martes, 30 de agosto de 2016

EL BACO (Cap. 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39,40)



















SEGUNDA PARTE


30
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
Acontecieron los hechos siguientes en el año mil novecientos cincuenta y cinco con sabor a leche y queso americanos, en un pueblacho de las Alpujarras, que, si bien por su miseria podría ser despreciado, por la belleza de sus paisajes hemos de encumbrar sobremanera.
Emilito era hijo del herrero, hombre sensato, trabajador y hasta me atrevería a decir que, de haber tenido medios, no hubiera hecho mal papel con los libros. Siempre admiró a don Herme el maestro, y al médico don Francisco, a los que, sin otro afán que agradecerles sus servicios, llevaba higos secos después de secarlos en el «tinao».
Don Hermenegildo le decía: «Emilio, este chiquillo tuyo tiene una memoria prodigiosa. Hemos de encauzarlo para que de mayor sea un hombre de ciencia». A lo que solía contestar Emilio que si don Francisco se lo iba sacando hacia adelante, porque el pobre niño ya había nacido «esmirriao», con pelo negro hasta las cejas y unas piernecitas que parecían cañas de bambú, ya sería suficiente.
Día tras día, ganaba el sustento para su familia, mujer y dos hijos, tras largos sudores y miles de martillazos al rojo vivo, junto a la fragua, sin más excesos que pollo el día de la fiesta mayor, cuando, disfrazados todos los vecinos de moros y cristianos, peleaban simulando las gestas de Fernando de Válor.
Cuando era más joven, Emilio se levantaba al amanecer instintivamente; más tarde en invierno, y en verano más temprano, como las aves; pero, a medida que iban pasando los años, unos días por otros, ni él ni su mujer se despertaban, así es que decidieron comprar un reloj despertador.
Dos jornadas enteras saturadas de pequeñas peripecias le costó llegar a Málaga. Aprovechó el viaje para encargar un cojinete y algunas herramientas que le proporcionarían más comodidad en alguno de sus trabajos.
Emilito y su hermano Andrés, tres años más pequeño que él, se consumían durante aquellos dos días de tanta expectación, y cada poco tiempo, como cachorrillos impacientes que iban y venían, entre juegos, del patio de la casa a la herrería, preguntaban a su madre que qué les traería padre de Málaga; a lo que la madre les respondía que nada, hijos, que el horno no estaba para bollos, que menos mal que la herrería iba dando de comer.
Andrés parecía más lucido, incluso algo coloradito en sus mejillas. Emilito, con ceceo cerradísimo, insistía en preguntar ingenuamente:
«Madre, ¿zerá que a padre ze le ha laztimao la mula? ¿Qué noz traerá?»
Sin creer a pies juntillas, se satisfacía con la respuesta de la madre: «Esta noche —les decía— llegará cuando ya estéis dormidos. Os daré la cena y a la cama, que mañana es día de escuela».
A lo lejos se oía ya al padre arrear a la mula y silbar los «cuatro cascabeles» y no doce, porque la mula llevaba solamente dos pares.
La madre, sin dejar de barrer la habitación de terreno, llamó a los niños diciéndoles:
«Ya viene vuestro padre, salid a su encuentro».
Dejando las tablas y botes con los que siempre jugaban, salieron a la calle como codornices de vuelos primerizos.
«¿Qué noz traez?»
Andrés observaba con ojos de pez sin atreverse a entrar, como su hermano, entre las patas de la mula, que nunca le ocasionaron ni siquiera un leve rasguño.



