:—Leo ha salido para Francia. Ahora mismo estará volando. Bueno, estará a punto de aterrizar en el aeropuerto “Charles De Gaulle” de París.
Profesor:—Pero... cuéntame, ¿qué ha ocurrido?
Clara:—Hoy por la mañana recibió un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores que nos ha dejado perplejos. No se lo escribo porque es muy largo. Mañana en mi departamento de la Facultad puedo escanearlo, porque aquí no tengo scanner. Y se lo envío. Con el comunicado le llega un “oficio” de un juzgado de París.
Profesor:—¡Caramba! No esperes a mañana. Dime ahora. ¿Qué le comunican?
Clara:—Espere un momento, que voy a buscar dos palabras de lenguaje jurídico que tengo subrayadas. Las buscaré en el diccionario de Francés, para traducirlo bien.
Profesor: —No hace falta. Dime lo que le comunican, que no es necesario que me lo traduzcas al pie de la letra.
Clara:—El lenguaje jurídico de Francia no es sencillo. Leo se llevó los originales. Aquí tengo la fotocopia. Espere...Ya las tengo.
Profesor: —No me hagas esperar. Dime ya...
Clara:—En resumen, el escrito dice que... Bueno, mandan copia del parte de defunción con un informe médico del hospital, y copia del testamento. Espere que lo copio entero: 
“Madame Denisse Counillac... falleció en este hospital... Diagnóstico: ...insuficiencia respiratoria... ...cor pulmonale...
Profesor: —No, no. Resúmelo. No me escribas todo.
Clara: —Ya estoy resumiendo las ideas principales.
Profesor: —¡Ah! ¡Sigue, sigue...!
Clara: —Dice que Madame Denisse Counillac ha dejado a Leo como único heredero de una casa en un pueblo cerca de Versalles, y de sus pertenencias personales, por expreso deseo; y narra toda clase de detalles: en agradecimiento por los favores que le dispensó, ya que fue quien la llevó al hospital salvándole la vida tras un accidente...
Profesor: —¿Figuran los pergaminos que nos faltan, entre sus pertenencias personales?
Clara: —Bueno... dice: dos baúles que contienen ropa, cuadernos, papeles y pergaminos.
Profesor: —¡No hay duda! ¡Son los pergaminos!
Clara: —¡Claro! El certificado de “últimas voluntades” tiene fecha de agosto de 1983. O sea, que hizo el testamento cuando Leo todavía no había regresado a España, aquel verano, porque él se vino a primeros de septiembre.
Profesor: —A ver qué dice Leo mañana. ¿Te llamará por teléfono?
Clara: —O se conectará en un cíber. Le he estado insistiendo en que se compre un ordenador portátil y no me ha hecho caso. Siempre me dice que con el ordenador de sobremesa le sobra. Hoy hubiera hecho falta. En Francia todos los hoteles tienen Wi-Fi. Comprará un ordenador portátil en París para comunicarnos por videoconferencia. Así que, a ver qué nos dice mañana. Esperemos que en estos veintitantos años no hayan desaparecido de los baúles los pergaminos y las páginas que nos faltan del diario de guerra del Capitán Counillac.
Profesor: —Allí están todos los documentos que nos faltan. Los míos los tengo transcritos y traducidos desde hace mucho tiempo. Si Leo trae todos los que faltan, los transcribiremos en unos días. No sé si voy a poder dormir esta noche.
Clara: —Lo mismo le digo. Yo tengo, en el despacho, un ordenador con cámara de video; y los últimos portátiles ya llevan cámara incorporada. Nunca hubiéramos echado tanto en falta, como ahora, estas maravillas de la técnica. A ver si mañana podemos conectarnos en videoconferencia con el Skype.
Profesor: —Parece mentira que este artefacto haya evolucionado tan deprisa. Se me ha pasado la vida de profesor en los institutos en un pis-pás. A ver si, ahora que me he jubilado corre el tiempo más despacio. Parece que era ayer cuando entrábamos en el mundo informático, siendo yo tu profesor en el instituto, con aquellos ordenadores de discos flexibles, que cada vez que arrancábamos el ordenador teníamos que instalar el sistema operativo. ¡Y ya han pasado mucho más de veinte años!
Clara: —Desde luego... Bueno, a ver qué nos dice Leo mañana.
Profesor: —Que descanses. Mañana conectamos y ya me cuentas noticias frescas.
Clara: —¡Hasta mañana!
Profesor: —Adiós, hasta mañana.
2
Leo: —Buenas noches, profesor.
Profesor: —Hola, Leo. Ya me ha contado Clara...
Leo: —Hoy he pasado por el mismo paso de peatones donde lo pilló a usted el coche. Me detuve un rato pensando... ¡Qué tiempos!
