jueves, 25 de agosto de 2016

EL BACO (Capítulos 10, 11, 12, 13)




10
(R. Schumann. «op. 54»)
Rodeando el ábside de la catedral, contemplaron un castillo de hadas iluminado; tardaron un poco en percatarse de que el precioso edificio era el palacio de Gaudí, Museo de los Caminos. Pasó un coche pequeño con dos mozos de un pueblo que iban ebrios y el volumen de la radio muy alto. También pasó a su lado un heladero que empujaba un carricoche con dos tapaderas plateadas. Parecía haber vendido mucho porque iba silbando, marcando el paso. Se paró delante de ellos y les pidió fuego; a lo que contestó Leo:
—No, no fumamos.
Pablo se sobrecogió con un sobresalto.
—¿Por qué te asustas, muchacho?
—No me asusto, me he roto el astrágalo —disimuló Pablo.
El hombre de chaquetilla blanca no entendió nada, y cada cual por su lado siguieron caminando. El reloj de la torre, al lado opuesto del pináculo donde se yergue Pedro Mato, lanzó hacia la luna las doce campanadas de la media noche. Eva y el Vasco, esperaban al lado de la puerta enverjada del atrio.
—¡Mira, Pablo! —exclamó Leo—: ¡Eva y el Vasco! ¡La está besando! ¡Ellos sí que están románticos!
—¡Jo...der con el Vasco! ¡Y nosotros, escalando! ¿Sabes que no es tonto? ¡A la tía más buena! ¡Na, que ya se la ha ligado!
Adelantó Leo unos pasos, y con la mano en bocina gritó: ¡Eh!
El Vasco reconoció la voz y se apresuró hacia ellos. Al ver a Pablo, mostró un aire preocupado y le dijo:
—¿Qué te ha pasado?
—No sé muy bien, pero me duele hasta el cráneo. ¡Que estaba muy alto, hombre! Y después de volar, caí como un sapo. Menos mal que había yerba, si no, me mato. La altura de la pared mide más de cinco metros. Nos cerraron la puerta de la sacristía y hemos tenido que salir por el tejado, rompimos las tejas, la vidriera saltó en pedazos, y una copa de plata con plato de oro, después de pisarlos, quedaron maltrechos, todos abollados.
Asombrado Leo de tantas mentiras dejó que siguiera su inseparable compañero. —¡Ah!, y cuéntale, cuéntale, Leo, lo del candelabro.
Leo entendió que debería ser un diálogo de confabulados.
—Pues na... —dijo compungido— que lo destrozamos. Si hubiéramos encontrado un martillo... pero no teníamos; y, como martillo, nos vimos obligados a usarlo; menos mal que el pomo saltó por los aires... y como palanca para abrir la puerta; pero na, no pudimos; quedó hecho pedazos sobre las losas de la sacristía. Dentro de un armario encontramos túnicas multicolores con muchos dorados, chilabas morunas, cordones como los del Cristo de las procesiones, y, todo, hecho girones atados, también nos vimos obligados a utilizarlo como soga para descolgarnos al patio, porque desde fuera parece una cosa, pero desde dentro hay que comprobarlo. En fin, que pensábamos que era una cosa muy distinta de lo que ha resultado. Por si fuera poco, cuéntale lo del gato, Pablo.
El Vasco mostraba su rostro de un color entre anaranjado y rosado oscuro, porque con la luna de color blanco... A la luz del día lo veríamos enrojecido, sudando. Apretaba la cabeza con ambas manos meciendo el desánimo, y se lamentaba:
—¡Huy, Dios, la que habéis armado! ¡La que nos espera! ¡Mejor no pensarlo! Habréis dejado huellas por todos los lados!
Al verlo aturdido, siguió Pablo:
—Lo del gato fue lo menos grave, porque al fin y al cabo, un gato... ¿qué importancia tiene? Y ahora que lo pienso, ¿qué haría un gato en la sacristía?... Tuve que matarlo. Es que... —mostrando los brazos—: mira qué arañazos. Maullaba como un condenado. Y Leo, un cobarde. Na, que no ayudaba. Tú eres un cabrón, Leo. Te metiste en el armario…
Prosiguió Leo enzarzando el diálogo:
—¿No te diste cuenta que parecía un tigre enjaulado? Cuando dio aquel brinco tan alto, yo le vi los ojos como los de un leopardo, inmensos, brillantes; entre maullido y maullido enseñaba los dientes afilados, como ceceando. Pero, sin duda, lo que más susto me daba era el rabo, tan peludo, erizado. Tú, por lo menos, Pablo, tenías la banqueta para defenderte. ¿No me iba yo a guardar detrás de la puerta del armario?
Tomó Pablo el relevo:
—¡Pasando de gato, tío! Irremediablemente tuve que matarlo a banquetazos, y me dieron tanta rabia estos arañazos que lo cogí por las patas traseras cuando estaba agonizando y lo destripé contra un espejo con marco repujado.
—¡Vaya estruendo que produjo el espejo destrozándose contra el suelo! ¿Eh, Pablo? Y la sangre en el artilugio de las cadenas.
—¿Qué artilugio? —se exaltó el Vasco.
—Algo así como una copia del botafumeiro de Santiago, pero pequeñito, más o menos de un metro de alto.
Apagó la voz el Vasco diciendo:
—Eso se llama incensario.
De buena gana, el Vasco hubiera hecho con ellos lo que Pablo con el gato, pero no tuvo más opción que tragarse la ira.
—No quiero ni pensarlo —repetía el Vasco—. ¡Cuando mañana entren los canónigos a decir misa!…
Al pasar por la plaza, los camareros recogían las sillas de las terrazas. El reloj del Ayuntamiento, el de la campana de los maragatos, daba las doce y media, y se quedaron mirando los cuatro. Dicen los enemigos de los astorganos que los maragatos dan las horas y las medias pero no dan los cuartos porque son muy tacaños.
Siguieron andando deprisa, trazando la diagonal sobre la superficie de la plaza no demasiado bien iluminada. El ritmo lo llevaba Pablo, un poco más adelantado, para que nadie observara su tórax cuadrado, pues los pergaminos marcaban las cuatro esquinas en la camisa. Eva insistía:
—Nos quedaremos un rato en la cafetería, o en la discoteca. ¡Pablo, no corras tanto! ¡Vete un poco más despacio! ¡Mirad qué ambientazo! Para ser un pueblo, no debemos quejarnos.