31
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
Miraba a hurtadillas en torno y, bamboleando la gran cartera negra de cuero, como con disimulo, gesticulaba con la mano izquierda. Roberto lo escuchaba sorprendido y sonriente. Al llegar al primer escalón superior de la escalinata se detuvieron, y el monólogo se sucedió durante más de una hora. Salían de la primera reunión del claustro del Instituto adonde habían llegado nuevos después del concurso de traslados, reunión celebrada una vez concluida la lección inaugural del curso académico 1982-l983.
Jaime era un cincuentón bien conservado, algo cano y una mirada indefinida; de aspecto impecable, como si tuviera por esposa una marmota educada y dócil, pendiente de su marido hasta en la última mota de polvo en sus zapatos, que parecían de cristal.
El habla pausada, con cadencias larguísimas al terminar cada frase, y carcajadas amplias aunque no estentóreas, parecía lo más notorio y observable en aquel cambio de impresiones.
Roberto escuchaba con mucha atención:
—...Este pájaro es un embustero. ¿A quién se le puede ocurrir, sino a un fascista semejante, decir que hará cumplir las leyes? Su ley es la única: la de la represión. Está acostumbrado a no dejar hablar a nadie. Ya has visto: en la reunión solamente se ha oído su voz. Dice que un claustro no es una asamblea donde más participan los que más gritan o más cualidades oratorias muestran. Pues, ¿habráse visto zopenco mayor? Este pajarraco es el lameculos número uno del Delegado de Educación y de los inspectores. El otro día lo vi en un restaurante de la costa, cenando con el Inspector Jefe, urdiendo alguna de las suyas, seguramente. El año pasado, reprimió, el cabrón, una huelga legítima, y cuando se desbordó el alumnado... Te contaré desde el principio: los alumnos de tercero plantearon muy seriamente sus reivindicaciones estudiantiles, organizaron una sentada delante del Instituto y decidieron cortar la circulación de la avenida, con lo que demostraron gran madurez en sus planteamientos y alto sentido de responsabilidad. El ambiente se puso al rojo... ¿Tú crees que podían consentir la subida de las tasas de matriculación un diecisiete por ciento? Otro motivo de la protesta fue aquello de... ¿qué fue? —se preguntaba—. ¡Ah!, sí, que no dejaron matricularse de C.O.U. con matrícula condicional a los que hubieran suspendido alguna asignatura de tercero. ¡Los burócratas de la administración son la leche! Ya llegará el día en que se van a meter los bolígrafos por donde les quepan. No tienen programa; eso es lo que les falta: programa de gobierno, objetivos políticos. Lo único que los une es el afán de poder. ¡Herederos del franquismo! Pero, si todavía no se han quitado las camisas azules. Pues, lo que te iba contando es que en lo más interesante de las exigencias de los alumnos, a ese cerdo director…


32
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
—¡Sóooo! ¡Múuula! —alargaba el herrero las vocales.
Sin bajarse, los arrebató en volandas a cada uno por un brazo, los cinco y seis últimos pasos de la trotonería.
—¡Hale, chicos! ¡Ehle, Ehle, que traigo jureles!
Una sonrisilla se les despegaba a los hermanitos, que se sentaron en los taburetes, callados y quietecitos hasta que sus padres desembalaron los aperos y un enigmático paquete cuadrado, atado con hilo de bramante. Los jureles quedaron aliñados en poco tiempo y se dispusieron a degustar los pescados que ni al Piyayo y sus nietos les hubieran sabido tan exquisitos.
Andresillo sacaba trocitos de espinas de entre los dientes a velocidad de relámpago, sin pestañear, poniendo de vez en cuando los ojos en blanco. Emilito se manifestaba distraído con tal vaivén en su mente que no conseguía sosegarlo la quietud impuesta por la mirada paterna.
Cuando Emilio se decidió a abrir la caja de cartón envuelta y atada, una especie de cosquilleo emocionado embargó al niño mayor.
—¡No tocar! Esto es un despertador. Casi casi, ni se puede mirar. ¡Veinticinco duros! —decía el padre, con suprema autoridad.
Un silencio obscuro entenebrecía aquella minúscula cocina. El candil de carburo se apagó, pero no faltaron dos velones de repuesto para hacer la demostración y adiestrar a María en el manejo de las cuerdas y demás mandos del artilugio.
—¡Canta! —inquirió Emilio al reloj unos segundos antes de que tocase. Al despertar el aparato y sonar, quedaron atónitos con media sonrisa, mirando a su padre y al reloj sin decir palabra. Emilio no repitió la broma y se llevó el reloj a su alcoba.
Sonó tanto y tan bien aquel martillete que repiqueteaba entre las campanillas semiesféricas, que a Emilito le recorrían la columna vertebral escalofríos emocionados. Le hubiera gustado que su padre lo dispusiera otra vez para que tocara, o pasarse la noche, incluso, escuchando aquel repiqueteo.
No se atrevieron los niños más que a mirarlo y escuchar el incesante latido que marcaría el ritmo de la ontogenia de Emilito.
A los pocos días, el padre tendría que ausentarse para llevar unos encargos al pueblo vecino. Los dos niños acecharon cómo llenaba las alforjas de la mula con azadones, rejas de arado y otros enseres que había fabricado. La madre se perdía en el camino del río con una cesta llena de ropa sobre la cabeza y una tabla de lavar bajo un balde de zinc en las manos.


