viernes, 26 de agosto de 2016

EL BACO (Capítulos 14, 15)




14
(J. S. Bach. «Partita III»)
Entre los portones semiabiertos del antiguo carro, los padres de Honorino esperaban impacientes la llegada, al lado de un botijo blanco con un paño húmedo tapándolo. Ella con sayas negras y mandil de lunares blancos, tocada con negra pañoleta desde que hace cuarenta años murió su madre, la abuela de Honorino. Él, con pantalón de pana, boina y camisa de rayas, sin corbata.
Con esa emoción impávida de las gentes de esta comarca, el viejo saludó a Honorino dándole la mano, cosa extraña a los ojos de Pablo por contraposición al besuqueo malagueño. A la nuera sí le dio un beso en la cara.
En el cruce de saludos, la vieja se colgó de su hijo y con una sarta de besos sonoros, que retumbaron en la calma vespertina, le ametralló las dos mejillas. Con el esfuerzo, se le cayó hacia el cuello la pañoleta, quedando al descubierto el moño blanco pardo amarillento sobre la tez de arrugas sonrosadas; las cejas pobladas, del mismo color que el cabello; y los ojos muy rojos, brillantes y sin apenas pestañas destilaron sendas inmensísimas lágrimas. En silencio.
—Andai, pasai pa dentro. ¿Y este muchachote, lo habéis pescao en La Coruña? —dijo el abuelo dirigiéndose a Pablo.
—Es un buen amigo. ¡Ya ve, padre!: ahora nos echamos amigos que podrían ser sus nietos. Pasará con nosotros dos días —contestó Honorino.
—Dame un beso, hijo —le dijo a Pablo la vieja enjugándose el rostro con el envés del mandil limpísimo.
Continuó el abuelo:
—Tendréis bultos. Abre el «capón», Honorino, que los meteremos pal portal. Después de comer ya los dispondréis en las alhajas.
Adela se adelantó y sacó del maletero la nevera portátil.
—Aquí traemos unos mariscos. Esto no puede esperar, los meteré en el frigorífico.
Pablo, con su mochila a cuestas, se prestó a trasportar maletas.
—Trae pa cá, que tú ya vas bien cargao y yo todavía puedo con cinco arrobas —le dijo el abuelo alardeando de fuerza.
Una vez dentro, Pablo se extasió ante el decorado del portalón lleno de platos y cazos de cobre, cerámicas de todas clases, trébedes y potes; los aperos de labranza colgados como adornos, un bieldo y una garabita cruzados como dos lanzas en la pared de la izquierda, que Adela, durante otras escapadas, aderezó con mucho esmero para que sus suegros tuvieran el portal más bello del vecindario.
—¿Dónde comeremos? —preguntó Honorino a su madre.
—¿Dónde crees tú que estaremos más frescos? Pasai, pasai. Tengo todo preparado, pero hei de añadir un cubierto. Comeremos en la bodega.
—En la catedral del vino —interrumpió el viejo mirando a Pablo de frente.
—Ya está este hombre con sus cosas. ¿Qué va a decir de ti este muchacho?
—¿Qué voy a decir yo? Me parece un buen nombre para una bodega.
El viejo se detuvo y miró a Pablo; se le escapó una sonrisilla cómplice colocándose con la lengua la dentadura postiza, que se le caía; una vez enderezada, con insistente risa temblona afilaba la barbilla puntiaguda.
Pasaron por el medio del patio hacia la puerta de atrás que sale a la huerta, y al fondo, ojival, con dos medias columnas de piedra a los lados, destacaba la puerta de la cueva de madera tallada; el bajorrelieve representa una figura humana medio dragón, medio sátiro casi desnudo, coronado con hojas de parra y un barril sobre sus espaldas.
Sobre la pared de la rampa de bajada, Honorino conectó el interruptor general de la instalación eléctrica.
La oscuridad se convirtió en día.
Debajo del primer cubo, que así le llaman en esta tierra, por su semejanza con el torreón circular de las fortalezas antiguas, a la parte de la bodega que sirve de respiradero y que está excavado en la arcilla como si fuera una chimenea, la mesa de nogal negro vestida con mantel de lino bordado mostraba espléndida sus relieves: la vajilla de la boda de los padres de Honorino y las copas de cristal de roca destellaban los siete colores del arco iris. El menú, sopas de truchas y cordero, aguardaba humeante en sendas tarteras de «perigüela». La cubertería de plata se la regaló Honorino a sus padres el primer mes de notario.
Pablo nunca hubiera podido sospechar tanto lujo bajo tierra. Culminó su impresión al levantar la cabeza y contemplar en lo alto del cubo, a modo de claraboya, una vidriera gótica que le recordaba la linterna de la sacristía de Astorga.
