domingo, 30 de junio de 2013

Sexta entrega


6
La historia de Martín Castriello, desde su ingreso en el Temple —después de haber desaparecido Gelvira y de haber supuesto que de nadie más se enamoraría—, hasta el día de la fuga, en estampida, de la fortaleza templaria de Ponferrada, fue de noble caballero en varias campañas, con la suerte de no haber sido herido gravemente en ninguna.
Era un verdadero veterano de guerras. Había ido y venido tres veces a las cruzadas.
El asedio de los trescientos caballeros del rey en el castillo de Ponferrada lo pilló poco antes de partir por cuarta vez rumbo a Sicilia; logró escabullirse y salió con lo puesto. Sólo pudo coger su caballo con las alforjas vacías, pero en una de ellas había escondido su daga, que le sería imprescindible en su nueva vida; y también, con furia, arrancó del candelabro una vela que encontró a su paso y la metió azorado en la otra alforja.
Procedía de un poblado llamado Castrello de Halile(1) a una legua de Astorga; hijo de caballero y dama, como aconsejaba la regla del Temple. Siempre se enorgullecía de su recio linaje cristiano.
A pesar de que la regla condenaba la murmuración y nunca había hablado, ni por detrás ni a hurtadillas, de los ancestros de su otro compañero, el caballero hispano Rechivaldo, aquella noche en la choza, durante su huida del Temple de Ponferrada, distrayendo la tensión nerviosa, a la que había estado sometido todo el día de quiebros y escondites, le sacó el asunto de su apellido. Rechivaldo confesó sus obsesiones, que le habían hecho cambiarlo: al abuelo paterno le llamaban Azafarí, pero a sus hijos y nietos les puso nombres visigodos, porque quería borrar toda huella persa de donde era oriundo.
Cuando Rechivaldo era todavía un niño, exhibía una inusitada maestría en la lucha con el cuchillo, por lo que su padre ya solicitó al Maestre del Temple el ingreso en el castillo, pero el Maestre lo rechazó porque la orden no permitía consagrarse más que a hombres maduros que fueran muy conscientes de las obligaciones a las que se comprometían, y también porque se sabía acerca de su estirpe. Habiendo sido excomulgados sus antepasados —tiempo atrás— por proceder de mahometanos, el obispo lo eximió de culpa una vez que era adulto; y permitió y recomendó, con carta y con sello, el ingreso en el Temple después de ser bautizado.
Tenía clavada la espina de su apellido. Llamaba la atención que en sus escritos siempre firmaba a modo castellano añadiéndole el sufijo “ez” al nombre del padre, como al hijo de Gonzalo, que le llamaban González o al hijo de Sancho, Sánchez. De un día para otro empezó a apellidarse Azafarínez pero con la “i larga” al final de la palabra. Así: Azafarjnez; y por deformación caligráfica y fonética se fue convirtiendo en Azafayuynes, y así se quedó, pues le parecía el apellido más cristiano.
Martín Castriello soltó una carcajada estentórea cuando oyó de su boca el cambio en el apellido, lo que hirió profundamente a Rechivaldo, pero se contuvo con sardónica sonrisa:
—¿Es cierto que tu padre intentó ingresarte en el Temple cuando aún eras niño de diez años?
Al oír esto Rechivaldo, que creía que sólo lo habían sabido el anterior Maestre ya fallecido y su padre, se avergonzó sobremanera, pero guardó el puyazo con disimulo, y, sonriendo, le contestó con una cita evangélica:
—“Quien esté libre de falta que tire la primera piedra”.
Su otro compañero, el caballero Rodericus, se sintió violento y trató de desviar el tema diciéndoles que tenían que estar muy unidos para librarse de la persecución a muerte que les atenazaba.
Contestó Rechivaldo moviendo las comisuras de los labios con rictus sibilino: “naturalmente”
Continuaba riéndose Martín, y se creó en el ambiente una tensión añadida. Rodericus no aguantaba y quiso remendarlo echándole un capote:
—Al hacer el juramento templario con votos de castidad, pobreza y obediencia, nos comprometimos a cumplir suficiente penitencia para expiar cualquier pecado de un antepasado mahometano...
Rechivaldo se volvió cruzándole la mirada y se azaró más todavía saliendo como pudo del atolladero diciéndole: “sobre todo, para expiar cualquier pecado de vanidad, adulterio, saqueo, robo o violación, que al fin y al cabo son los pecados más importantes”.
Se les echaba la noche encima, y como ya no veían con la nitidez del día, Rodericus salió de la choza para coger la vela de la alforja.