Profesor: —Mejor olvidarlo. Yo lo olvidé todo al poco tiempo. Lo que pudo haber sido... Aquel fatídico coche me pudo haber matado; y ya ves, quedé tan fresco para seguir dando guerra.
Leo: —Ya. Estas calles de París me han traído a la mente tantos recuerdos, andanzas... Es que no había vuelto a París desde entonces.
Profesor: —Muy bien. Ahora, a ver si arreglas lo de la casa y regresas pronto con los pergaminos. Ya estoy impaciente por leerlos y ordenarlos con los míos.
Leo: —Ya me imagino. Pero no hay más remedio que esperar con paciencia. Yo, a veces, me desespero. Por lo que estoy comprobando, en Francia, la burocracia es igual de pesada que en España. Bueno, me parece que “buró” es palabra francesa, así que nunca mejor viene a cuento.
Profesor: —Claro, claro... Estás en lo cierto. Eso es bagaje que te queda de nuestras clases de lengua de C.O.U. de antaño, en las que, lo que más os gustaba, sobre todo a los del grupo de ciencias, eran las etimologías e historia de las palabras.
Leo: —Ayer, pasé toda la mañana en el juzgado otra vez, esperando una firma, para llevar el papel a la embajada española. No sé qué coños de permiso tienen que darse unos a otros, que me tienen zarandeándome como a un zombi. No sé por qué se traen tanto misterio, que esto no avanza. El embajador español, para más “inri”, me hizo esperar dos horas, y al final no vino, y tendré que volver mañana. Otro día perdido.
Profesor: —Tenemos que hablar de dineros. El hotel correrá de mi cuenta, que será la partida más cara. Yo tengo que colaborar económicamente.
Leo: —Si no es eso. De momento, el dinero no me preocupa. Para esto tengo ahorrado. Sólo faltaba.
Profesor: —Como todo lo tienes invertido en cuadros y esculturas...
Leo: — No se preocupe. A fin de cuentas, la investigación de los pergaminos es más importante que toda mi colección de arte. Si es preciso vendo un cuadro, aunque sea el más valioso que tenga; o la tabla románica, por la que me ha ofrecido mucho dinero un anticuario. De momento ya me pagan veinte veces más de lo que me costó a mí, y eso que ya me parecía cara cuando la adquirí en la subasta. Después de todo, no hice mala inversión con mi afición a las pinturas. Del dinero no se preocupe.
Profesor: —Bueno, de dinero ya trataremos que también es importante.
Leo: —Podemos escribir en Google-docs.
Profesor: —No sé lo que es eso.
Leo: —Nos permitirá crear una cuenta común en internet y archivar nuestros escritos, de tal manera que podemos escribir cada cual su relato y archivarlo en uno sólo. Así podemos escribir el libro entre todos, en equipo, sin necesidad de desplazarnos. Nosotros en Madrid y usted en Málaga.
Profesor: —Me parece muy buena idea, pero no sé si conseguiremos coherencia en la redacción.
Leo: —Yo creo que, como son traducciones de leonés del siglo XIV, conseguiremos una continuidad total entre sus pergaminos y los que Denisse ha guardado en los baúles. Precisamente se complementará todo, y para el lector será más fácil seguirlo. Repartiremos el trabajo. Con la ayuda de Clara los transcribiremos en unos días. Se lo he comentado a Clara y le ha parecido una idea magnífica.
Profesor: —No olvides que Clara siempre te tuvo un poco idealizado, y... viniendo de ti... :));  :))
Leo: —Déjese de bromas... Más lo tenía idealizado a usted, que durante el curso de C.O.U. en el año 1983 le dedicaba fotografías...: Lo que sí creo es que usted va a tener que corregir o por lo menos revisar lo mío, porque no me fío de que no se me escape alguna incorrección sintáctica.
Profesor: —Hombre, espero que en el relato no utilices el lenguaje coloquial de chat. Tú escribes muy bien cuando quieres. Ya lo demostraste con el sobresaliente en Lengua. Me ha gustado la idea del equipo... Porque, si archivamos lo que cada cual vaya escribiendo, cuando uno abra el archivo, ve lo que los otros han escrito, y así se evitarán repeticiones que, sin duda, saldrían al tener los tres muchos datos comunes. Por lo menos, vamos a probar tu idea...
Leo: —Ahí le mando un croquis del orden, de la estructura del libro, en un archivo adjunto. Empiezo con el asedio del Temple de Ponferrada y la huida de Martín, Roderico y Rechivaldo. Creo que es mejor empezar así que con los diálogos de Gotier con Petrus. De la infancia de Martín y Gelvira, solo tenemos dos fragmentos pequeños, dos párrafos. Esperemos que el resto esté en el baúl de Denisse. He pensado redactar el prólogo con toda su infancia, en Castrillo de las Piedras, al lado del río Tuerto y el puente Valimbre.