Honorino barboteó con la boca llena:
—¿Te gustan los cristales? Esa sortija que lleva mi madre, reproduce en miniatura las vidrieras de los cuatro cubos. Para ver la filigrana se necesita una lupa. Se la regalé cuando las bodas de oro. Un orfebre suizo se desplazó desde Berna para hacer las fotografías antes de montar los diamantes con microscopio. Cuando pensé en el capricho, el tagarote de mi notaría me desanimaba diciéndome que sólo un chino de no sé qué dinastía hubiera podido satisfacer mi locura. Pues ya ves, con dinero se consigue casi todo en la vida.
Pablo no asimiló el contraste con las pañeras zapatillas toscas de la vieja, quien al terminar el bocado exhibió su anular derecho con el pedrusco engarzado en platino, diciendo:
—Este alhaite atóntame la cabeza porque daime vergüenza llevailo por la calle —la voz temblorosa—. ¡Qué sé yo los duros que le costaría, que no me lo ha querido decir, ya que si me lo dice, lo mismo le tiro con él a la cabeza! Este hijo mío se cree que el dinero está ahí pa gastarlo; y a su padre y a mí nos costó mucho sacrifico darle la carrera.
—No se queje madre, que a usted nunca le faltó nada, ni siquiera después de la guerra.
Pablo quedó más atónito al comprobar que el hijo trataba de usted a su madre. A cada instante que pasaba entendía menos, y reflexionó sobre si estaría despierto. La vieja continuó, trazando con el brazo un pequeño aspaviento:
—Pero con mucho trabajo, que siempre aramos doscientas fanegas y no dábamos abasto. Treinta gallegos contratábamos pa la siega.
Adela llevó la punta de la servilleta al labio inferior con artificial melindre para secar una gota de sopa sobre el carmín insultante. Se hizo un silencio largo en el que se saltearon algunos leves chasquidos de las cucharas contra la porcelana de los platos.
Pablo no se apercibió de aquellos momentos de violencia hasta ver el mohín con que irrumpió Adela:
—¡Pobriños! ¡Venían andando desde Orense, Lugo y Pontevedra.
Honorino no quiso que siguiera la conversación por esos derroteros y se levantó de la mesa para que no derivara el cruce de palabras entre suegra y nuera. Acercóse a la espita de la cuba pequeña llevando en una bandeja las cinco copas.
—Brindaremos por Pablo, para que deje las ciencias y tome el camino de la jurisprudencia.
—¿Qué dice? —balbuceó la abuela retronqueándose hacia su marido con gesto de extrañeza.
—Nada, madre. Que brindaremos para que Pablo llegue a ser notario.
—¡Ah, bueno! —se satisfizo la abuela.
En un nicho donde en otros tiempos hubo un tonelete, estaba instalado un tocadiscos cuadrafónico. Honorino se dispuso a poner música. Inundó el recinto el violín de Jehudi Menuhin interpretando las tres partitas de Bach hasta que acabó el banquete.
De postre, ciruelas de la huerta y una tarta casera.
Adela insinuó a su marido que tendrían que saludar a los tíos y primos, lo que aceptó como una rutina:
—Es lo primero que haremos.
—Pues... ¡Hale! Vamos mientras tu madre recoge —aligeró Adela.
Pablo se ofreció:
—Yo le ayudaré a quitar la mesa.
Honorino salió del bochorno diciendo:
—¡Un invitado es un invitado! No debiéramos aceptar la propuesta; a pesar de todo, aceptémosla, y tómalo como un signo de confianza, puesto que mi madre ya no está para subir la rampa con esas tarteras.
El notario y su esposa se despidieron dejando las notas del último tiempo de la partita tercera. El abuelo aconsejó en voz alta:
—Ten cuidao, Adela, que esa «rampla» está muy «resbalina», y con esos tacones tan altos…
—Descuide, que sé llevarlos desde los quince años.
Quedaron sentados de sobremesa los dos viejos con Pablo, y una vez que se hubieron cerciorado de que sus hijos estaban lejos, el viejo le dijo a Pablo:
—No se te ocurra ni moverte. ¡Estaría bueno! Aunque seas amigo de Honorino, esta es mi casa. Además, nos toman por ancianos, cuando yo todavía estoy pa trabajar las tierras. Es que no me dejan. Claro que ya son setenta y nueve, aunque no lo parezca. Nunca he tomado ni una aspirina. La que anda un poco más estropeada es Domitila, que a veces le duele la cabeza y la «ceática», pero con un par de pastillas, va, y se le pasa.
—A propósito... —dijo Pablo—, eso les iba a preguntar, que cómo se llamaban. Me han tratado a cuerpo de rey y todavía no sabía sus nombres. Ahora sí; usted, Domitila. ¿Y usted?
—Honorino, como el hijo. Aquí, todos los primogénitos se llaman como el padre.
—Bah, eso ocurre en casi todas partes; conozco muchos; yo mismo; mi padre también se llama Pablo.