Pasó un caballero bigote platino viejo, zapatos blancos, bastón negro, las rayas a plomada, el ABC en el sobaco como traspasándolo, que casi, casi rozó con el brazo de Eva y le dijo:
—¡La muy noble, leal, y benemérita ciudad de Astorga, niña!
Pablo no hizo caso y Eva porfiaba:
—Aquí mismo tomaremos un lingotazo. Vamos, José Antonio, tú y yo podemos quedarnos. Deja que esos dos, si les apetece, vayan a las tiendas de campaña; alguien tiene que cuidarlas. Seguramente no habrá llegado nadie todavía. Estarán todos bailando por aquí arriba en las discotecas de la muy noble, leal... ¿qué más dijo el viejo? —concluyó con sorna.
El Vasco veía sangre, trozos de cristales, vestiduras sagradas con rasgaduras, por todas partes. Por más que pensaba, no encontraba motivos convincentes para reunir a todos, y esa misma noche tomar el expreso de La Coruña, y cambiar el rumbo del viaje. Al bajar la cuesta y ver a lo lejos la fogata de su campamento, preguntó al viento por lo que todo el trayecto había ido pensando:
—Y los pergaminos... ¿No los encontrasteis?
En este momento de desasosiego, Leo, muy ingenuo, le narra minuciosamente, todo lo que ha visto en el archivo; mientras que entre chopos, muy cerca del Jerga, Juan Carlos Gutiérrez y otro compañero rasguean sus guitarras; y a la luz de la candela, Juanita, Ana, Clara e Inés cantan por «siguiriyas» y por malagueñas.


11
Durante la noche, el Vasco se puso malo. Estuvo vomitando mientras sus muchachos, después de haber llegado muy tarde goteando en grupos de dos, tres o cuatro, dormían a pierna suelta dentro de los sacos de plumón.
Pablo pasó la noche en duermevela con algún que otro sobresalto, a pesar de haber tomado por almohada su mochila, donde, en su carpeta de sobres, sellos y cuartillas, guardó los pergaminos. Para que nadie atisbara ni lo más mínimo, decidió resoluto no abrir más aquella carpeta hasta llegar a Málaga.
A las siete de la mañana, el Vasco concilió el sueño dentro de la tienda, al lado de Eva, poco antes de que Pablo despertara a su astuto después, ya que el antes inocente había sucumbido la noche de autos. Salió de la tienda con un poco de rocío en la pradera, espantó un caballo que lamía los platos de aluminio, la sartén y las cazuelas, que, por pereza, nadie fregó en Fuente-Encalada después de la cena, y, desperezado, tomó su petate sin despertar a nadie, inició el camino y llegó al postigo, la cuesta muy larga, muy cerca de Astorga desierta. Allí mismo leyó en la fachada ruinosa de la izquierda: «Churrería». Subía muy lenta, andando, tirando de la bicicleta, una lechera de San Andrés, el barrio de los labradores.
—Perdone, señora. ¿Hay churros en Astorga?
—¡Ay, hijo! Los mejores de toda la tierra. Aquí, en esta casa, cuando yo era niña, a estas horas, siempre estaba la churrera. Me costaba un real el churro; y yo, la leche, la vendía, cada litro, a peseta. Subía por aquí en mi borrico; ahora ya ves, en bicicleta. Si tuvieras un vaso te daría leche, todavía va caliente en las lecheras; acabo de ordeñar.
—No se preocupe; es que, al ver el letrero…
—¡Cuitao! Me das pena. Ahora no abre nadie hasta las nueve; no es como antes. Tú te pones en la plaza, y así, por cima, torciendo a mano derecha… Cómo te diría yo...? Bueno, tú espera por allí, y ya verás a la churrera, que será la única alma despierta. No es la única churrería que tenemos en Astorga, pero esa es la que está más cerca.
También le preguntó Pablo por una ferretería y una guarnicionería, a lo que respondió la matrona de las faltriqueras con exquisito mimo, proporcionándole toda clase de detalles.
—Muchas gracias, señora.
—No hay de qué, hijo. Yo también tengo un mozo en Barcelona.


12
(Debussy. «Pour le piano»)
Deambulaba Pablo por las calles silenciosas con los primeros albores del día, recordando el bullicio del primer martes, por los mismos lugares, deteniéndose en los escaparates que exhibían sus prendas o recuerdos locales, tales como parejas de muñecos vestidos de maragatos, mil doscientas los pequeños, tres mil los más grandes, al tiempo que remachaba en la mente su primera intención de no decir a nadie lo que atesoraba.
Pensaba, a punto de hablar en alto, él solo, muy concentrado: la única manera de que nadie se entere es no decírselo a nadie. ¡Vaya perogrullo! Después de lo que dijo el cura en el archivo... ¿no tendré yo aquí algo demasiado valioso? No sé si sabré descifrar esas rayas medievales. Lo malo es... Leo. Hasta ahora, he hecho lo mejor que pudiera hacer un profesional del engaño. Sin duda se ha creído que era una broma que le gastábamos al Vasco: lo del gato y lo del candelabro. Mira, Leo, no haber sido un cagado. Yo fui el que le echó arrestos, ¿no?, pues entonces, para mí los manuscritos. Puedo aprovechar esta quietud para verlos despacio. ¡Qué torpe soy! Justo en Astorga es donde no deben ver ni un fotón estos documentos. Seguro que es donde más gente los ha visto. ¡Qué torpe y qué tonto! Menos mal que me he dado cuenta. Definitivamente, Leo, te vas a quedar sin saberlo. De verdad que me jode mucho; lo siento. Y a ti, Vasco, que te den mucho «po’l saco», y a tus tesis y a tus mierdas. Yo jugándomelas y tú metiéndole mano a Eva. Así que... como los enamorados románticos, ¿eh? Tendré que pasar por un bobela; pero bueno, en este caso, es mejor hacerse el tonto que hacerse el listo. Igual, no sólo en este caso. Igual, es lo que hay que hacer toda la vida. Bastante te importaba a ti que no lleváramos bocadillos; por ti, como si morimos de hambre o de miedo en la catedral o en la sacristía. Si me entra el tétanos por el arañazo, ¡qué más da! Y desde luego, a mi hermana, cuando la arañó la Tora, mi padre la llevó a urgencias, y dijo la pediatra que inmediatamente o antes de veinticuatro horas, ineludiblemente había que ponerle la inyección del tétanos por más que llorara. Y lo del tobillo, menos mal que se ha pasado, pero podría haber sido una rotura de ligamentos.