Profesor: —No te molestes todavía, que la lengua de principios del siglo XIV hay que revisarla mucho, e investigar muchas palabras no documentadas. La vida de Martín yo creo que está completa en mis pergaminos. Pero en los pergaminos que tú traigas tendremos que hacer investigación filológica.
Leo: —Ayer estuve repasando lo que tiene usted hecho, hasta las tres de la mañana. No me dormía pensando en el conjunto. Qué ganas tengo de leer todo terminado.
Profesor: —Cuando regreses a España seguiremos trabajando con los pergaminos que traigas. Si ahora empezamos pensando la estructura, dentro de unos días tendríamos que cambiar el orden de nuevo. No hay más remedio que juntar los pergaminos míos con los tuyos, para ordenarlos. Sobre todo al pasar de una página a otra de las que están separadas, que es donde, seguramente, aparecerán incongruencias si no están bien ordenados. He pensado trenzar los primeros episodios para que el lector vaya leyendo a la vez dos tiempos distintos: los diálogos de Petrus y Gotier que suceden años más tarde que la huida de los cinco templarios Martín, Roderico, Rechivaldo, Cerecinos y Matalobos. Tendremos que hacer el libro con tus pergaminos y los míos a la vez, cotejándolos encima de la misma mesa. Por lo menos en la primera redacción hemos de unir nuestro trabajo.
Leo: —Y el trabajo de Clara, que es tan importante como el nuestro, pues, aunque no ha descubierto directamente ningún escrito revelador, ha pasado muchas horas en los archivos para constatar, sobre todo, los pergaminos que faltan de las colecciones donde tendrían que encontrarse; que han desaparecido a lo largo del tiempo porque se hayan robado o por lo que sea; que son datos complementarios tan importantes como los mismos escritos. Como si lo nuestro fueran los sonidos y lo suyo fueran los silencios de una misma sinfonía. Además, es una especialista en la Edad Media, y sobre los templarios lo sabe todo. Cada detalle que le pregunto me lo resuelve al instante. Ella también cuenta con el apoyo de su amiga Nora, que es filóloga, y, entre la historiadora y la filóloga, ¡menuda pareja! Me ha dicho que ha habido innumerables suposiciones acerca de quién fue Bafomet. La más chunga es la última que ha leído, que lo relaciona con Mahoma. Fíjese, vaya majaderías se publican: “Se exterminó a los templarios porque dejaron de ser cristianos y se convirtieron al Islam y adoraban a Mahomet o Baphomet”. Yo no sé cómo se pueden publicar tales bobadas. Esta cita la encontró Nora el otro día. Y, como esta interpretación del significado de Baphomet, hay a decenas. Nora ha leído todo al respecto. Siempre me ha dicho Clara que Nora es la mayor especialista sobre los templarios.
Profesor: —Además, la relación fonética no tiene ni pies ni cabeza. Pero ahí está publicado y discutido. ¡Qué le vamos a hacer! A veces hay poco rigor en las publicaciones que se las dan de científicas. Pues inexactitudes como esa se han publicado centenares, ya lo sé, todas supuestas e inventadas. Aunque no quiero minusvalorar los trabajos de Nora, vuestra amiga, imprescindibles para descartar interpretaciones falsas, ya sabes que estudios sobre los templarios hay millones, de prestigiosos investigadores.
Leo: —Y ya es seguro que nosotros tenemos la exacta y original faz de ese ídolo por el que llevaron a la hoguera a miles de templarios a principios del siglo XIV. Cómo iba alguien a suponer que los escritos en los que se revela quién fue ese misterioso ídolo estaban repartidos entre su amigo el mendigo bohemio de Astorga y una conserje de un inmueble parisino. No es de extrañar que todos los investigadores de historia los hayan buscado durante setecientos años sin éxito alguno. Cuando hayamos publicado el libro, colgaremos en internet las fotografías, para que todo el mundo pueda verlas con detalle, gratuitamente.
Profesor: —Y se pueda comparar con el dibujo que hizo en el siglo XIX el mago ocultista Eliphas Levi, que es el más aproximado, porque es el que más páginas ha dedicado a la identificación de Baphomet.
Leo: —Tiene usted los libros, claro...
Profesor: —Sí, naturalmente que lo tengo casi todo con respecto a las distintas interpretaciones que se han dado de Baphomet. El que más se acerca es Eliphas Levi. Es más, yo, cuanto más leo, más me afianzo en que este sujeto tuvo que conocer nuestro Baphomet, el verdadero.