Siguieron un poquito, hablando de banalidades hasta que interrumpió Domitila:
—Bueno hijines, voy a quitar la mesa luego, que, como me aperece, después no hay quien me mueva. Esa gallega, no creas que si dejo todo tal y como está, viene ella y lo quita. ¡Ca! ¡Ni mucho menos! Ella nada más viene de señorita; hace como que se pone a hacer, colgando remilgos por las paredes. Aunque bien es verdad que la tiva y la vertedera, si ella no las hubiera barnizado estarían pochas en la huerta. Si no fuera por ella, no creas que yo andaba sacando todos estos aperios, porque el mi Honorino y su padre se conforman con poco; además, la plata ponse negra y me paso horas limpiándola. Nosotros dos comemos poquitín, como dos pardales; con unos garbancines y unas bercinas pasamos el invierno; ya no hacemos matanza, que nos dijo el médico que nos viene mal, y con unos frejolines pasamos el verano. La única grasa, dos tibornas pa cada uno por las mañanas, mojadas en la leche.
—¿Qué son tibornas? Aquí en León se usan muchas palabras que yo no he escuchado.
—¡Uoy, hijín! Precisamente somos los únicos que las comemos. Los que las han probado dicen que les repugnan y les hacen provocar. Pues son unas tostas untadas con aceite puro de oliva. Nos las enseñó a hacer un pastor extremeño que tuvimos hace veinte años, antes de vender el rebaño y la quesería. Llegamos a tener tres mil ovejas, pero era mucho trabajo y las fuimos dejando cuando Honorino terminó la carrera en Salamanca, que el Colegio Fray Luis de León nos salía muy caro, y los libros, y todo. A pesar de que salió muy buen estudiante, nunca le dieron beca porque decían que éramos ricos. ¡Coña! Que nosotros nos reventábamos. De nuestro tiempo, pocos quedaron sin darle estudios a los hijos; con muchos sacrificios de los padres, claro, no por la ayuda del gobierno, que ningún gobierno ha habido que se acuerde de esta provincia. Menos mal que, eso sí, siempre tuvimos buena salud, y la salud no se paga con todo el tíbar del mundo.
Pablo se había visto obligado a no interrumplirla dejando que terminara su retahíla.
—En Málaga, las tibornas se llaman tostadas. Cuando llegue le diré a mi madre que les envíe una lata de aceite virgen para que lo prueben, porque el puro se obtiene mezclando virgen y refinado y sufre procesos químicos.
El viejo Honorino, pestañeando constantemente, escuchaba atentísimo la conversación de su mujer con Pablo. Exclamó:
—¡Cuoño! ¡Mira pa-hí! ¿Entonces el aceite puro es de peor «caledad» que el aceite virgen? Parece que, como es puro…
—Naturalmente. El virgen se obtiene al prensar la aceituna; es como si dijéramos el zumo natural. El aceite puro es de fábrica, y vaya usted a saber lo que le hacen.
El viejo Honorino movía los labios sin darse cuenta, a medida que Pablo hablaba. Replicó:
—No te andes molestando en mandar nada, hombre. En León hay un ultramarinos que vende de todo. Dejará de haber allí. Ya lo probaremos.
Pablo, solícito, contestó:
—No va a ser molestia ninguna. Mis abuelos maternos son de Periana y tienen olivos. De su cosecha reservan en la almazara, antes de venderlo, unas cuantas latas para todo el año, y siempre sobra. Mi madre hace muchos regalos de aceite a los amigos.
—Bueno, si es así…
Domitila subía jadeante hacia la puerta, ligeramente encorvada con dos cestos de mimbre llenos de cacharros. Pablo se apresuró a ayudarla. Ella asió fuertemente las asas contoneándose:
—¡Quita pa-llá! Vete a sentarte y reposa la comida.

15
(J. S. Bach. «Partita II»)
Pablo no tuvo más remedio que ceder y volver hacia el viejo, quien se mostraba encantado de albergar entre ellos al jovial muchacho. Murmuró:
—Como diga que no, es que no; así que no te molestes. En las labores de la casa, no deja que nadie la ayude. Si Adela lo intentara, estoy seguro de que tampoco consentiría, por más que diga. Te enseñaré los otros tres cubos. Pasa con cuidado que aquí cesa la «rampla» y empiezan dos escalones. No te vayas a dar arriba con la cabeza. Los que somos más bajitos no tenemos «poblema», pero un mocetón como tú…
El arco, de no más de uno setenta, separaba los dos recintos. Al primero le llamaban el comedor de huéspedes; al segundo, la biblioteca, algo menos iluminada. Adela había bautizado cada dependencia para el festín que dio Honorino en la despedida de solteros. Enfrente, una vitrina llena de libros de bachillerato. A un lado, una mesa de escritorio del mismo estilo que la del banquete. Coronaba el sillón, similar a los gestatorios, la orla de Honorino jovencísimo al lado de sus condiscípulos con todos los catedráticos de la Facultad de Derecho. En el nicho, un tonel de trescientos litros y seis pellejos.