Pensado esto, recordó a su madre, a su tía, a su hermana con la gata, y a su padre diciendo: Voy a matar a esa gata, ha destrozado todos los sillones del salón; si, al menos, fuera perro, no estaría todo meado, porque los perros se aguantan hasta que los sacan por las mañanas. ¡Lo que faltaba! ¡Que se tirara a los ojos de la niña!
También recordaba la incomprensible compasión de su hermana por la gata después de lo que le había hecho, pensando en la escena de su padre intentando matarla. A su madre, la recordó enjugándose las lágrimas con el pañuelo, cuando su hija lloraba camino del hospital. Ya enlazaba pensamientos muy distantes, incluso llegó a recordar su infancia. Poco a poco, sin apenas darse cuenta, pateó casi toda la ciudad dentro de las murallas admirando la calle de Leopoldo Panero, hasta llegar a la gran fachada de la Catedral, al lado contrario de donde, con Leo, había estado la anterior noche; y en la esquina, enfrente de Santa Marta y de la cárcel de las emparedadas, por una puerta acristalada se evaporaba el aceite de dos grandes sartenes, que alimentaba el fuego del carbón de encina. Era una de las churrerías que buscaba:
—Buenos días.
—Buenos nos dé Dios. Tendrás que esperar un poquitín. No sé que les pasa a estas brasas que hoy no tiran bien. Tendré que echarle unas urces a ver si se anima el fuego, pero no te preocupes, que enseguidina están; ya verás qué crujientes. ¿Qué? ¿A Santiago de Compostela? —dijo la churrera con un fuelle en la mano—. Pues este año, «pa» no ser Jacobeo, pasan muchos peregrinos por la carretera; mira, yo, todavía no he tenido ocasión de ir nunca. La «verdá», esta catedral es apostólica y lo mismo se ganan indulgencias; pero, ya le he dicho a mi marido que habiendo comprado la furgoneta, de este año no pasa sin hacer una escapadina. ¿Lo ves? Ya van estando; ahora los paso a la otra sartén pa que terminen de ponerse doradines. ¿A que tú nunca habías visto freír los churros con dos sartenes?
—Pues no, no.
—¿Lo ves...? Y con un junco los ensarto pa que no se caigan y se puedan llevar bien. ¿Cuántos quieres?
—¿Cuánto cuestan?
—A dos duros.
Pablo había pensado comprar uno, pero de momento se vió un poco ridículo:
—Déme dos.
—¡Bueno, hombre! Pa dos... te los regalo. Yo creí que tendrías más gana. Anda, toma cuatro.
—Muchas gracias. Por favor, ¿dónde está la ferretería más cercana?
—Ahí, enseguidina; no tiene pérdida. Bajando esa calle, a la derecha topas con ella: donde estaba antes el León y el Águila... Claro que tú no sabrás... Tenía que haberte dado más de cuatro, pa un mocetón como tú…
—No, no señora, ya son bastantes, muchísimas gracias, y gracias también por indicarme la ferretería.
—No hay de qué, hijo —terminó la señora despidiéndolo en la puerta.
Llegó Pablo a la ferretería en el momento en que un hombre con gafas levantaba la persiana metálica. Una vez dentro le dijo:
—Quisiera un candado.
—¿De qué tamaño? Tengo varios —dijo el hombre quitándose la chaqueta y poniéndose un guardapolvos de mahón, azul oscuro.
—Pequeño. Es para asegurar la cremallera de esta mochila.
—Trae que pruebe. Creo que este entrará bien por esos agujeros.
A Pablo lo traicionó el subconsciente pues agarró con fuerza la mochila con un tirón desconfiado cuando el ferretero intentó probar si el candado enganchaba la cremallera. Por la brusquedad del movimiento soltó el candado y se le quedó mirando por encima de los lentes. Al tiempo que sonreía dijo:
—¡Pero, hombre! ¿Crees que voy a quitarte el macuto? Ni que llevaras ahí dentro un tesoro.
Pablo quedó corrido. Se puso un poco colorado respondiéndole:
—Son mis cosas personales.
—No es mi intención tocar nada que no sea mío, muchacho. Anda, prueba tú. Seguro que este sí vale.
—Claro que vale. ¿Cuánto cuesta?
Te lo regalo. Para que lleves un buen recuerdo de Astorga.
No salía de su asombro, ya que tantos regalos en tan poco tiempo le parecían producto de un fenómeno paranormal, porque no era posible que tanta suerte le acompañara.
Enfrente, al cruzar la calle, le esperaba la guarnicionería abierta y el guarnicionero clavando remaches en unos arreos con tirantes. Pablo nunca había entrado en una tiendita tan pequeña y miserable. Despedía un olor insoportable, tan penetrante como el de las medinas de Tetuán, Fez o Tánger.
—¿Tiene usted cabo de cuero?
—¿Cuántos metros quieres?
—Sólo un poco para atarme estas llaves al cuello, para que no se me pierdan.