33
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
En ese momento se escuchaba un murmullo en el vestíbulo del Instituto. El Director, Jefe de Estudios y Secretario se dirigían al «bunker», como despectivamente llamaba Jaime a las dependencias donde trabajaban los compañeros que ocupaban los cargos directivos. Bajó el tono de voz y casi al oído prosiguió:«¡Coño! Casi me oyen».
Y se reía echando la cabeza hacia arriba y atrás, dientes pulcros, una pierna hacia el primer escalón y de medio lado. De repente, cortó la risa para coger al vuelo un folio que se le deslizaba entre la mano y la cartera forzando un gesto descompuesto. Una vez controlado y quieto inclinó la cabeza y siguió diciendo: «Bueno, pues se le ocurrió nada menos que llamar a la policía. ¡Angelitos míos! ¡Si los ves correr...! Con toda la inocencia del mundo acudieron en tropel a refugiarse en el Instituto; y ese cerdo, como te decía, ya tenía cerradas las puertas. Las leches que les dieron con la cachiporra fueron de aúpa». «¿Qué hicieron los profesores?» —le preguntó Roberto—. «¡Me cago en la leche! ¿Qué iban a hacer? Meterse donde pudieron. Menos mal que habían aparcado los coches fuera del Instituto y pudieron escabullirse; de lo contrario, hubieran sido apaleados también. Claro, que solamente habían secundado la huelga los pocos luchadores que aún quedan: Gervasio, Pepe, Claudia María y la Negra. Gente progresista. Pepe y la Negra son los más sanos; no han escatimado esfuerzos nunca. Durante las movilizaciones de los «penenes», ¡anda que no hicieron viajes a Madrid para asistir a las reuniones de la coordinadora! Entonces bullía un arrojo que ahora se está perdiendo desgraciadamente. Yo siempre los he animado porque aquel movimiento merecía la pena. Ahora, la gente se ha aburguesado de mala manera y una vez que han sacado la oposición, parece que todos los problemas se han resuelto. ¡Ya lo ves! ¿Quiénes mandan? ¡Los mismos!» —Se le secaban los tegumentos bucales y los humedeció con un sonoro chasquido de labios—. «No obstante yo confío en la democracia. Hay que cortar cabezas, figuradamente, claro está» —apretó los labios y miró al cielo— «porque éste, y otros cabrones como éste son el cáncer de la enseñanza. ¡Qué autoritarismo! ¡Hay que ver! Actividades culturales en el centro, ni una; todo son cortapisas; es como un paredón que se te pone delante. Cercena todas las iniciativas; maneja a su antojo a la Junta de la Asociación de Padres. El Vicedirector es un lacayo suyo; está aquí, en comisión de servicios; pero su plaza la tiene en Fuengirola. No te creas que esta es su plaza en propiedad. Ya lo llevó con él a otro Instituto después de conseguir enchufe de un alto cargo, con la sola pretensión de entrar en la ciudad y dejar el pueblo, y también llevó al conserje, que es guardia civil retirado. Los dos, como corderitos a su rabo de aquí para allá; y ahora cambió el secretario porque...¡no te lo pierdas!: hubo una secretaria que era su querida» —bajó el tono—. «¡Un caso patológico!» —volvió a subirlo—. «Y así estamos, gobernados por un neurótico sexual. Hace unos años lo echaron del Instituto de Almería porque también le metía mano a las alumnas; organizaba aquelarres de espiritismo para jalarse la rosca que podía, porque, como además, hace años que está separado de su mujer, el muy cerdo anda hambriento. ¡Mira que meterse con las alumnas! Pues no sé a dónde lo echaron, pero estuvo desterrado por lo menos cuatro años. No sé si fue desde l960 a l964 o desde 1961 a 1965. Yo, esto, lo sé porque tengo un amigo cura, que me dijo que hasta intervino el Cardenal Primado. Bueno, este cura no creas que es de sotana, es de vaquero y con unos cojonazos así de grandes» —casi se le cae la cartera al expresar mímicamente la redondez—. «El caso es que, formó tal escándalo en toda Andalucía que casi lo matan. No tuvo más remedio que marchar; pero a base de lamer culos a uno y a otro ha logrado volver a Málaga. Claro, a Almería no va porque se lo comen los padres de las niñas. ¡Figúrate! No es para menos; yo lo siento en mi propia carne, ya que tengo una hija de quince años y sólo pensar que un guarro así anduviera detrás de ella, se me revuelven las tripas. Bueno, ya te irás enterando de lo que da de sí, que el curso es muy largo.
Lo interrumpió Roberto preguntándole: —¿Tú, de qué eres?
—De Filosofía —contestó.