—¡Mucho estudió aquí, cuando era así, como tú ahora. Se pasaba todo el verano estudiando... para el curso siguiente, porque siempre me trajo sobresalientes en junio! —se hizo una pausa—. ¡Tenía mucha memoria!... Como la temperatura es siempre la misma... Además, decía que aquí no lo molestaba nadie.
Honorino padre, con aire de contento siguió delante de Pablo indicándole:
Por aquí se pasa al tercero.
—Este es el más grande —sentenció Pablo.
—Sin duda.
—Más que una bodega parece un palacio. No es de extrañar que usted le llame la catedral del vino.
—Tendría para contarte varios días con sus noches y todavía quedarían detalles en el tintero. Esta era la sala de oraciones, antes de los aquelarres. Tiene mucha historia, lo que pasa es que nadie lo sabe. Sólo yo, y no sé todo. Verás: esta bodega se la compré a una familia en plena guerra civil española, en el año treinta y ocho. Un cuñado mío, que en paz descanse, era muy de derechas. Había estao pa cura en el seminario de León. Yo nunca he sido de nada, me asquea la política porque he visto muchos gobiernos y ninguno es bueno. El dueño de esta bodega resulta que era muy de izquierdas, muy contrario al cura, pero muy buena persona. Bueno, pues mi cuñao, como ya iban ganando los nacionales, se enteró de que a Ceferino, que así se llamaba el dueño de la bodega, le iban a expropiar todo lo que tenía y después vendrían los falangistas a darle el paseíllo.
—¿Qué es eso?
—¿No sabes? Pues al que le daban el paseíllo, lo cogían al amanecer, lo metían a bayonetazos en la camioneta y lo fusilaban al lado de la ermita, pa que no fuera al infierno, decían. Total, que, a mi cuñado le dio tanta pena de la mujer y los niños, y de Ceferino mismo, que lo avisó sin que nadie se enterara, porque si se enteran lo matan a él también por traicionero.
—¿Y los que mataban, eran nativos del pueblo? —preguntó Pablo.
Titubeó tartamudeando con muecas:
—Sí, bueno... Espera, hombre, espera que te cuente... Nunca lo conté a nadie. Sólo mi mujer lo sabe y no quiere que yo hable de ello ni ahora que hay democracia. Cuando se lo conté todo a Honorino y Adela me dijeron que estaba perdiendo el caletre, así que, como nadie me hace caso, ya pensaba que me llevaría yo el secreto. Te voy a seguir contado. A mí no me engañan, lo que pasa es que mi mujer todavía tiene miedo. La verdad es que nosotros hemos visto mucho, y Honorino no quiere líos; claro, como es notario... Te voy a seguir contando. Si es que, no arranco. ¿Por dónde iba?
—Por lo de Ceferino.
—¡Ah, sí! Ceferino andaba más despistado que una artuña. Figúrate. ¡Condenado a muerte! Le dijo a mi cuñao que se la comprara antes de marchar para Buenos Aires, que allí, él tenía parientes. Bueno, de León, en Buenos Aires, hay gente a esgalla. A mi cuñao le dio congoja y no quiso aprovecharse, pero como había que mantener silencio, nos lo trajo a ofrecérnosla. Yo tenía en metálico seis billetes de cinco duros y eso fue lo que le ofrecí. Así que, muy contento me la vendió y al día siguiente fuimos al notario. ¿Quién me iba a decir a mí que con el tiempo... lo que llevaba mi mujer en el vientre iba a ser notario? Ahí tengo la escritura, en el cajón del escritorio. Me vendió todas las tierras, la casa, la huerta y la bodega con todo lo que había dentro, por ese dinero; y muy agradecido porque no podía publicarlo. Yo le di todo lo que tenía, que sólo eran treinta duros. Mi cuñado se dedicó a leer todos los escritos que aquí había, y fue él quien me dijo que la bodega era del siglo noveno.
—¿Que pasó con Ceferino?
—Marchó pa América. Bueno, suponemos, porque desapareció al día siguiente con toda su familia y nunca más se supo.
—¿Qué averiguó su cuñado leyendo los escritos?
—¡Uoy! Si no hubiera muerto... lo que me habría contado... Murió tísico poco después de terminar la guerra.
—Pero... usted puede seguir leyendo los escritos o los puede leer su hijo o su nuera.