—¡Bah! Para eso, todavía tengo restos de cuando venían todos los niños de Astorga a reparar las boquillas de los balones. Tú eres muy joven y de eso ya no sabes. Como ahora todos los balones tienen válvula... ¡Mira esos curas que pasan por la calle! El más alto es nuevo, lo trajo el Obispo desde Cataluña. Yo soy ateo, pero me jode que este obispo sea catalán, porque aquí hubo un obispo cojonudo, que hizo más por Astorga que todos los alcaldes juntos. Bueno, no sólo por Astorga, por toda la comarca, hasta La Cabrera. Desde aquí lo destinaron a Barcelona, o se fue, bueno... yo no sé cómo es eso. El caso es que los catalanes, por no ser catalán lo echaron pa Toledo. ¡No te jode! —Al volverse Pablo hacia la calle, vio al cura más alto con el sustituto del archivero—. ¡No te jode...! Pues, a lo que iba. El otro más bajo... ¡Huy, diosla! Precisamente, ese era el balonero cuando seminarista. Hace más años de esto, ya, que la puñeta. ¡Rediosla, cómo pasan los años! ¡Cuántas veces entraría por aquí a que le cosiera los balones con aquella sotanina y un fajín azul! Porque entonces, los seminaristas, que les llamábamos los curinas, iban de sotana, como debe ser, no como ahora que se la quitan hasta los curas, curas. Bueno, mira, hombre, por lo menos esos dos la conservan. Ahora irán... ¿qué sé yo?, a Puertarrey, a decir misa. ¿Tú sabes lo que es misa? Pues, una reunión de ignorantes mirando «p’al culu» de un tunante. —Se reía el hombre con dos huecos de muelas vacíos y dos dientes forrados de acero—: Ya ves, lo conocí cuando era un mocosín y ahora ni me habla; pasa por ahí y como si nada; todo porque no me ve por la Iglesia. ¡Que se «vaiga» a la mierda, hombre; que se vaigan todos a la mierda! Ahora, que van a ganar los nuestros, le cantaremos otra vez el himno de Riego, que cantaba mi padre:
Si los curas y «flaires» supieran
las palizas que van a lleva-a-ar
bajarían del coro pidiendo
libertad, libertad, libertad.
Pablo se reía al contemplar al guarnicionero entusiasmado, cantando con la voz un poco temblona pero sin desafinar ni una nota y los gestos de todo el cuerpo exagerados para expresar sus displicencias, al tiempo que una voz vieja, desde dentro, decía:
—Rosendo, no cantes eso.
—Tú, haz el cocido, Catalina —respondió el hombre con un salivazo que se estrelló contra el pecho de Pablo—, que yo sé cómo entendérmelas. —Entornó los ojos y sacudió la cabeza y mano derecha en sentido contrario. Habló más bajo—: bueno, rapacín, toma el cabo, porque vas a decir que el guarnicionero está pasao de rosca. Este cuero es de piel de jato.
—¿De piel de gato? —se extrañó Pablo.
—De jato, ¡coño! De jato. ¿No sabes lo que es un jato? ¡Jodío el rapaz! Y seguro que eres estudiante. ¡Sandiosla! No sé qué coños estudiáis. Te voy a decir un verso, verás:
Todavía mantenía el cuero en su mano mientras trataba de recordar, marcando arruguillas en la frente y juntando las cejas con la boina.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo!
Entre risas de jijirijí fue declamando:
—Estudiantes que estudiáis
los cuentos de Jijiri jondo.
¿Queréis decirme por qué
los burrus cagan cuadrao
teniendo el culu redondo?
Pablo, al ver aquel cuadro enmarcado por alguna que otra telaraña, no podía disimular su impaciencia extendiéndole la mano para recoger el cabo. Esbozó una forzada sonrisa. No podía encasillarlo en ningún tipo. Sin duda era un hombre raro.
—¡Me cagüen el rapaz del coño! No te ha gustado el verso; pero, a que te ha gustao la canción, ¿eh? Y eso que ya se me ha olvidado. Cuando yo cantaba bien, era en el coro del hospicio. ¡Mira!, esos sí, esos eran buenos curas, sólo nos pegaban cuando lo merecíamos. Las hermanas no, esas sí que nunca vi que pegaran a nadie. ¡Las monjas son otra cosa!…
Para probar si por fin le daba el hilo de cuero, se atrevió Pablo a preguntarle: —¿Qué es el hospicio?
—Pues... ¡Coño! ¿Qué va a ser? ¡Me cagüen la! El hospicio siempre ha sido el hospicio. ¡Mira el rapaz! ¿Tú no sabes lo que es el hospicio? A los once años me quedé huérfano de padre, porque de madre ya lo era a los cuatro, y como los hermanos de mis padres, todos eran criados, ¿dónde me iban a llevar?… al hospicio a que me cuidaran y a aprender el oficio del cuero. Bueno, otros aprendían el de carpintero, zapatero, encuadernador, fontanero o cualquier otro que allí nos enseñaban.
—¡Ah! Como la Misericordia —interrumpió Pablo.
—¡Pues claro! ¡Coño! ¡Hale, chaval! Toma el cabo, y que te den «por el culu».
Pablo pensó que el guarnicionero estaba un poco loco como él mismo se sospechaba. También olía mucho a coñac y no le dio más importancia volviéndose a asombrar de que, poco a poco, en Astorga le iban saliendo gratis las compras. Cruzó el umbral de la puerta y al intentar cerrarla se le vino encima. Se cayó Pablo sobre unas tiras de cuero y se rompieron dos vasijas de barro. Exclamó el desdentado:
—¡Me cagüen la, y muy alá! ¡Chaval del coño! ¡La madre que te parió! Yo, que la tengo desbisagrada pa que nadie se atartalle ... ¡Vete al cuerno de una vez! ¡Anda, al carajo!
Retrocedía hacia el kiosco por ver si venderían mapas de carreteras mientras tejía un nudo al hilo de cuero con las llaves del candado ensartadas para colgarlas al cuello, a modo de amuleto africano. Las diez campanadas de la mañana en el reloj de la catedral anunciaban la sinfonía orquestada del resto de las torres de la ciudad. En Astorga son tan bellos los tañidos, que inspiraron a Claude Debussy los compases ciento quince al ciento treinta y seis de su obra «Pour le piano, III. Toccata», dedicada «à N.G. Coronio»; y un insigne poeta olvidado, nacido en Brimeda, compuso en la Biblioteca de la Sorbona, allá por los años treinta, con mucha nostalgia, este delicioso cuarteto:
Yo no sé lo que tiene la campana…
Yo no sé lo que tienen sus sonidos…
En suspense se quedan mis sentidos
A su dulce dan, dan, de la mañana.