Leo: —¿En qué se basa usted para afirmar eso?
Profesor: —El dibujo que hizo Eliphas Levi de Baphomet es un calco de nuestro retablo, con algunas modificaciones escoradas hacia lo que le daba de comer, lo que le daba dinero; además, vivió de eso engañando a las gentes con trucos de magia, cartas astrales, tarots, brujerías y ocultismos.
Leo: —¿Qué le daba de comer? ¿De qué vivió ese Eliphas Levi?
Profesor: —De la magia y de las ciencias ocultas. Esa teoría de que basó su ilustración de Baphomet en una gárgola de un edificio que había sido propiedad de los templarios no tiene ni pies ni cabeza porque no existe tal gárgola. Sólo existió en su imaginación después de haber visto nuestra pintura aquí en España, o alguna copia que quedó por algún lugar escondido de Francia, o en alguna bodega cuando el Rey Felipe IV de Francia ordenó quemar todas las copias que presidían las capillas de los castillos templarios.
Leo: —¿Tiene usted fotografías del dibujo de Eliphas Levi que representen a Baphomet?
Profesor: —Aquí lo tengo en un archivo. Te lo paso. Pincha y abre. Alguien ha colgado en internet el dibujo de Eliphas Levi.
Leo: —¡Caray! No cabe duda. No es que esté inspirado; es que copió nuestra pintura sustituyendo la cabeza del dios Baco pintado como un Pantocrátor, por una cabeza de macho cabrío con cuernos; y el pentágono en la frente con la punta para arriba ha sustituido a la corona de laurel.
Profesor:—Todo está descrito en el libro de Eliphas: “Dogma y Ritual de la Alta Magia”. No cabe ninguna duda de que utilizó nuestra pintura, la que Arias Didaz dejó a los monjes de San Pedro de Montes, en el siglo X, para que nunca saliera del monasterio. Oye, que no dejo de pensar en eso que dijiste de la amiga de Clara. ¿Quién es exactamente? ¿No me la puede presentar Clara? ¿No nos complicará las cosas? Yo creo que ya somos suficientes los tres. ¿No crees?
Leo: —Clara me dice que Nora ha leído todo sobre Bafomet; todo lo que es legible en los distintos archivos de España, Francia e Italia, incluidos los del Vaticano, y que ya no alberga ninguna duda de que nosotros tenemos el secreto. Es una prestigiosa investigadora, pero claro, tenemos que juntar las dos colecciones de escritos y seguir investigando nosotros. También me constata que el misterio de Bafomet es el secreto mejor guardado de la historia de Europa. Clara le ofreció, por su cuenta, sin consultarme a mí siquiera, transcribir algunos episodios. Lo cierto es que le ofreció a su amiga ser coautora del libro.
Profesor: —¿Otra persona más, coautora? ¿No seremos ya demasiados autores?
Leo: —No importa. Esto no es una tesis doctoral en la que sólo puede figurar uno.
Profesor —Bueno, lo importante es descubrir, revelar y publicar el misterio de Baphomet.
Leo: —¡Claro!
Profesor: —Si en su momento se hubiera desvelado quién era Baphomet, no se hubieran llevado a la hoguera a treinta mil templarios. Felipe IV de Francia y su ministro Nogaret no les hubieran robado sus inmensos tesoros ahorrados y custodiados en los castillos del Temple; y la historia de Francia hubiera sido otra. Por supuesto no se hubiera llegado a la Revolución Francesa. No sólo eso, sino que hubiera cambiado la historia del mundo.
Leo: —Por eso Clara le ofreció a su amiga Nora ser coautora del libro, porque es la que más sabe de la historia de los siglos XIII y XIV. Siendo los cuatro coautores, cuando se edite el libro, no harán falta agradecimientos ni introducciones.
Profesor: —Yo quisiera explicar cómo conocí al mendigo en Astorga cuando yo era niño, y por qué me regaló, poco antes de morir, el año 1983, cuando tú terminabas tercero de BUP en el Instituto, lo único que poseía, que eran estos escritos. No sé si merecerá la pena contar todos los detalles de la última fase de mi investigación hasta que llegué a saber que Denisse conservaba los pergaminos, cuando tenía que hacerme el simpático con las viejas de Francia, en el pueblo que, de niñas, tenían que haber sido sus vecinas, a las que les encantaba oírme porque les hacía gracia mi francés rudimentario. En realidad sólo hubo conversaciones y conversaciones con ellas hasta que fui hilando datos y llegué a encontrarla en París, donde trabajaba de conserje.
Leo: —Pues relate usted cómo el mendigo de Astorga le proporcionó algunos pergaminos.
Profesor: —Ya lo tengo redactado. Me han salido catorce o quince folios.