—No hijo, no, no es eso. Se los llevaron a pesar de todo. Bueno, primero vinieron a «prenderle» y «expropiarlo» y se encontraron conmigo, que yo no era de nada, ni de derechas ni de izquierdas, y no tenía nada con nadie. Sólo tenía mi trabajo. Claro, que, los que decimos que no somos de nada, es que somos de derechas. Yo creo que los que han pasado por la pila, se han casado por la Iglesia y todavía no se han divorciado es que son más tirando a las derechas. Pues, como te iba diciendo, todavía tardaron en volver. Me hicieron que les enseñara la escritura de compraventa. Me quisieron encausar a mí, por haberme enajenado Ceferino sus posesiones. Yo no tuve más remedio que hacerme el tonto y decirles que no sabía nada, que a mí me había ofrecido en venta sus posesiones y que lo acompañé a León al notario, que yo no había hecho nada malo, como cualquiera que compra cuando le sale algún chollo. Todavía siguieron durante un mes dándome guerra, y venían a todas horas. Hasta que un día ya me dijeron que se tenían que llevar todo para estudiarlo, que era cuerpo de delito y los amparaba la justicia. No nos maltrataron porque Domitila y yo habíamos pasado por la pila y por el altar para casarnos.
—¿Qué se llevaron?
—¿No ves que aquí no hay casi nada? Pues estaba lleno. Lo más importante, decía el difunto de mi cuñado, «los escritos»; unos pocos en piel de cordero, algunos de ellos con dibujos coloreados en azul y rojo. Otros, en papeles ásperos y otros más modernos. Había de todo, oraciones a Baco, rituales, lo que había que hacer en primavera, lo que había que hacer en el verano. Ya te digo, de todo; y el retablo de la catedral, que era muy feo, pero al mismo tiempo muy bonito. No sé cómo decirte. Tenía unas letras que decían que en tierras de Sahagún adoraron todos los hombres y mujeres, en las bodegas debajo de la tierra, al dios Dionisio Baco.
Pablo le tiró más de la lengua:
—¿Y usted no se acuerda de lo que ponían los escritos?
—Yo no podía leer aquellos garabatos. No eran letras exactamente y para leerlas no sólo había que saber leer, había que haber estudiado. De lo que sí me acuerdo es de lo que me leía mi cuñado.
—Pues, eso... ¿Qué le decía su cuñado que decían los escritos?
—Había de todo, hijo, como te dije antes. El más puerco de todos tenía oraciones al dios pagano: el dios Baco, que era... ¿cómo te diría yo?... como el patrón de las viñas y las cubas llenas; lo mismo que San Antonio o San Martín lo son de los cerdos, o San Roque que es patrón de muchos pueblos. En otros, que estaban muy sucios en la parte de abajo de tanto pasar los dedos, decía las genuflexiones que había que hacer ante la imagen, cuántos hisopazos tenía que dar el ceremoniante a los componentes de las reuniones para rociarlos con mosto, y cuántos después de que había fermentado. El más curioso, sin duda, era el que decía que habían de sacrificar cada mes tantos pichones como el orden de meses en el año; y al acabar la vendimia, cuando el pedrisco no había estropeado la cosecha, además de los pichones, un cordero al que colgaban por los testículos con un hiscal de doble trenza.
—¿Qué es un hiscal?
—Una cuerda achaparrada, muy basta, con despelujes, no como la soga ni como la maroma. ¡Pero eso es lo de menos! Lo colgaban para ofrecerle al dios sus más preciados dones, para pedirle la fecundidad y para que no se enfadara durante el siguiente año.
—Entonces, esta bodega es distinta a las otras del pueblo.
—Claro, hijo; la bodega de cualquier vecino es una cuevina piquiñina al lado de esta. Es que esta era como la catedral del vino. Aquí nunca se pisó la uva. Ahora te enseño la prensa, la viga y el tornillo. Están nuevos. Solamente los usé yo unos años. Desde el siglo nueve hasta que lo utilicé yo, sólo estuvo de adorno. ¡Vaya madera! Es de nogal del bueno. ¡Menudas piezas! Al parecer, según mi cuñado, todas las gentes de la contornada y hasta de otras provincias, tenían que traer su barrilín y depositarlo; por eso, aquí no hay cubas grandes. ¿No ves que no cabrían por esos agujeros? Yo sólo pude meter esa del primer cubo, que hace trescientos litros. Todos los barriles, que había más de doscientos, se los llevaron cuando el saqueo. Arriba, en la casa, tengo un cuaderno, en el que mi cuñado escribía, y como estaba arriba, no lo vieron. No se lo he enseñado a nadie, por si acaso, porque una vez mi hijo y Adela querían que lo destruyera. Ya lo leerás tú si te gusta esto, que me parece que estás siendo el único. Allí habla de una secta que tenía adeptos en todos los rincones del reino, y que esto era como la Iglesia pa las ceremonias. Lo peor de la secta, dice, es que todos terminaban borrachos después de las liturgias y amanecían tirados por los caminos. ¡Qué sé yo lo que habría!
Pablo no cabía en sí de boquiabierto y preguntó:
—¿Quién tiene el tumbo de los escritos originales? ¿Lo sabe usted?
El viejo le devolvió la pregunta con gesto de extrañeza:
—Que ¿qué? ¿Por qué sabes tú eso, si no lo he contado a nadie.
Se estaba convirtiendo en un diálogo de idiotas.
—Que sé yo ¿qué? No le entiendo lo que me pregunta.