Olvidóse Pablo, por momentos, de su intención de buscar un plano para trazarse el itinerario; y, mirando el firmamento, voló sobre los tejados atrapando los sones con sus ecos, con tanta fruición que, por avariento, no le cupieron en la alforja; hubiera deseado llevarlos para enmarcar sus documentos.
Emprendió una caminata cuesta abajo, por la carretera de León, pensando que sería muy fácil llegar pronto a la capital de la provincia, y desde allí, por Valladolid y Madrid, hasta Málaga.
El trotamundos silbaba desacompasado por tanto peso como llevaba en las espaldas. Habiendo andado un buen rato, se sentó en la cuneta a la sombra de una acacia. Tantos coches pasaban que siguió pensando que el autostop sería un éxito nada más intentarlo; con todo, no se alejó de la vía férrea, no siendo que, por mala suerte, se viera obligado a tomar el tren en la estación, que se encuentra muy cerca, con los cinco taxis a la puerta.
No pudo remediarlo; a borbotones le subía la sangre al cacumen cuando desenvainaba los pergaminos con muchísimo cuidado. Los contempló durante más de dos horas sin enterarse apenas del ruido de coches tan molesto, que intermitentemente se oía a su lado. La miniatura, una joya; y de los escritos, a duras penas consiguió descifrar nada después de darles muchas vueltas, excepto una especie de glosa, al margen inferior, escrita con caligrafía muy moderna, que en nada se parecía al resto de las caligrafías de los escritos, que intentaban emular la redonda germánica. En la glosa figuraba el nombre de un pueblo: Sahagún de Campos.
Mientras tanto, sus compañeros se desperezaban al otro lado de Astorga, sin haberse dado cuenta de la ausencia. Sólo Leo sospechó algo raro al echar de menos la mochila de Pablo, aunque no alarmó a nadie no fuera a ser que luego volviera.
A eso de las doce, cuando el sol empezaba a hacer mella, sintió hambre y reparó en que con nada se había aprovisionado, de tal manera que retrocedió un par de tiros de piedra hasta la garita del guardagujas: la única que alberga empleado en toda la red de ferrocarriles; y Pablo, que no tiene pelos en la lengua, inició un diálogo largo con el pretexto de preguntarle por la ubicación del establecimiento más cercano:
—Buenos días.
—Para mí, buenas tardes, porque ya he comido.
—Pues eso quería preguntarle: por algún sitio para comprar algo.
—Por aquí cerca... la verdad es que no hay nada. Como no sea en aquel bar, al otro lao de la carretera... Y ahí, de comer no tienen; más bien, sólo bebidas. Casi te merece más la pena llegarte a San Justo, el próximo pueblo, que retroceder a Astorga, pues «t’oservé» que «intentastes» hacer «estor» «p’aquel» «lao»; ahora no cogen a nadie, «tien» miedo a los atracos. Yo bien me acuerdo que hace unos años, mozos así como tú y soldaos del regimiento... ¡Cuoño! Hasta las obreras de la Aiptesa que «velai» está más «p’alante», «lueguín» cogían a todos. ¡Cuoño! ¡Cuántas veces me quisieron montar al ir y venir a San Justo; y yo: ¡Que no, muchas gracias! Prefiero ir andando, que estoy «tol» día «sentao»; la mayor parte leyendo, claro... ¡Ay, amigo! Ahora ya no es «cumo» antes. Además, con eso de los «drogadictus»…
Pablo estaba encantado de oír a aquel hombre; su manera de hablar le parecía una reliquia; y para que siguiera hablando, intentó hacerse el simpático con un estereotipo:
—Naturalmente, con Franco se vivía mejor.
El hombre quedó estático y cambió el semblante.
—Tu eres bubín, qué sabrás tú de Franco.
—Yo, nada —intentó remendar y sacar la pata—. Como toda la gente mayor dice eso…
—¡No hombre, no! Estás engañao. Yo estuve diez años en un pajar escondido, del treinta y nueve al cuarenta y nueve. Y como yo, muchos. Luego, cumo nadie nos denunció, fuimos saliendo y, unos de labradores, otros cumo pudieron. ¡Qué sabrás tú! Yo soy sargento de la República, y mi capitán viene todos los martes a vender; a vender al mercao la colina de berza, las lombardas y los guchines pa recría. Di tú que, si ahora ganamos los republicanos, nos darán la jubilación y todu lo que nus deben; y yo creo que sí... ¡Sí, hombre, sí! Ya verás cumo, esos chicos de Sevilla traen la República. A ver si el próximo nieto nace ya con la República. Mira, allí viene Rosalinda, la mayor; pero tengo otrus dos más piquiñines. Ahora me trae el butijín pa la tarde. Por la mañana traigu yo esti bien frescu, del pozu; pero vai poco a pocu y ponse caliente. Bueno, y a todu esto, ¿tú, de onde eres?
—Soy malagueño.
—¡Ah, cuoño! Por aquí se dice que en Málaga no enturan a los muertos, que los echan al mar, pa darle de comer a los boquerones.
—¿Quién ha dicho eso?
—Es una broma, hombre. Ya sé que sólo a los marineros cuando la espichan en alta mar. ¿No ves que ahora con la televisión nos enteramos de todu? Hace poco que me enteré yo de lo que eran los boquerones. Lo mismo que allí no sabrán lo que son las lancurdias.
—¿Qué son las lancurdias? —le preguntó Pablo sorprendido.
—Son unos peces que cantan. Tien unas pintinas rojas, así, por la barriga. Se crían aquí en el río Tuerto. ¡Bueno!, son truchas pero “piquiñinas”.
—¡Tuerto! ¡Vaya nombre de río!
—Es que Tuerto, no es que le falte un ojo. Quiere decir que no va «a derecho». Pues ya que no te gusta el nombre, te voy a enseñar una cosa.
Con parsimonia sacó un papel doblado y raído del bolsillo de la camisa, y después de la pausa siguió:
—Mira qué maravilla. Esta poesía se la hizo al Tuerto un rapacín de Astorga cuando estudiaba en el Instituto. Hoy es médico. Toma, llévatela de recuerdo, que yo la tengo en un cuadro y no me hace falta; ya la copiaré otra vez.
Buscando con la mirada a lo lejos, murmuró:
—Esa rapacina, viene demasiao amodín. ¿Con qué se estará entreteniendo?
