lunes, 15 de agosto de 2016

Hace cuarenta y tantos años.









Hoy he encontrado en un cajón del trastero, creyendo que las había perdido con tanta mudanza, estas fotos de cuando éramos parte de la tierra y la tierra era parte de nosotros. Cuando nos pertenecía y por eso acampábamos en cualquier sitio, en la orilla de cualquier lago; y conocíamos a la perfección la dirección del viento y así el fuego solo servía para calentarnos bajo las estrellas. Nunca se nos fugó el fuego al monte porque sabíamos controlarlo. Hasta el fuego era nuestro hermano, las flores perfumadas eran nuestras hermanas, cuando el corzo, el jabalí, el lobo, y hasta el caballo libre y salvaje era de la tierra igual que nosotros, cuando todos ellos y hasta la gran águila eran nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre y el frescor del lago, todos pertenecíamos a la misma familia y sin embargo esa mutua pertenencia se nos ha usurpado y la han tomado los que se han erigido a sí mismos como poderosos con la disculpa de que a todo el mundo le dio por acudir al mismo sitio. Tengo en el subconsciente el texto del jefe indio Seatle que tantas veces hice comentar a mis alumnos, que hacía inclinarme hacia un lado panteísta. Todo esto cuando hacíamos miles de kilómetros recorriendo el mundo en una pequeña carrocería con un motorcito de 600 centímetros cúbicos, hace, por lo menos, infinitos años.

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