Se intrigó Honorino padre y empezó a desconfiar de Pablo:
—Lo de los huesos. ¿Quién te ha dicho a ti lo de los huesos?
—Cada vez le entiendo a usted menos. No sé de qué huesos me habla.
—¿No me «preguntastes» que dónde está la sepultura?
Pablo, que muy pronto mostraba el rubor subido al cogote y a las orejas, no pudo contenerlo y también le inundó la cara, por la confusión que se había formado entre ambos. Era la primera vez que el anciano y el muchachote no sintonizaban. A Pablo se le encendió una chispa en uno de los lóbulos del cerebro y reconstruyó casi silabeando.
—¿Que quién tiene el tumbo? El tumbo, no la sepultura. No le he preguntado a usted por ninguna sepultura. Perdone que no me haya explicado. Es que, un tumbo es una colección de escritos antiguos. Lo mismo que a usted, me pasó a mí la primera vez que oí esa palabra. Debería de haberlo previsto.
Se sosegó el viejo:
—¡Ah, cuoño! ¡Cagüenlá! Has logrado ponerme nervioso; y mira que es difícil que me ocurra, pero ya que has sacado de tripas corazón, te lo contaré todo:
—Aquí, debajo de esta lancha... —señaló poniendo el pie encima.
Interrumpió Pablo inconscientemente vengativo:
—¿Qué lancha? Eso es una piedra, una losa blanca.
—Bueno, yo a las losas le llamo lanchas, o lábanas, que es lo mismo.
—A veces, parece que hablamos distinto idioma.
—Es verdad, hijo, pero yo no tengo la culpa.
Concatenó el viejo sus palabras:
—Debajo de este mármol hay una sepultura con un esqueleto que por almohada tiene un barrilín como de cinco litros, y está lleno, porque pesaba.
Pablo petrificó su asombro:
—¿Cuándo lo descubrió?
—Al día siguiente del trato con Ceferino. De momento me arrepentí de la compra, pero, como Domitila no lo había visto, me dije: Honorino, no seas bobela, que una ocasión como esta sólo pasa una vez en la vida. La verdad es que me importan un carajo los muertos. Domitila, si llega a saberlo, nunca hubiera entrado a esta bodega. Mi cuñado me ayudó a darle la vuelta a la piedra. Él había copiado la inscripción que está labrada en el otro lado, por abajo. Está en el cuaderno, pero me acuerdo de lo que ponía: «Tu hijo Salben Zait Zamaliel, tu nuera Tíscar Nur y todos tus nietos y su descendencia te encomiendan al dios Dionisio, dios del máximo placer en la tierra, placer semejante al de la otra vida». Está escrita en latín. Antes de morirme tenía ganas de contárselo a alguien, porque a mi hijo nunca me he atrevido. Ahora me quedo más tranquilo.
—Entonces, ¿es verdad que no lo sabe nadie?
El viejo multiplicó las arrugas faciales:
—Tú, el primero. Como mi cuñado murió luego y era el único... Lo que ocurrió fue que ese Salben Zait Zamaliel se cambió el nombre y se puso Arias Didaz. Eso me lo explicó muy bien el difunto de mi cuñao.
—¿No habría un tesoro que usted no viera? Ya sabe que en estos sarcófagos antiguos…
—¡Qué va! Ya lo fisgué bien todo. Sólo el barril lleno de vino. Lo dejé como estaba, porque, a la verdad, me dio un poco de asco beberlo, pero, para alguien que no sea escrupuloso, tiene que ser un coñac finísimo.
Le escaseó el tiempo a Pablo para pensar, dada la velocidad del intercambio en su diálogo. No obstante, el nombre de Arias Didaz, creía que era de lo poco que había entendido. De momento hubiera querido consultar los dos pergaminos para comprobarlo; pero no valía la pena apresurarse y era preferible seguir preguntando:
—¿Ha sospechado quién podrá tener a estas horas los escritos que le robaron los falangistas?