—Mírela allí, al lado de la tapia. Está cogiendo dalias.
—Le encantan las flores. Cumo donde ella vive no hay ni una planta ni un árbol, cuando viene en el verano a casa de los abuelos, no hace más que coger flores y atrapazar el río.
—Vivirá muy lejos, porque he visto que todo León es muy verde.
—¡Ay, hijo! Hay pueblos que pasan sed y los panes a veces se secan cuando no llueve a tiempo. Allí mismo donde viven mi hija y el yerno.
—¿Aquí? ¿En la provincia?
—¡P’ahí, pa la parte de Sahagún! Es un pueblín piquiñín…
—¿No será Sahagún de Campos? —interrumpió Pablo asombrado.
—No, Sahagún es muy grande.
—A ver si me entiendo: digo, que si el pueblo que usted ha nombrado, es Sahagún de Campos.
—Pues, claro. No hay otro. No hay más Sahagún que el de Campos.
—Es que, mire usted... —no sabía Pablo cómo entrar en lo definitivo, que colegía de haber dado tantas vueltas a las glosas del pergamino de la miniatura, unido a lo que el sustituto del archivero le había adelantado—. Yo he oído que por los pueblos cercanos a Sahagún de Campos, algo así como que se adoraba a un dios pagano... No sé…
—No, hijo, no. ¡Ahí la gente es muy beata! Todos los pueblines tienen cura, aunque no tengan médico mi farmaceútico. A mi hija la obligaron a bautizarse pa la boda, que yo no la había bautizao. ¡Porque mis consuegros son de derechas! No creas que no hubo sus más y sus menos. Y Rosalinda, el año pasado hizo la primera comunión. La verdad es que iba como una novia, como una reina. ¡Ah...cabáramos! Ya sé a lo que te vas a referir... ¡Al dios Baco!
Encontró Pablo la oportunidad para preguntarle:
—El dios Baco es el dios del vino, ¿no?
—¿Y cómo sabes tú eso, si nunca se volvió a hablar más de ello? El retablo desapareció después de la guerra. Durante la República, las bodas civiles se celebraban por el juez, no por el cura, y se iba de juerga a las bodegas. Costumbres de antes. Y después de que las mozas tomaban unos vasos, los mozos sacaban en procesión el retablo, que pesaba como un demonio; y le tocaban con las dulzainas. Durante la guerra, cuando ya mandaban los de derechas, en esos pueblos se le empezó a llamar el cuadro del demonio; y como pesaba tanto, a cualquier cosa que pesaba mucho se empezó a decir: «¡Pesa esto más que el demonio!» Y se cantaban canciones antiguas. Pero todo eso se perdió cuando empezaron a mandar los curas en los pueblos. ¡Cuoño! La gente opina de la manera más distinta: Unos dicen que el retablo lo quemó un cura. ¡Cagüenla! ¿Será posible? Otros que alguien lo conserva en alguna bodega; el caso es que nadie lo ha visto más. Esas costumbres, se dice que proceden del tiempo de los romanos, o de antes, porque aquí hubo romanos, ¿sabes? ¡Me cagüenlaila! El que entodavía recuerda mucho del dios Baco es mi consuegro.
—¿Cómo se llama el pueblo, que todavía no me lo ha dicho?
—¡Hoy, hijo!, no vas a conseguir nada. ¿No ves que mi consuegro, el padre de mi yerno, es de derechas? Él fue quien me dijo que pa que nadie lo adorara lo había quemao el cura después de la guerra, que bastante gente se había condenao por causa del cuadro. Vete tú a saber. A lo mejor lo llevó un anticuario de los que vienen por los pueblos con la furgoneta cambiando cuadros y alhajas por mesas de formica o por jarrones de plástico.
—¿Por qué hacen eso?
—Pues, ¡cagüenla!, porque en los pueblos la gente es muy innorante. Sobre todo los de derechas. Fíjate que no quería casi nadie la concentración parcelaria, cuando es mucho mejor tenerlo todo junto que no cincuenta tierrinas.
Cuando terminaba de decir esto, se paró un Jaguar impecable al lado opuesto de la carretera con dos personas dentro: un caballero y su esposa. El guardagujas se apresuró a informar a Pablo:
—¡Mira! El señorito del auto negro es paisano mío, el hijo del tío Honorino, que es muy mandamás porque estudió pa abogado. Seguro que va p’al pueblo porque venía desde Astorga. Yo he oído decir que el tío Honorino sabe mucho del dios del vino, como mi consuegro y tantos otros viejos. Los viejines, los viejines son los que más saben del dios Baco. Si quieres enterarte, dile que te lleve hasta León y le preguntas, que él debe saber lo mismo que su padre.
Pablo no titubeó ni un momento y cruzó la carretera para esperarlos al lado del coche. Admiró aquella ostentación hecha automóvil: asientos de cuero blanco, emisora de radio, y millones de números en el salpicadero.
Muy pocos minutos tardaron, y cuando salieron, se les acercó Pablo y les pidió autostop hasta León olvidándose de que no había comido.
—¡Adiós, buen mozo! —se despidió el guardagujas.
—Adiós, y gracias por la poesía —le contestó Pablo cargando la mochila en el maletero tapizado con paño añil de terciopelo.


13
(W. A. Mozart. «Concertone para dos violines, en do Mayor»)
Miraba Pablo hacia atrás, recordando Astorga como el episodio más importante de su vida. Eran las tres de la tarde. Con el calor tan aplastante, el alquitrán de la calzada despedía fuegos fatuos a lo lejos.Entraba un aire por las ventanillas abiertas que secaba las entrañas.
—¿Esas plantas? Nunca las había visto con los postes tan altos... y tan verdes —comentó Pablo para abrir el silencio con que se había iniciado el viaje. Y siguió, para no dar lugar a las consabidas preguntas—: en mi tierra, en Málaga, no se ven esas plantaciones.
El conductor contestó:
—Allí tenéis otras plantaciones tempranas que hacen mucho daño a la economía de Francia; por eso, los franceses no nos quieren. Pues... es lúpulo. El oro verde le llaman los labradores. De ahí se saca el fermento de la cerveza. Este valle es muy fértil; no hay más que ver los canales. Mira qué curva: es peligrosísima, muere en ella mucha gente que, al tomarla muy deprisa, se precipita sobre el Tuerto.