34
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
Con un amor agreste, increpó Emilio a los pequeños antes de arrear a la mula:
«Cuando don Herme toque el pito, volando a la escuela. ¿Eh? ¡Hala!»
Sin decir palabra, Andrés y Emilito contemplaron a su padre, que se alejaba, cuando terminaban de desayunar una tostada untada de aceite.
La neblina mañanera, bien pronto, hizo que desaparecieran a lo lejos el padre y su cabalgadura. Una vez solos, dijo Emilito a Andrés:
—Andresillo, ven conmigo.
—¿A dón-de va-mos? —musitó Andrés entrecortando las sílabas con voz meliflua, adivinando una próxima proeza de Emilito.
—Tú, ven y calla.
Algún leve crujido se escapaba de las vigas y el entarimado, a causa del nerviosismo que imprimía Emilito al andar despacio hasta la alcoba paterna, a la vez que el compás del mundo le comenzaba a bullir cada vez más fuerte en su cerebro, a medida que se fue acercando a la mesilla de noche. Tic... tac... tic... tac... Su corazón galopaba a doble ritmo y unas gotillas de sudor empapaban la raíz de su cabello. Tragó saliva y no le salió la voz. Tuvo que carraspear para ordenar al reloj su intención.
Andrés no pestañeaba. Mantenía la boquita semiabierta y admiraba la valentía de su hermano.
Quisiera Emilito haberse mostrado potestativo para dar la orden, pero su concentración inquirente lo traicionó. Con vocecita entrecortada le dijo al reloj:
—¡Canta!
Después de esperar tres segundos, Emilito comenzaba a indignarse por tal desobediencia.
—¡Te digo que cantes!
Ante la tozudez del insensato reloj, le increpó:
—¡Mira que, como no cantes, te llevo al yunque!
Cambió de modos Emilito y le dijo:
—Anda, bonito, canta pa que te oigamos. Canta, canta.
Así una y otra vez, sin escatimar modos y entonaciones de todas las clases, hasta que se colmó su paciencia:
—¡Que te crees tú que nos vas a tomar el pelo!
Lo cogió con las dos manos y, muy rápidamente, casi corriendo, se encaminó a la herrería después de cruzar el patio. Lo posó en el yunque, aferró el mazo por el mango, con la cabeza del mismo apoyada en el suelo, y le dijo enfurecido:
—¡Canta, a la una. Canta a las dos y, canta a las tres!
Levantando el mazo con muchos esfuerzos, dijo a su hermano sacando la voz del plexo solar:
—¡Échate a un lao, no te vaya a dar a ti!
Le propinó tal golpe que el cristal saltó hecho añicos, y, con una gran abolladura en la mitad de la caja brillante, cayó al suelo rodando.
—¿Qué tal? ¿Cantas o no cantas?
Lo volvió a colocar encima del yunque, diciéndole:
—Por última vez. ¡Canta!
Después de esperar, mientras miraba a un lado y a otro, le asestó tal golpe que crujieron y saltaron por los aires las ruedas dentadas, y la espiral de acero de la cuerda bisbiseó herniándose, no sin un buen susto del verdugo y su acompañante.
No se atrevieron a tocarlo más.
Ya se disponían los dos niños a salir para dirigirse a la escuela, cuando su padre entró en la casa y se dirigió a la cocina, pues en el fogón había dejado hirviendo una olla de agua, que cogió para llevar a la herrería. Al ver a los niños, se sorprendió y les dijo:
—¿Qué hacéis aquí?