—Si ya me lo habías preguntado antes y nos entusiasmamos los dos y marchamos por otros pagos. No, hijo, no. Eso nadie lo sabe, ya he andao yo preguntando, por si por casualidad... pero sólo a los más bubines del pueblo; y últimamente, también he querido indagar si alguien sabría de unas hijuelas muy viejas, que eran las de la herencia de Ceferino. Pues ni los más bubines quieren hablar del caso, y de Ceferino menos. ¡Pásmate! Y eso que tenemos democracia, así que figúrate antes... Me preguntastes que si esta bodega es como las otras. Pues... no, no. ¡Qué va, hombre! ¡Qué va! Las bodegas normales tienen dos cubos y las muy grandes tres. Todos son muy piquiñines al lado de estos. ¡Fíjate!: de lao a lao... este cubo tiene…
Se retiró el viejo contra la pared con el tacón metido en el ángulo y comenzó a dar zancadas largas midiendo; y llegó al lado contrario contando: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, y... no llega a diez metros... Y de largo, mira, podemos contarlos; no hace falta, casi el doble. La chimenea... mira, mira «pa’rriba». Nunca la he medido, pero va a tener unos ocho o nueve metros. Esta superficie, multiplícala por cuatro. A veces me atormenta el pensamiento pensando si ese dios Baco no me estará iluminando, porque había olvidado muchos detalles que me contó muy fugaces mi cuñado antes de fallecer y cada día que pasa los recuerdo más vivos. Es como si fuera teniendo cada vez más memoria de lo que ocurrió hace muchos años, y sin embargo me olvido de lo que pasó ayer o cosas más cercanas; sin ir más lejos, estuve pensando algo importante para decirles a mis hijos, ¿y puedes creer que no logro recordarlo? ¿Será posible? Como una cosa tonta; parece que tengo la cabeza a pájaros. No creas que estoy bobo, es que ya me estoy volviendo viejo, de eso nadie nos libra.
Siguió, cambiando el aire con gesto compungido:
—Un viaje me queda que hacer: el definitivo. A veces me quedo pensando y me da un poco de miedo.
—¿Puedo poner otra vez el disco de violín que sonaba mientras comíamos?
Pablo no encontró otro recurso para desdramatizar el ambiente.
—Sí, hijo, sí. Mira a ver si entiendes el aparato. Yo nunca he sabido manipularlo.
Pablo hizo sonar la chacona de la segunda partita a cuatro voces, como si estuviera dedicada a los cuatro cubos, que también tenía cada uno su altura, como si cada acorde resumiera la armonía increíble de aquel prodigio subterráneo.
—Estoy decidiendo que leas el cuaderno de mi cuñado —se animó el anciano.
—¿No podré fotocopiarlo?
—¿Qué?
—Que si no existe fotocopiadora en el pueblo.
—¡Ah! No te entendía. Pa eso hay que ir a León o a Mansilla o a Sahagún, porque Valencia queda un poco más lejos.
Pablo pensó que desbarraba y decidió corregirle:
—Valencia queda a casi mil kilómetros.
—¡Ay de mí! Tú ya piensas que chocheo. Me refiero a Valencia de Don Juan, a la vera del Esla —esbozó Honorino una sonrisa temblorosa y Pablo se puso colorado—; antes de que te vayas, te entregaré el cuaderno, donde escribió algunas notas mi cuñado. Yo no entiendo la mitad de la caligrafía porque ya no veo bien, que en León no existen analfabetos desde principios del siglo. En los pueblos estamos acostumbrados a contar las cosas con la boca y no escribiéndolas; además es que con tanto trabajo, poco leemos; si acaso las letras grandes del periódico y los letreros. Ya que mi hijo no prestó atención al cuaderno, y además, no tiene descendencia, te lo llevarás tú por si te vale pa algo, porque lo que es a mí... ¡Vamos a ver el cubo cuarto!
Pasaron por el tercer arco de medio punto, excavado en la durísima arcilla.
—¿Ves? Esta es la prensa que te decía, con un pisón de granito. ¿Ves lo que te había descrito? ¿Ves también el estado de las piezas? Las nogales siempre han dado buena madera, lo que pasa es que tardan muchos años en hacerse. En León hay muchas nogales, y muchos catarros, que la sombra de nogal es muy fresca y con la calor se agradece tanto que la gente ponse mala.
Después de haber recorrido todas las dependencias se precipitó Pablo mirando su muñeca izquierda:
—Ya son las siete menos cuarto. He de llamar a mis padres por teléfono. ¿Dónde puedo encontrar una cabina?
—En la plaza, al lado del Ayuntamiento; pero no será verdad que no llames desde mi casa; anda «pa’rriba» que te daré el cuaderno.
Salieron de la bodega después de apagar las luces y el tocadiscos; cruzaron la huerta de árboles frutales sembrada de alfalfa, con las embelgas perfectamente dibujadas, a través de un sendero custodiado por manzanos, distinto del que habían tomado al entrar, que iba a dar a un claustro en el que Pablo contempló un artesonado lujuriante de policromías medievales. Durante el recorrido, después de haberle revelado a Pablo con el mayor de los misterios, entre otras cosas, su secreto mejor guardado, monologaba Honorino:
—En el invierno del año cincuenta y dos se helaron todos los árboles, y no tuve más remedio que repoblar la alfaba y cavar un pozo de siete metros, ¡que no es paja!, y construir la acequia y el aljibe. Así tuve riego gratis pa siempre, ya que en este pueblo, como es de secano, las fincas no están alfardadas como en los alfoces que tienen río. Siempre tuve una noria con un mulo sacando agua; y cultivaba pimientos, tomates, lechugas y toda clase de hortalizas para el gasto, y aún vendía. Ahora, con el motor eléctrico es más cómodo, y con las botas de goma ya no tengo que usar las almadreñas. En estos tiempos el campo ya no es trabajo. Los labradores jóvenes no sé de qué cuoño se quejan.