Pablo no desperdiciaba ocasión para caer bien a los rodantes anfitriones:
—A propósito, miren qué poema tengo dedicado a este río
Río Tuerto, río Tuerto,
que estás saciado de fama
por ser uno de los ríos
que no abundan en España.
Orgullosa debe estar
la ciudad noble asturiana
de poseerte a ti, Tuerto,
que eres toda su esperanza.
Hojas de sauce te aplauden
en los palcos de las ramas,
sólo porque te paseas
por tu cauce de esmeralda.
Peces grandes y pequeños
entre tus aguas se hilvanan
y acometen con denuedo
haciendo muchas topadas.
A tu lado los juncares,
que cantan tus alabanzas,
altaneros y soberbios,
contra el cielo se disparan;
palacio de cristal eres
con tus almenas de nácar…
De San Román a San Justo
muy impetuoso te lanzas
y compites con el tren
que muy cerca de ti pasa.
Terminada de leer la poesía, la señora dijo:
—Eres un gran poeta. ¡Vaya octosílabos! ¿Cuándo has compuesto este poema?
—No lo he compuesto yo; me lo regaló el hombre con el que hablaba cuando ustedes pararon; lo compuso un alumno del Instituto de Astorga, que al parecer ya es mayor. Sí que me encantaría hacer poesía, pero no tengo léxico suficientemente amplio. Es preciso dominar más el lenguaje. Lo que sí me atrevo a escribir es algo de prosa. El profesor de Literatura siempre ha considerado mis escritos, modestia aparte.
—¿Por qué modestia? Las cualidades propias, es mejor manifestarlas que comerlas cada uno para sus adentros.
El conductor apostilló a su esposa:
—¡Ese romance es digno de una antología!
Pablo siguió:
—Cuando regrese a Málaga escribiré mis impresiones del viaje. Si me dan su dirección se las mandaré, si no les quito mucho tiempo para que me lean. Se las dedicaré a ustedes como agradecimiento por la amabilidad con que me han subido al coche.
—No hay por qué. Date cuenta de que los asientos de atrás irían vacíos. ¡Vamos!, que no supone tanto mérito por nuestra parte. Pero bueno, quedaremos encantados de que nos mandes lo que desees. Yo sólo tengo una semana de vacaciones y no puedo escribir más que escrituras notariales.
—¡Ah! Entonces es que usted es notario... Pues, es algo que nunca he sabido muy bien: para qué son necesarios los notarios.
El notario se derretía con voz adoctrinante:
—¿Te imaginas lo que sería una sociedad sin notarios? Todo el mundo, tarde o temprano, se echaría atrás en sus compromisos. El hombre por ser hombre, casi siempre se arrepiente, por lo menos durante un momento, de las decisiones que ha tomado. Pues, dicho de una manera sencilla, los notarios damos fe de lo que dos partes acuerdan.
—O sea: que es alguien que firma cosas para que sean legales. ¿No?
El notario sonrió mirando de lado a su esposa mientras reducía la velocidad para cruzar un pueblo. Les empezó a resultar simpático el muchacho y continuó diciendo:
—¿Qué curso estudias?
—Tercero. He terminado tercero de BUP en junio.
—¿No te gustaría estudiar la carrera de Derecho?
—No tengo ni idea de lo que me gustaría. De mi curso, solamente dos chicas tienen determinada la carrera que quieren estudiar. Derecho, creo que no podré, porque he cursado las asignaturas optativas de ciencias.
—Pues... es una lástima, porque creo que tendrías talento para ser un buen abogado.
Continuaron el viaje cruzando áridos páramos y verdes riberas. La esposa y Pablo retomaron el diálogo en el que una inusitada curiosidad sobre la ciudad de León, su historia y monumentos embargó a Pablo, al mismo tiempo que las dudas sobre la honorabilidad del trotamundos se disiparon definitivamente en el momento en que dijo:
—Cuando llegue a León tendré que buscar un teléfono para llamar a mis padres. Les voy informando acerca de todos los lugares que visito, sobre todo para que mi madre no esté preocupada. Si no me sale bien el autostop, tomaré el tren de Madrid y desde allí, directo a Málaga. Cuando vayan ustedes a Málaga no dejen de pasar por mi casa. Seguro que a mis padres les encantaría conocerlos, sobre todo a mi madre porque mi padre se pasa la vida viajando, y sólo de tarde en tarde permanece en casa, porque es piloto de Iberia.
—Descuida, que alguna ocasión habrá de llegarnos a la Costa del Sol. Queda prometido que nos veremos. Doy fe con mi palabra; no la sellaré en un pliego por si acaso no pudiéramos cumplir la promesa. «Verba volant, scripta manent» —concluyó el chófer con una sonrisa de media boca.
Poco antes de llegar a la ciudad de los dos ríos, el Bernesga y el Torío, muy cerca de la despedida, la esposa se dirigió a Pablo con la mirada puesta en su marido:
—Nosotros hemos de llegarnos a Madrid, habiendo pasado tres días en el pueblo. Si quieres, puedes quedarte con nosotros y con los padres de Honorino. Ya verás qué viejos más simpáticos. No hay quien los saque del pueblo. Hubiéramos querido llevarlos con nosotros a La Coruña, pero ha sido imposible. Ellos dicen que quieren morir al lado de sus tierras y sus viñas. Antes de que se me olvide, te voy a dar una tarjeta para que nos escribas y nos envíes tu composición literaria.
Interrumpió el marido:
—Dale una con nuestra dirección, porque de la notaría no le hará ninguna falta.
—Dame ese bolso que va en la bandeja, detrás de ti.
Pablo le entregó el bolso de piel de cocodrilo en el que la esposa, escarbando en la agenda con uñas de garza, sacó la tarjeta: «Honorino Acebes Llamazares. Adela Troitiño Maceiras», con una dirección de La Coruña.