35
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
Siempre he preferido ver la profundidad de las cosas; el pensamiento sobre las cosas; en fin, el amor a la sabiduría. Desde luego, lo más opuesto a la burocratización de la enseñanza. Claro que, hoy día, sólo los fachas de derechas piensan lo contrario; ¡y haberlos haylos! Para muestra, ahí tienes, en ese bunker, el botón o los botones; porque, fíjate...» —Su expresión airada le obligó a cambiar de postura; bajó con la pierna derecha un escalón, y sobre la izquierda sostenía su cartera llena de ciencia contra la que aplastaba con el pulgar el dichoso folio que tercamente una y otra vez se resbalaba—. «El pequeñajo, otro que apenas habla, porque no tiene qué decir, Jefe de Estudios, ese sí es de la plantilla; vino por concurso de traslados al Instituto; veinticinco años de Jefe de Estudios en seis institutos. Casi la mitad de la dictadura. ¡El mequetrefe! Es conocido por “el mequetrefe enano mental”. Les gusta el poder, se aferran a él como lapas y se resisten a soltarlo. ¡Otro facha! Estamos rodeados de fachas. Este Instituto tiene que pegar un giro de ciento ochenta grados, porque los alumnos no se merecen esto. Además, hay buenos alumnos en este centro, demasiado dóciles, aterrorizados, diría yo. ¡Cómo van a ser con estos engendros! No dicen ni pío. De casa al Instituto y del Instituto a casa. Esa lección la han aprendido bien. Al que chilla, palo. Así que, ¿qué van a hacer? Pues asimilar el sistema y aprender a ser corderitos mansos para que el capital los utilice como servidores suyos el día de mañana. Muchos nuevos habéis venido este año; no me habéis caído mal. Claro que, bien pensado, yo soy nuevo también aunque no soy nuevo en la ciudad, y menos en Andalucía, porque llevo en estas tierras treinta años; aquí me casé, y mis hijos aquí han nacido; además, ¿no se me nota el acento?»
Era cierto que había asimilado el deje malagueño, aunque las eses sonoras introducidas en sus palabras revelaban una extraña procedencia: francesa no, italiana tampoco, quizá catalana. Envuelto en la zozobra, preguntó Roberto:
—¡Oye! Tú pareces viejo en la profesión. ¿Cuántos años de servicio tienes?
—Mi historia es muy larga, porque al principio trabajé para la enseñanza privada. En la pública, con este que empezamos, cinco cursos; tres de «penene» y dos de numerario. Los dos últimos cursos estuve en Melilla.
—Allí continuará un antiguo compañero mío de Córdoba.
—No me digas más —interrumpió Jaime—: Paco Bonaparte le llamábamos. ¡Otro que tal! Desde que llegó a Melilla siempre ha ocupado un cargo directivo trabajando para el militarismo; frecuenta el cuartel, ya sabes... ¿No lo voy a conocer? Dos años lo he sufrido y creo que siempre de Jefe de Estudios, hasta que cambie la tortilla y con una escobita vayamos barriendo todo ese lodo putrefacto. ¡Siempre los mismos! A mí, lo único que me interesa es que mejore la calidad de la enseñanza, que se promueva un «aggiornamento» del profesorado y se exija constantemente una preparación pedagógica, que buena falta hace. Como yo no ansío cargos ni prebendas, y nunca aceptaré la dirección aunque me la regalen, puedo hablar con esta lengüita lo que me venga en gana. Quedan muchos con hábito de numerario. Parece que tienen el número de registro personal grabado en el culo, pero ya se les acabó; ahora todos somos numerarios de carrera. Todos tenemos los mismos derechos, ya que nadie es más que nadie. Una de mis mayores satisfacciones es poder hablar a esos hijos de puta de igual a igual.
—Claro que —interrumpió Roberto al farfante—, siempre podrán argüir que los profesores de las últimas hornadas aprobamos las oposiciones restringidas.
—¿Cómo que restringidas? ¡Pero bueno...! ¡Tú pareces otro angelito...! Pero, ¿en qué país vives? En mi tribunal hubo una competencia atroz; trescientos para treinta plazas; si eso es restringido, que venga Dios y lo vea. No caigas en esas trampas, que es lo que pretenden: que nos acomplejemos.
—No, si yo no me acomplejo, pero siempre he creído que ofrece más dificultad una oposición libre que una restringida. El hecho es que yo pude elegir y me matriculé en la restringida porque el temario lo confeccionaba el opositor.
—¿Y la Memoria? ¿Es que tú no hiciste Memoria? Quinientos folios ocupa la mía.