A Pablo, cada palabra le parecía venida de otro mundo. Se paró en el paseo. Disimuladamente se palpó el pecho y las caderas para comprobar si estaba despierto; y no quedando muy convencido, deliberadamente habló en voz alta para cerciorarse:
—Ahora casi no le entiendo. La verdad es que de campo no sé casi nada.
Dice usted muchas palabras que nunca las había «escuchado».
Una vez dentro, siguió Pablo:
—Esta casa parece un museo. ¿No les resulta demasiado grande?
Honorino soltó el refrán, musitando con risa nerviosa:
—¡El burro grande ande o no ande! Tiene mucha historia, ya te enterarás cuando leas el cuaderno.
Llegaron a la sala de recibir a la gente, cortinas rojas y mármol blanco en la mesa ovalada. Enfrente, una cómoda de haya, de seis cajones, adornada con un reloj de bronce nadando en olas de un pañito blanco.
—Ahí tienes el teléfono. Llama a tus padres.
Pablo descolgó y marcó un número inexistente. Después de aguardar unos segundos, improvisó haciendo pausas entre las frases, como si su padre hablara desde el otro lado:
—Soy Pablo. Os llamo desde un pueblo de León. Es muy largo de contar y no quiero abusar de la amabilidad de don Honorino y doña Domitila, por eso voy a colgar enseguida. Sólo os llamo, como todos los días, para que mamá no se preocupe. Saldré pasado mañana... ¿Qué más da un día más? Sólo un día, lo prometo... Bueno, si te pones tan pesado no voy a tener más remedio que tomar el tren hoy mismo... Vale... Vale, papá... Que sí... Ya les diré que no me das permiso para más días... Sí, ya los he invitado... Vale. Bueno, pues los invito también de vuestra parte... No, sólo don Honorino... Hemos estado hablando toda la tarde... Sí, aquí, a mi lado... Ahora se lo digo cuando cuelgue. ¡Hale, un abrazo...! De acuerdo, no te preocupes... En el primer tren que salga para Madrid y allí cojo el de Málaga... Vale... Que sí... Bueno. Adiós. Un beso.
El viejo, espernancado en una silla con el respaldo por delante, escuchaba muy atento hasta que el chico colgó el teléfono lamentándose:
—Daré gusto a mis padres. No tengo más remedio. Iré en autostop a León y tomaré el primer tren que salga. ¡Qué se le va a hacer! ¡El que manda, manda!
Le contestó en voz baja echando mano al bolsillo de la chaqueta:
—Toma, guarda el cuaderno.
El viejo retomó el tono adecuado:
—Es una lástima. Aquí, desde luego, tienes cama, pero yo reconozco que hay que honrar y obedecer a los padres; que con los tiempos que corren, no todos los chicos de tu edad son así.
Pablo se sintió culpable de la inocencia del viejo. Se consoló de súbito, pensando que no tuvo más remedio y terminó:
—¡Don Honorino, me despido! Ya sabe: lo esperamos en Málaga.
—Eso ya lo veo más difícil. Si no vamos ni a La Coruña, y mira que nos insisten... —¿Dónde está doña Domitila?
La voz salió desde dentro:
—Aquí estoy oyendo. Espera un momento. Te haré unos bocadillos.
—No, no. Estaría bueno... Después de todo lo que me han obsequiado... Muchas gracias. ¿Dónde tengo la mochila?
Volvió a contestar Domitila:
—Aquí en el pasillo. Pasai por aquí para salir a la calle. Mientras pasáis, preparo uno del jamón que ayer encetamos, que no tardo nada, por si te dan gula los viajeros.
Así que hubieron llegado a donde estaba el equipaje, Pablo abrió el candado y guardó el legado en la misma carpeta que los pergaminos. Honorino hijo y Adela, ya de vuelta, cruzaban el umbral hacia dentro.
El notario dijo a Pablo:
—¿Qué te ha parecido la bodega?
Se dirigió a su padre:
—Se la habrá enseñado bien, padre.
Volvió otra vez a Pablo:
—Es un derroche de arte. ¿No te parece?
—De arte y de historia, según me ha contado su padre.
—¡Bah! Cosas de mi padre, que a veces —dijo Honorino aparte y casi al oído— no está en sus cabales. ¿Por qué te marchas?
—He llamado a mis padres y ya no me dan más permiso. Tengo que volver a Málaga cuanto antes. Iré a León en autostop. A ver si tengo suerte; y allí tomaré el tren esta misma noche.
—No hace falta. Te acercaré en mi coche a la gasolinera; siempre conocemos a alguien…
Domitila le entregó una bolsa con el bocadillo y tres manzanas reinetas.

—Adiós, don Honorino —despidió al padre con un apretón de manos. A Domitila le dio un beso y doña Adela le juntó la cara una vez en cada mejilla.

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