A pesar de la tensión acumulada, el cansancio iba haciendo mella en ellos. Martín apagaba su risa, nerviosa por cierto. Rechivaldo, dominándose por dentro, trató de reprenderlo recordándole el artículo central de la orden del Temple:
—“El caballero ha de ser más suave que el cordero y más feroz que un león... Tiene que casar la dulzura del monje con el valor del guerrero y hacer que ese matrimonio habite en el interior de cada templario. Y si es posible que sea subvencionado por su noble y rica familia”.
Rechivaldo continuó diciéndole a Martín:
—Mi padre, cuando entré en el temple, me regaló tres caballos y dos jacas, armaduras, ropas y armas; y toda mi herencia, para el Temple. Los caballos los cedí al Maestre para que los distribuyera a otros caballeros con menos recursos como repuestos de guerra, y yo me quedé con las jacas más veloces. La tradición templaria en Ponferrada decía que el precio de un buen caballo amaestrado para la guerra valía cien días de salario.
Martín encajó la indirecta, por lo que, súbitamente, cambió la carcajada por entrecejo serio y arrugado, pues había entrado en el Temple sin aportar nada, con lo puesto, en espera de aceptar la mayor parte de su herencia. Su madre, con sus inseparables galochas y sayas negras siempre decía: “A la Virgen salves, a los Cristos credos y los maravedís quedos”, dando palmadas a la faltriquera. Cuando su hijo se hizo templario no consintió que sus fincas, conseguidas con tantos trabajos y sudores, las heredara la orden a pesar de la promesa que su marido había hecho al Maestre.
La historia de Rechivaldo, desde la entrada al Temple hasta la fuga, había sido tortuosa. Para llegar al Santo Sepulcro lo destinaron a una galera de Chipre hacía unos años, pero en Tortosa, próximo a embarcar, cambió de rumbo: el Maestre trastocó otra vez los planes iniciales para que fuera a un castillo en Caravaca, al sur de Aragón, por sus dotes en la lucha cuerpo a cuerpo. Tenía fama de valiente por haber sido un luchador de éxito. La verdad es que todos los caballeros templarios eran fuertes y sufridos, con una resistencia a prueba de hambre durante un mes seguido.
Del caballero Rechivaldo se había oído hablar en los castillos de Occitania por haber sido el ejemplo de constancia en las curaciones imposibles. Incluso los mejores médicos del Temple, como Ferrán Gotier, no supieron nunca el porqué de las mismas, y solo se atribuyeron a milagros. El mismo Jacques de Molay, Gran Maestre del Temple, convocó a los médicos de París para dar una explicación a sus curaciones, y no llegaron a conclusiones ciertas.
Rodericus le recordaba constantemente que todas las victorias se habían alcanzado en fechas nueve y dieciocho, hasta su día fatídico, el 2 del 11 (dos de noviembre): —“y dos más once es igual a trece, fecha en la que caíste gravemente herido —le decía—: además, un día de difuntos, mala fecha para arriesgar la vida”.
Los más ignorantes, según él, lo despreciaban diciéndole que su “visión excelsa” de los números era machacona cabezonería.
Rechivaldo había defendido al rey Fernando IV de Castilla, quien ahora lo perseguía a muerte. Por aquellos días, Castilla y Aragón se disputaban el reino de Murcia y andaba en litigio la frontera a lo largo de las riberas del río Segura. Como era un maestro con la daga, le fueron encomendadas misiones arriesgadas de neutralizar vigías del castillo enemigo. Así, una noche, tuvo que matar, uno a uno, a todos los centinelas de las garitas sin hacer el más mínimo ruido tapándoles la boca y ahogándolos antes de clavarle el estilete hasta el corazón, por el lado izquierdo, porque era zurdo. Aunque su verdadera especialidad era la lucha de frente, driblando al contrario con dos movimientos de cintura, siempre terminaba la faena en el costado izquierdo después de tenerlo cogido por detrás atenazando sus muñecas. Se decía que tenía un músculo más que el resto de los mortales en cada brazo.
Pero lo que nadie supo después, fue lo que Martín y Rodericus comprobaron: cómo era en su interior, cuáles sus sentimientos y cuál su comportamiento cuando la justicia lo perseguía para ejecutarlo. Es verdad que era único matando con su estilo propio; y aunque trató de enseñar su técnica, nadie pudo imitarlo y no logró hacer escuela en el Temple de Ponferrada, pese a que lo había intentado para ser más considerado y reconocido.