—Pues, dicho y hecho. Te quedarás con nosotros tres días, si te dan permiso tus padres, naturalmente. Así que ahora los llamas. Bueno, no hace falta. Los llamas desde nuestra casa, así no perderemos tiempo parando en León, y bordeamos la ciudad por la circunvalación para llegar pronto al pueblo, porque llevamos en el capó una nevera llena de mariscos y supongo que el hielo ya se habrá derretido. Los comeremos mañana; al padre de Honorino le encantan. «Tenemos metido» nécoras, bogavantes, percebes, cigalas y cuatro centollas. Nosotros los regaremos con vino de la bodega de mi suegro. A ti te daremos un refresco, ya que supongo serás menor de edad.
—No importa, yo también puedo beber vino. Sin abusar, claro. Además sólo me quedan unos meses para cumplir dieciocho años.
Adela insinuó una sonrisa melosa de madre frustrada.
—¿No acabarás, más bien, de cumplir diecisiete? Todavía te queda mucho. Sí hombre, sí. Beberás el mejor vino de España; es puro, sin química.
Siguió el notario:
—Estudiaba yo quinto de carrera la última vez que se extrajo el mosto pisándolo. Ahora ya usan prensas.
Comenzó una pausa en la conversación que con nada se enlazaba, si bien Pablo había dejado que hablaran por enterarse de todo lo relacionado con las bodegas. Como nadie arrancaba de nuevo, siguió:
—¿Ustedes tienen bodega?
—Es la de mi padre. Todavía la conserva y la cuida con mimo. La limpia todos los días. Tiene tan lustrados los aros de las cubas, que brillan como la patena.
—No será muy viejo; si todavía hace vino…
—Solamente se entretiene. El vino se lo hacen unos parientes porque si no, dice que se muere. La rosca del tornillo y la viga funcionan como el primer día, pero no se utilizan.
—No me hago idea…
—¿Nunca has bajado a una bodega?
—Será ahora la ocasión.
—Es una cueva excavada en la arcilla, que está tan dura como la roca. La de mi padre tiene más de quinientos años. Él dice que es del siglo noveno, que ya se lo oía decir a su bisabuelo. Desde luego su bisabuelo, que es mi tatarabuelo, nació en el siglo pasado, en mil ochocientos treinta y siete; y mi padre es el único testigo de lo que contaba. Yo creo que aunque es muy lúcido tiene algo de demencia senil, porque hace dos años más o menos, comenzó a contar, aparentando plena lucidez, unas historias extrañísimas sobre la bodega. Es la más grande del pueblo, por eso es conocida en la contornada como «la catedral del vino».
—En León, por lo que voy observando, aparecen catedrales como margaritas en la primavera. Aquellas torres, supongo que serán las de la catedral.
Desde la curva del teso de San Andrés de Rebanedo se divisaba el valle del Bernesga; en medio, la ciudad de tejas rojas; verde negrillo y chopo; ocres y sienas arcilla. Dominándola, hierática, solemne, la basílica gótica de las vidrieras.
Pablo, por momentos, se sentía incómodo al lado de sus pergaminos guardados en la mochila, y varias veces en el transcurso de la conversación se hizo violencia para no hablar de ellos, sobre todo en el momento en que el notario le reveló la antigüedad de la bodega.
—Ahora tomaremos la carretera de Valladolid y en unos minutos, después de pasar el Torío y el Esla, entraremos en el pueblo —concluyó doña Adela.
Una calma rígida se apoderó de la mente de Pablo. Le iba pareciendo un sueño que una ocasión se le presentara tan cerca para enterarse de lo que había vislumbrado. No se atrevió a interrumpir a don Honorino cuando este le hablaba de su padre, de las demencias que le eran atribuidas. Un ronroneo le aplastaba la cabeza y prefirió satisfacer su curiosidad buscando una ocasión para hablar a solas con el abuelo. Temía, por momentos, que se le notara su interés por las historias de la bodega. Por primera vez, en sus vivencias, sintió un cosquilleo mezclado con dolor terebrante en el epigastrio al encontrarse ante la inmensidad de la incógnita, sospechándose carne de presidio. Quizá el Vasco lo había metido en un buen lío. Zozobró, y sabiéndose el único conocedor del paradero de los pergaminos, ráfagas de pensamientos se le clavaron en la frente: ora tirarlos al Porma, ora quemarlos a solas. Esta sería la solución definitiva, ya que no quedaría ni rastro, pues podría esparcir las cenizas a lo largo de la carretera desde Madrid hasta Andalucía.
El Porma quedó atrás en sus meandros y después de cruzar Mansilla de las Mulas y el Canal de los Moros con su fortísimo verde esmeralda, que dominaba los cuatro horizontes, llegó a la llanura seca de los rastrojos con su infinita carretera recta, flanqueada por los postes de telégrafos cada vez más pequeños, hasta perderse en la única curva: la dibujada por la redondez de la tierra. Los pueblos de esta zona se mimetizan con el suelo, que es lama en tiempos de lluvia y polvo en la estación seca, sobre todo cuando pasan los rebaños de ovejas.
La radio del coche acababa de dar las noticias de la tarde. Don Honorino bajó inconscientemente el volumen para decirle a Pablo:
—¿Te has percatado del cambio tan brusco de paisaje? León tiene paisajes muy variados; ya lo has venido observando, ¿no? Ahora entramos en la comarca de los barros o lamas, en las llanuras que parecen La Pampa. Mi padre dice que no hay que llamarle barro al barro, sino que hay que llamarle «llama», que en realidad se dice lama.Tanto barro como lama son palabras muy antiguas.Mucho antes de la fundación de Lancia, ciudad de una tribu astur, en lo que hoy es Castro de Villasabariego, a los polvazares ya se les debía de llamar llamazares. Aunque yo creo que la llama es barro más negro que el de mi pueblo; es el barro, más bien, de cerca de los ríos. Mi madre era del linaje de los Llamazares. Supongo que los más autóctonos no tendrían más que cuatro adobes. Todavía se construyen muchas casas con adobes de lama y de barro mezclados con paja.

El mar de trigales segados reverberaba desprendiendo soflamas por todas partes a las cuatro menos diez de la tarde. Un poco más de viaje y entraron en el pueblo calcinado donde sólo asomaba alguna que otra lagartija.

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