36
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
Emilio sintió encendidas de ira todas sus neuronas y eléctrico el vello en el mismo momento en que se percató de que el reloj se encontraba en aquel lamentable estado, y arrojó la olla con el agua hirviendo encima de Emilito. El niño cayó escaldado, sin sentido; no le dio tiempo más que a esbozar un rictus de angustia; ni siquiera pudo defenderse con los brazos. Emilio, confuso y azorado, no supo qué hacer y salió corriendo a llamar al médico llorando y gritando por lo que había hecho.
Andrés se escondió en una conejera vacía y no salió hasta la noche en que las voces de todos los vecinos lo llamaban por todo el pueblo, y su madre hecha un mar de dolor velaba las quemaduras de Emilito.
Todo el cuero cabelludo, excepto el que cubre el temporal izquierdo, era una ampolla purulenta los días siguientes. El cabello quedaba pegado a las vendas y la interminable herida quedó cicatrizada al cabo de varios meses. El pelo que cayó no volvió a crecer, por lo que a Emilito, con esa crueldad de los pueblos de España, le empezaron a llamar «el bien peinao», que en tres o cuatro trienios ya había evolucionado a «pimpinao», apodo que asimiló toda la familia y que hoy día conserva, y es de suponer que conservará para siempre su descendencia, ya que su madre es María «la pimpiná», y Emilio, Emilito y Andrés, «los pimpinaos».
Cada día que pasaba suponía para el niño un martirio interno, al verse en el espejo los pliegues de piel cicatrizada en la cabeza. Al principio no dejaba una gorrilla ni a sol ni a sombra. Terminó acostumbrándose en la soledad, pero no ante las miradas indiscretas de cuantos lo veían por primera vez. Ora ponía gorras ora las quitaba.
Don Herme se apiadó del chiquillo al que estudió psicológicamente, y fue logrando que superara su complejo y resentimiento, encumbrándolo en sus tareas escolares. Con mano diestra y un sexto sentido, mitad compasión, mitad pedagogía, hizo de él el más entusiasta escolar de cuantos pasaron por sus manos.
Un padre misionero de los de la época cayó por el pueblo, y al terminar las predicaciones realizó el reclutamiento de los chicos más listos para llevarlos a estudiar al seminario de los frailes Paúles. Don Herme se encargó de que un bienhechor de la orden costeara la beca y no supusieran a Emilio y María gasto alguno los estudios de Emilito. No se iba muy convencido el fraile con aquella cabeza, que si bien era fea por fuera, dominaba ya las ecuaciones y hasta la primera declinación sabía.
Cursó los años de latín en el seminario, pero cuando comenzó los estudios filosóficos, decidió dejar el claustro y solicitó una beca para estudiar lenguas clásicas en la Universidad de Granada, que le fue concedida dada la escasez de recursos familiares.


37
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
—Cuatro meses de trabajo, bibliografía, programación, pedagogía, experiencia didáctica. Me parece que tú eres un poco jovenzuelo; pues hay que ir despertando: de lo contrario te las van a dar todas del mismo lado y una al revés como remate. Mira: si ha habido en la historia de la enseñanza una oposición más objetiva, menos memorística y del todo fiable es la nuestra, donde se han valorado más las dotes para enseñar que a los empollones eruditos que mucho bla, bla, bla, para aburrir a los alumnos, que de eso hay mucho. ¡No enseña el que más sabe sino el que mejor sabe enseñar! —pronunció esta frase como si de lapidaria se tratara; con convencimiento; y en el deje tonal se podía presumir lo más lejano a la improvisación. Siguió diciendo—: ¡La oposición pedagógica por excelencia, la democrática! Creo que la infravaloras con tus argumentos —cabeceaba apartando la mirada—. ¡Vale, mozo! —Y buscando el reloj entre el gemelo del puño, súbitamente exclamó—: ¡Anda la vi llorando! —Suponía Roberto que se trataba de un eufemismo sustituto de la expresión: “¡Anda la Virgen!”— ¡La Juana! ¡La Juana! Me está esperando para ir de compras. Son las siete, y habíamos quedado a las seis y media. ¡Válgame Dios! Te abandono, me voy corriendo. Mañana, al tajo.