En Caravaca, contactó y trabó amistad con un templario con el que compartía caballo, pues sus dos jacas habían sido abatidas en una emboscada. En el descanso de la batalla, se mostró desilusionado porque su destino estaba en Tierra Santa, donde todavía quedaban templarios intentando recuperar Jerusalén, Belén y otras plazas perdidas: este destino en Caravaca nada le satisfacía.
De su compañero no se supo nada más. El nombre no figura por ninguna parte. De lo que hay referencias escritas es sólo de la deserción. Nadie supo de su desaparición durante una noche de tregua, y eso dejó muy abatido a Rechivaldo.
Aquel compañero le había abierto los ojos refiriéndole que, el Maestre, que lo había destinado a luchar contra Aragón, cobraba del rey de Castilla el valor de un caballo al día por cada caballero templario que luchaba. Esta renta era segura en comparación con la incertidumbre que aquellos días generaba la aventura de volver a Palestina, después de Chipre, distante por los mares más de setecientas leguas, ya que el Papa recién nombrado no aseguraba pagar al Temple lo que en realidad valía la lucha y la sangre derramada.
A París llegaban emisarios con noticias de distintas deserciones. A Jacques de Molay, Gran Maestre del Temple, era lo que más le entristecía. No todo era oro lo que relucía. Algunos caballeros se desanimaban cuando no veían recompensados sus esfuerzos y sólo recibían promesa de vida eterna.
Rechivaldo llegó a confesar, excusándose, cómo hubo un momento en su vida en el que no sabía verdaderamente para quién luchaba, si para el rey de Castilla o para Mujámed III de Granada. No le entraba en la cabeza que los dos reyes cristianos se odiaran siendo hispanos ni que, cuando les interesaba, pidieran ayuda al Rey moro de Granada. Tanto esos odios desconcertantes como las alianzas contra natura lo desanimaban tremendamente.
Un día, luchando cuerpo a cuerpo en batalla de campo abierto, se vio enfrentado a los caballeros que defendían al rey de Aragón; y en un brutal combate, se fue percatando de que, entre los caballeros enemigos que se batían con las espadas, había moros rematando por detrás con puñales y otras armas cortas. La explanada se iba sembrando de cadáveres y moribundos; lamentándose unos, otros exhalando estertores y escupitajos de sangre; y otros, alaridos con las dos piernas cortadas.
Era feroz la batalla y allí nadie daba órdenes de retirarse.
Cuando parecía que estaban todos los enemigos liquidados, salían, de detrás de las cañas, más moros en defensa de los contrarios; y de los propios no venía nadie en auxilio.
Llegó el momento en que estaba agotado. Le picaban los muslos y casi ya no podía mover los brazos, que sentía hinchados y pesados, cuando un moro de turbante y zaragüelles lo sorprendió con sus mismos movimientos intimidándolo con un salto parecido al de las ranas con las corvas dobladas, y tan agachado en la amenaza, que casi tocaba el suelo con los codos moviendo la cintura igual que él hacía. Así, el vaivén lento de cintura con los puñales en ristre le sirvió de descanso mientras que se cruzaban las miradas esperando mutuamente un despiste, un tropiezo o un resbalón sobre el barro, pues comenzaba a lloviznar aquella mañana del dos de noviembre. En la lucha de cara, le había salido un competidor extraño al que no había modo de reducir, en vista de que luchaban con la misma técnica y del mismo lado: también era zurdo.
El primero que tuvo un tropiezo fue Rechivaldo, por lo que su contrario, aunque intentó acosarlo por el costado izquierdo, sólo consiguió rasgarle la pierna por el lado externo de arriba abajo; y en el momento de esquivarlo, otro caballero templario de su castillo que se había deshecho de su contrincante, por detrás, cortó la cabeza al moro librándolo de la puntilla. Pero Rechivaldo avanzó unos pasos y cayó en una acequia seca herido de muerte por la sangre que perdía.
Durante la recogida de cadáveres, al final de la batalla, pidió auxilio desde la zanja en la que había quedado inmóvil. Pudieron socorrerlo y antes de llegar al castillo le taparon la hemorragia que ya iba parando ella misma por los propios coágulos y por tanta sangre como había perdido. Todavía respiraba con los ojos cerrados.
Al poco tiempo fue recobrando el conocimiento y sus heridas fueron curadas con aceite, vinagre y cataplasmas de linaza
El sirviente que hacía de galeno estaba dispuesto a cortarle la pierna porque se ponía cada vez más negra y purulenta, pero Rechivaldo, ya dueño de sus actos, no lo consintió. Le dijo que prefería morir antes que verse cojo, sin pierna izquierda para siempre.



(1) Castrillo de Las Piedras

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