Leo: —Entonces yo tengo que contar cómo al terminar COU, antes de entrar en la universidad, me convenció usted para que fuéramos a Paris a buscar lo que usted andaba buscando, después de haber examinado los escritos de su amigo, el mendigo. Han tenido que pasar veintisiete años de espera para poder desvelar el secreto. Lo ideal sería transcribirlos tal y como están, en leonés y castellano del siglo XIV, pero no los transcribiré, porque si los transcribiera tal y como aparecen, resultaría una obra exclusiva para filólogos especialistas.
Profesor: —Empiezo yo explicando cómo llegamos a tener tú la mayor parte de los escritos que guardaba Denisse, y yo el resto de los escritos desde hace veintisiete años durmiendo en el cajón, cuyos contenidos no se entenderían leyéndolos por separado. Así que empiezo yo explicando el comienzo de esta historia que es parte de mi infancia en el año 1957. Van a decir que es autobiográfica, pero, ¿en qué libro no se plasma toda o parte de la autobiografía? Y luego sigues tú con tu relato en París, en el verano de 1983.
Leo: —Ahí se conecta Clara. Vamos a decirle el orden que seguiremos a ver qué le parece. Estoy pensando que ¿para qué molestarnos redactando en forma de prosa lo que ha sido una conversación con el programa “Skype”? Podemos copiar este “chat” y ya no hace falta redactar nada para dejar plasmada la génesis de este libro. Después de estas líneas, colocamos nuestras introducciones y, seguidamente, el resto de conversaciones y videoconferencias que yo tengo grabadas.
Profesor: —Ayer estuve pensando que tendríamos que publicar vuestras fotos, o colgarlas en internet, o un vídeo. A los lectores les agradará conoceros. Mi foto ya está publicada, y no hace falta; pero las vuestras...
Leo: —No creo que Nora acceda a publicar su fotografía. Y Clara es muy vergonzosa, así que nos conformaremos con describirlas: las dos tienen 45 años pero no representan más de 30. De estatura, las dos iguales, 1.60. Clara, con media melena y algo más angulosa en sus facciones; Nora pelo corto, la cara más ovalada y los labios siempre pintados de rosa. Y ahora que no nos oyen, ambas bellísimas; parecen dos artistas de cine: los ojos de Clara color castaño y sonrisa eterna. Nora, ojos negros y profunda mirada; cuando te escucha parece que está analizando tu alma. El cabello cada poco cambia de color. Clara ahora peina mechas y Nora a la última moda parece que va despeinada con exquisito desaliño. Y las medidas...
Profesor: —¡Bueno, bueno...! No sigas, no hace falta profundizar tanto. Tú no has cambiado de imagen desde los 18 años. Si te tuviera que describir el Arcipreste de Hita diría: “el cuerpo tiene alto, piernas largas, membrudo / la cabeza non chica, velloso, pescozudo / el cuello más bien alto, pelinegro, orejudo / las cejas apartadas, no tan negras como el carbón / el andar muy erguido, así como pavón / el paso firme, airoso, y de buena razón / la su nariz no larga, que no lo descompón.
Capítulo II
3
La historia de la redacción de este libro empezó cuando yo era un niño, por los años 1955 ó 1956 más o menos, ¿para qué voy a echar cuentas exactas...?
El primer día de clase en la academia, ubicada al lado de la que, en la Edad Media, había sido la Iglesia de Santa María, en el mismo lugar donde ahora se yergue, hermosa, la catedral gótica, el maestro don Jeremías pasaba lista bajo la mirada de un retrato de Franco y otro de José Antonio Primo de Rivera.
Todos los niños y niñas de la clase de ingreso en el Bachillerato teníamos apellidos normales, Pérez, González, García, algunos nombres de oficio como Herrero o Carretero, un Ansúrez y un Castrillo. Cuando el maestro llegó al número veinte —treinta alumnos el total de la clase—, se le trabucó la lengua al pronunciar el apellido más complicado: Ruiz de Mendarózqueta Martínez de Ezquerecocha y Madinabeitia. Con un cuádruple nombre muy de religión y sacristía: Pedro María Jesús Redentor; de tal manera que no fue capaz de pronunciarlo todo seguido.
Intentó de nuevo y cada vez le salían unos apellidos distintos.
Mi mejor amigo se llamaba Raúl Ansúrez, con el que, además, compartía pupitre.
Al oír el galimatías en el que el maestro se había metido, me pellizcó con disimulo, empezó a reírse y no podía parar. Era un guasón de tralla, delgado, vivaracho y con una intuición privilegiada. Recitaba las lecciones de memoria sin fallar una coma. Siempre se reía a carcajadas. Me enseñaba el significado de palabras para mí desconocidas, porque era aficionado a la lectura de todo lo que caía en sus manos.