38
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
Se hospedó en casa de una patrona donde vivían estudiantes de todas las Facultades. A Emilio lo colocaron en la habitación doble con uno de quinto de medicina. La primera noche no pudo dormir, pues el marido de la patrona padecía cor-pulmonale y pasó unas cuantas horas ahogándose y dando tales resoplidos que Marcelina le decía con voz estridente: «A ver si te mueres y nos dejas en paz. Cállate de una puñetera vez.» A los pocos días entendió Emilio las intenciones de Marcelina, muy sibilinas por cierto, ya que con aquellos improperios lanzados a su marido, tomaba la iniciativa para que ningún inquilino protestase.
Las primeras clases de primero de comunes le parecieron fáciles, y distribuía su tiempo en perfeccionar todo lo que con minuciosidad y exquisito orden tomaba en ellas. También pensaba... y recordaba con testarudez su infancia, a sus padres, a su hermano Andrés con el que, desde niños, no había mantenido más conversación que algún monosílabo esporádico. Andrés no obtuvo más medro que haber comenzado aprendizaje de peluquería; y contaba los días que le quedaban para marchar a la mili. No sabía lo que le ocurría y no se atrevió a decir a nadie que en más de una ocasión se le pasaban por la cabeza intenciones horrendas, como acostarse con su madre o acribillar a cuchilladas a su hermano. En el cuartel se cagó en la puta madre del capitán de la compañía después de echar una blasfemia, por lo que pasó la mayor parte del servicio militar en el calabozo. Durante la última guardia, disparó una ráfaga de «cetme» sobre un sargento de IMEC al que dejó muerto en el acto, por lo que se le formó consejo de guerra.
El calendario que pende en la pared de la habitación de Emilio reproduce un cuadro de Murillo, en el que dos niños humildes comen frutas. Cada vez que los mira, se acuerda de los melones que su hermano y él robaban en el huerto del cura; o de la viña de Nisio, el Caramelero, con aquellas uvas verdes y agrias que comían en la cuadra al lado de la marrana recién parida.
El «penene» que le da prácticas de lengua española le exige una composición de textos con el título: «Resucitar un personaje»; y Emilio escribió el que sigue:
Maletas, camas, armario, alfombras desgastadas, una mesita y una estufa de butano; la estantería llena de libros grandes y pequeños... ¿...? ...Cuadernos de pastas rojas. ¡...! ¿...? «Ar-güe-lles». «Farreras». «Botella Llusiá». ¡Qué letras tan diminutas! Además, con el reflejo del sol en el cartabón de plástico... Son autores de libros de medicina interna y de patología quirúrgica que estudia mi copupilo en quinto curso. Encima, sobre las carpetas del último vasar, como antenas gigantescas de insectos: los flexos. Uno praxiteliano; el de la derecha erguido. Detrás, sobre la pared de flores azules, que con tanto mimo cuida Marcelina, la patrona, un niño del calendario, no termina de tragarse los bocados de melón que ha masticado. Frunce el hocico contento, muestra sin querer su estómago abultado, mira con desdén, sin darse cuenta que lo están mirando, deseando que se trague su compañero la interminable uva de sus labios redondos.
¿No te da vergüenza de la mugre de tus uñas, de la roña en las orejas y de los piojos en el pelo? ¡Desgraciado, harapiento, truhán, guiñapo sucio! ¿Quién se atrevió a pintarte? ¿Cómo no saltas del cuadro en el museo? ¿No ves a tu lado príncipes, duquesitos, niñas con flores y «cancanes», colores en el pelo, puntillas en los puños y en el cuello, zapatitos blancos, sonrisa de idiotas, príncipes, príncipes, príncipes; y tú, ni siquiera un aya o un caballo...? Te supero en edad pero en malicia me ganas. Pretendía picar tu amor propio; que giraras la cabeza y me escupieras en la frente, y así, pudiera ver tus dientes afilados y tus ojos negros de niño de barrio. ¡Perillán! ¡Con qué desprecio has tomado mis imprecaciones! Ni siquiera tu sonrisa se ha cambiado.
¿Moriste viejo? Estás curtido. ¿Por qué crees que te contemplo? No obstante, digo toda la verdad, que no la dijo el que tituló tu retrato: «Comedores de fruta». Podría haberlo llamado: «Melón y uvas en manos de niños»
¿…?Tic,tac,tic,tac...¡Qué impertinente!,pero es otro objeto de mi cuarto lleno.
Mientras estudió la carrera, se refugió en los libros denodadamente. Ganó oposiciones a Cátedras de Institutos en la primera convocatoria a la que se presentó.
Los que no saben su historia, jamás podrían percatarse de que don Emilio usa peluca tan sutilmente acicalada que contrasta con los agubiantes rasgos de su cara de Cro-Magnon. Es velludo y algo zambo. Regordete no es lo suyo, pues, por panza, exhibe una panzuela casquete, aislada entre lo huesudo de su aspecto. Se muestra incansable en la publicación de artículos sobre la edad clásica y lingüística latina y griega con títulos kilométricos.



39
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
Pasito a pasito, muy rápidamente, bajó los escalones y volviendo la cabeza se fue diciendo: «No te dejes engañar, que tú tienes cara de inteligente. Ya charlaremos otro día. Hay más días que sandías, y, lo dicho, adiós.»
En este momento abrió la puerta del coche. Rum, rum, marcha atrás, gira a la derecha, rectifica, marcha atrás, a la izquierda; y bajando la ventanilla gritó mientras salía deprisa por las grandes cancelas del patio: «¡No te traumatices!
Trabajaremos por una enseñanza libertaria. “Ciao”.»


40
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
Entre Emilio y Darío media una tirante distancia de compañeros docentes, como si de competencia intelectual se tratara. Emilio cultiva la vanidad de Darío insinuándole en cualquier ocasión que es muy inteligente, trabajador y “didacta” ejemplar. A Darío le encanta oír esas lisonjas y es capaz de olvidarse del mundo trabajando en el Instituto incansables horas extra académicas para seguir manteniendo ese cartel. El último curso corretea nervioso de clase en clase y se muestra preocupado por el dominio que sobre él tiene Nachi, su queridísima compañera sentimental de la que no puede prescindir, que pretende convertirse en esposa del alma, en el juzgado, y que de ninguna manera acepta vestirse de blanco en ceremonia eclesiástica, como a él, en lo más recóndito de su desnuda intención, le agradaría.
—Hoy vendrás al entierro. ¿Verdad? —dijo Darío a Emilio.
—¿Quién murió?
—Elorza. Desde que se jubiló ya no ha estado bueno. El día del homenaje lloraba como un niño. Yo creo que no ha soportado la idea de sentirse inútil. El pobre hombre no tuvo más palabras que recitar una poesía aprendida de memoria como despedida; y terminó llorando, como te dije. Los matemáticos son muy cuadriculados, no tienen imaginación. Su visión estética carece de perspectivas, a pesar de que él mismo me dijo, cuando salíamos, que el autor era precisamente un matemático o quizá físico que ha sido profesor también.
—¿Un físico, poeta? —musitó Emilio algo distraído—. Que yo sepa, en nuestra literatura no existe ningún físico poeta.
—La verdad, es que no recuerdo si era español o extranjero. Lo que sí recuerdo es que comenzaba así: «Considerad muchachos / Este gabán de fraile mendicante: / Soy profesor de un liceo obscuro, / He perdido la voz haciendo clases».
Y continuó Emilio sonriendo: «Después de todo o nada / Hago cuarenta horas semanales.
»El final dice: Aquí me tienen hoy / Detrás de este mesón inconfortable / Embrutecido por el sonsonete / De las quinientas horas semanales».
Darío estaba corrido, con una sensación de ridículo como nunca había sentido y sobre todo al oír a Emilio:
—¡Sí, hombre! Es el Autorretrato de Nicanor Parra, muy amigo de Pablo Neruda. Chileno él y profesor de la Escuela de Ingenieros. No me extraña que ese cabrón de Elorza lo haya plagiado.
Darío se quedó como cuando a uno le sale el lobo en el monte un atardecer de invierno; intentó sobreponerse y articular aunque nada más fuera una palabra. Le atenazó la lengua definitivamente la mirada de Emilio, que, cada vez más, se endurecía al venirle imágenes de su primer y único suspenso en matemáticas: acababa de salir del seminario, estudiaba ansiosamente, tenía que destacar a costa de lo que fuera y aquel cretino lo había suspendido. «¡Ojalá haya muerto rabiando!»

Darío quedó estático, azorado y confuso ante tal exabrupto, sin saber cómo podría proseguir y adivinó en el gesto babélico cada vez más disparatados pensamientos hacia un difunto, su resentimiento contra Elorza, irracional y espontáneo resentimiento que escondía también contra sus padres, contra su hermano, del que nunca hablaba y al que jamás ha ido a visitar al manicomio del Hospital Civil, contra sí mismo y contra la sociedad. No se encontraba a gusto en el Instituto. Quizá estuviera justificada la discriminación de los compañeros, que en ocasiones le hacían el vacío evitando su compañía en las distintas dependencias del centro, por lo que solicitaría cambio de instituto en el primer concurso de traslados. Elorza era un vejete de pelo plateado muy abundante y ondas naturales que conservó hasta la muerte.https://steemit.com/spanish/@jgcastrillo19/segunda-parte-el-baco-capitulo-treinta

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