Era el único que leía libros en los recreos; el resto sólo leíamos tebeos y la enciclopedia de grado medio: nuestro libro de texto. A él le oí, por primera vez, la palabra “filatelia” pronunciada con misterio al hojear parsimoniosamente su amplia colección de sellos. “Cada vez que se toca uno con los dedos —nos aleccionaba en corro expectante— pierde la mitad de lo que vale, por eso hay que cogerlos con pinzas y conservarlos entre celofanes”.
En una situación de respeto y silencio, como era la ceremonia de pasar lista al comienzo de la primera clase de curso, contener la risa ante cualquier minucia hilarante era imposible; y Raúl no podía parar de reírse cuando se trabucó el maestro, todo un alivio que aprovechó don Jeremías como disculpa para detenerse y llamar la atención a mi amigo diciéndole: Raúl, si no dejas de reírte, comenzarás el curso copiando cien veces “no me reiré jamás mientras el maestro pase lista”; con lo que salió airoso del atasco y recomenzó la lectura de los endiablados apellidos del Redentor compañero, quien, por otra parte, parecía un niño muy dócil y aplicado. Desde luego, hasta el momento, no había metido ningún ruido.
Raúl no pudo contenerse y soltó otra carcajada tapándose la boca cuando vio que no arrancaba.
Don Jeremías, con el afecto paternal que lo caracterizaba, le llamó la atención un poco más serio instándole a que dejara de reírse, y volvió a la carga empezando a leer los nombres atropelladamente: Pedro María Jesús Redentor Reuis de Minda... Menda... Monda, mas Miraz ... Queta..., y de ahí ya no pasó el pobre maestro.
Raúl ya no me pellizcaba. Metió las manos entre las piernas y agachó la cabeza queriendo ocultarla tras la espalda del compañero de adelante, aplastando la cara contra la tapa del pupitre y lloraba, no podía parar de llorar de la risa intentando inútilmente que no se le notara.
A mí me contagió la risa y yo se la contagié al resto de la clase.
Redentor quedó muy serio en medio del estruendo de las carcajadas, de tal manera que a don Jeremías se le escapó una sonrisilla enseñando los dientes del color ferruginoso del cigarro tras cigarro que fumaba.
Cuando nos fuimos aplacando limpiándonos las lágrimas, el maestro comprendía que el pobre Redentor podría estar molesto, y trató de remendar la situación diciéndonos: “Los apellidos compuestos son de familias de alto abolengo, por eso es difícil pronunciarlos. Le llamaremos Redentor Ruiz de Menda, a secas, y todos tan contentos.
Terminó la lista y proseguimos como cualquier comienzo de curso.
Aparentemente, se había calmado la tempestad, pero —¡ay, amigo!—, al día siguiente, después de haber entrado y de comenzar, en silencio, a dar un repaso a la lección primera, se abrió la puerta de una patada: con las botas del ejército entró un uniforme lleno de estrellas y condecoraciones, sin pedir permiso, directo hasta la tarima, con la cabeza ladeada, resollando y el dedo amenazante en ristre.
A don Jeremías no le dio tiempo ni a levantarse.
Aquel mando del cuartel de artillería enfurecido arrancó a reprocharle al maestro con voz aguardientosa y potente:
—Tenga usted mucho cuidado con lo que hace y dice.
—¿Quién es usted? —le contestó el maestro intentando levantarse de la silla. Raúl Ansúrez me pellizcó; con asombro y miedo esbozó un gesto para que mirara a Redentor al que se le veía ufano y victorioso.
Don Jeremías terminó de levantarse con la chaqueta desgastada y brillante de tantas clases que daba, colgando de un lado más que de otro.
—Yo a los niños los educo haciéndoles que llamen a la puerta y pidan permiso. Por favor, sólo le pido que se identifique —le dijo con la mayor delicadeza.
El militar, confundido y ruborizado, le contestó sin argumento ninguno:
—El director me conoce perfectamente. A usted no tengo que darle más explicaciones, pero le advierto que nunca más... Y que sea la primera y última vez que se ríe usted de los apellidos de mi hijo. Son apellidos nobles, linajudos y quienes los llevamos tenemos el honor de saber defenderlos. Por las buenas o por las malas haré que los respete.
Mi amigo Raúl Ansúrez ocultaba el rostro entre las manos con los codos encima de la tapa, haciendo propia la humillación y el bochorno que injustamente estaba sufriendo el maestro. Quedamos inmóviles. No se oían más que las botas que se dirigían por el pasillo central hacia la puerta, y el tamborileo de las máquinas de hierro negro, que tecleaban los del aula de mecanografía. A mí me dio lástima de don Jeremías; hubiera deseado que el energúmeno se hubiera disculpado o que don Jeremías le hubiera soltado un soplamocos como respuesta a su insolencia, pero el maestro trató de disculparse diciéndole:
—Ha habido un malentendido. Ya le dije a su hijo, y a toda la clase, que eran apellidos egregios, de procedencia nobiliaria como casi todos los apellidos compuestos.
Ni se despidió siquiera. Tampoco miró para su hijo, quien, muy presuntuoso, era el único que mantenía el tronco erguido.
Antes de dar el portazo de salida, escorzó la mirada diciendo:
—Ya está bien de aguantar a republicanos todavía.
Al oírlo, me crujieron los oídos y sentí pánico porque mi madre había sido maestra de instrucción pública durante la república en San Vicente de Alcántara, aunque había quemado todas las fotografías de antes de la guerra para que no se molestara el director de las escuelas donde ejercía, que había sido alférez provisional durante la contienda.
Desde aquel día, la curiosidad por el origen de los apellidos y los entresijos de las historias íntimas de las familias cercanas me empezaron a interesar.
En la biblioteca del ayuntamiento, mientras mis otros amigos y el mismo Raúl leían cuentos de aventuras, yo me tragué un libro entero titulado: “Apellidos y antropónimos de España”.
Al salir, en la plaza, ilustré a Raúl —me lo aprendí de memoria para no fallar ni una palabra— sobre el origen de los suyos, y se asombró de mi léxico cuando le dije que Raúl era germánico y Ansúrez también era noble, de la más “recia estirpe castellana”.
—¡Oooooy...! ¡Qué bien suena eso! —me dijo con chanza. Y echó otra sonora carcajada que se confundió con las campanadas de los maragatos.
De mis apellidos no pude saber más que Garcías somos cientos de miles, y, sin embargo, Castrillos hay pocos, distribuidos en las provincias de León y Burgos, pero ninguno procede de familias de alto coturno como nuestro condiscípulo Pedro María Jesús Redentor Ruiz de Mendarózqueta Martínez de Ezquerecocha y Madinabeitia.
Un día, al terminar las clases de la tarde, con el otoño bien entrado, salimos de la academia, corriendo, a comprar una peseta de castañas asadas, y las fuimos comiendo hasta el atrio de la catedral.
Raúl me dijo:
—Ven conmigo, que subiremos al campanario. El pertiguero me conoce y conoce a mi familia, y me deja entrar por todos los vericuetos. Verás qué risa. Tengo que enseñarte en la sillería del coro un mono tallado en madera chupándose la pilila, y muchos, muchos secretos que no sabe nadie. Pero, según le dé, porque otras veces me dice que el Magistral le va a echar la bronca si me ve hurgando en las piezas del tesoro, y se niega en redondo. Hace unos días me decía que viniera yo una noche, que se oían los lamentos de las ánimas de todos los cadáveres que hay enterrados dentro.
—¿Y viniste? —le pregunté asombrado.
—No, no, ¡menudo miedo!
Llegamos hasta el pertiguero que nos recibió cariñosamente con una sonrisa y son apacible. De pie, vigilante, contemplaba las multicolores nubes del crepúsculo con las llaves de todos los cerrojos ensartadas en un aro. A su lado, en el suelo, un serillo que contenía un puchero humeante y dos manzanas reinetas
—¡Hola, Raúl! ¿Venís a oír las ánimas?
—Déjanos subir al campanario, que le voy a enseñar a mi amigo la campana María.
—Hoy ya es muy tarde para eso. Son muchos escalones y si os pasa algo yo soy el que me la cargo. Para eso venís por la mañana cuando suba el campanero. Si quieres, le enseñas a tu amigo el tesoro y los libros viejos durante este rato antes de que cierre, que estoy esperando a...
Raúl tropezó con el serillo.
—¡Cuidado! —le dijo sujetándolo— ¡Que derramas el caldo! Es la limosna del obispo para el mendigo del pie cortado, la cena de cada día. Estoy esperándolo. Mira, ya se ha derramado un poco. Se ha manchado la servilleta. Venga, pasad dentro que está al llegar el mendigo, y cuando le dé la limosna, cierro.
Yo le pregunté:
—¿Hay libros de apellidos?
—Aquí hay de todo, hay nombres, apellidos, escrituras de todos los obispos desde Nuestro Señor Jesucristo hasta nuestros días. Pero tú no puedes entender las letras, para eso hay que haber estudiado mucho. No las entiendo ni yo siquiera. Venid que os los enseño. Os dejaré tocar las esmeraldas y el oro; la cruz de oro de los templarios, no se la dejo tocar a nadie, sólo a Raúl y a ti, por supuesto —me dijo—. Pero los libros ni tocarlos, sólo verlos; nada más que verlos porque se les rompen los hilos de bramante con los que están cosidos los cueros.
El pertiguero Prudencio no podía imaginar que me estaba inoculando el veneno de la curiosidad y la afición a la filología
Al cabo de unos años, cuando ya estudiaba en la universidad de Salamanca, escudriñé el archivo de Astorga, los libros de bautismos en las parroquias cercanas y todos los pergaminos a los que tuve acceso. También encontré, carcomidas y polvorientas, las hijuelas de herencias en las que figuraba el apellido Castrillo. Pero, investigando hacia atrás, no tuve más que exiguas noticias de mi bisabuelo materno del año 1840.
El fruto de la investigación no fue muy exitoso. No había manera de saber quién había sido mi tatarabuelo.
El cura de un pueblo me dijo que los archivos habían desaparecido cuando la guerra y durante la desamortización de Mendizábal.
Contando maridos y mujeres, me faltaban siete bisabuelos para seguir indagando la generación de antepasados antes de llegar a los dieciséis tatarabuelos.
Estos son los pocos datos que pude cotejar después de mucho trabajo de campo en escrituras de herencias, llamadas hijuelas, a las que no di más importancia que la pura coincidencia de mi apellido Castrillo con el de Víctor Alejando Castrillo Nuñez Osorio, pero sin relación familiar alguna, por más que me aseguren que en el pasado remoto algún ascendiente común compartimos. Yo, sin duda, desciendo de siervos de la gleba medievales y Victor Alejandro, como luego comprobaría en los pergaminos del siglo XIV, estuvo a punto se ser nada menos que el rey Alfonso XI de Castilla:
Hijuela del principio del siglo XVI (escrita en papel tosco): “...diez heminas de secano, lindando con el camino al poniente y con el río al naciente, y con José Castrillo la herencia grande, al norte con la viuda de Ginés Carretero...”
Otra hijuela anterior a la de José Castrillo de Nistal de la Veiga.
“...veinte heminas regadas con el río, con regueros abundantes y empalizada de buenos árboles por los laterales. La conservaron mis abuelos desde antiguo de la herencia acrecentada de su bisabuelo Victor Alejandro Castrillo Núñez Osorio, labrador rico (fechada en 1451)”
Nota al margen, en esta escritura de herencia:
“Gelvira escribió todos los días hasta el fin de sus días lo que le sucedía y cómo crió a su hijo, y a sus nietos”. La reina consorte, Constanza, murió de una muerte muy extraña y consta que, una vez, el rey Alfonso XI visitó las fincas de su hermano adoptivo Víctor Alejandro Castrillo Núñez Osorio, y hubo fiestas en Castrillo de las Piedras. (Fechada en 1553).
En una hijuela del siglo XVII dice:
“...Gaspar Castrillo y su mujer Isabel Menéndez reparten entre sus hijos...”
“...la herencia procedente de Victor Alexandro y su esposa en los albores del siglo “qatorze”que repartieron entre sus ocho hijos que se desperdigaron por toda la comarca y propagaron el apellido Castrillo”. (Fechada en 1668).
Nota al margen:
“El Obispo de Ávila quiso nombrar Rey a mi antepasado directo, Víctor Alexandro Castriello Núnnez Osorio. Fue el Obispo Sancho Blázquez, y no Pedro González.”.“Gelvira Núñez Osorio, su madre, durante el reinado de Alfonso XI, tuvo ocho nietos, los ocho hijos varones de Víctor que propagaron el apellido Castrillo por todo el reino”.
Bautismo en Nistal: En 1840: Bernardo Castrillo. (Mi bisabuelo).
Bautismo en San Román de la Vega: En 1870, Balentín Castrillo. (Mi abuelo). 
Inexplicablemente figura su nombre escrito con B y no con Uve.
Paradójicamente fue un maestro obsesionado por la ortografía, que enseñó a tres generaciones de alumnos durante cincuenta y un años en el pueblo de Brimeda.
Bautismo en Brimeda: en 1905: Ludivina Castrillo. (Mi madre).
4
Pero mi gran tesoro lo había encontrado casualmente, de niño, en la tejera de Puerta Rey; y no lo había valorado hasta que me licencié en Filología.
En unos pergaminos del siglo XIV, escritos en lengua leonesa, por lo que me resultó difícil el estudio paleográfico, estudié los antropónimos en primer lugar, y confeccioné con ellos una lista. Cuando cotejé el nombre de Víctor Alejandro Castrillo Núñez Osorio con el de las hijuelas, comprobé que se trataba de la misma persona, y estudié los documentos profundamente.
Contaré la historia desde el principio:

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