miércoles, 31 de agosto de 2016

EL BACO (Cap. 41, 42, 43, 44, 45)


41
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
El siguiente curso, Emilio, Jaime y Darío solicitaron cambio de Instituto. Los tres pretendían el mismo en el que trabajaba Nachi, pero sólo les fue concedido a Emilio y a Jaime, con lo que a Darío se le despertaron algunos celos inconfesables que él mismo se resistía a reconocer. Con resignación aceptó la negativa esperando otra ocasión en que se produjera una plaza vacante.
Desde la ventana del descansillo del primer piso oyó Roberto a alguien que lo llamaba a voces:
—Roberto, ¿tienes coche o vas en autobús?
—Tengo el coche allí aparcado —contestó.
Eran Darío y Fernando, quienes como dos galgos cruzaron el umbral diciendo el uno:
—Espera, que nos llevas, que no trajimos coche.
Roberto y Darío habían sido condiscípulos en la Universidad, y recordaban con nostalgia la tuna a la que pertenecían de estudiantes, la multicopista clandestina, «los sociales» camuflados en las asambleas, los bocadillos que llevaban a sus delegados de curso mientras pasajeramente permanecían en la «trena», y tantas otras cosas de sus mejores años.
—Creíamos que te habías esfumado.
—¿Dónde estuvisteis?
—En el bar tomando unos cafés, charlando con la gente —decía Darío apagando el sofoco.
—Vamos al coche. Allí me contaréis.
—¿Y Trini?
Trini es la mujer de Roberto, también profesora, que se había ido inmediatamente en su coche.
—Salió disparada. No confía en que el niño se haya adaptado a la guardería.
Como habíamos traído los dos coches, no me importó hacerme el remolón. — ¿Qué os pareció el claustro y el dire?
— Ese tío, a mí me cae bien —contestó Roberto—. Yo nunca había supuesto organización igual. Este curso empieza mejor que el pasado, cada profesor con su carpeta, todos los papeles por orden, tutorías... horarios... Un poco leguleyo parece pero, para dirigir es necesario conocer la legislación. Desde luego, ha hecho un alarde de conocimientos jurídicos. A la moza de Ciencias Naturales…
—¿Cuál?
—La gorda que estaba sentada al lado del catedrático de Griego.
—¡Vaya corte que le pegó! —interrumpió Fernando sonriendo.
—Desde luego, es cortante.
—Pero hombre, a quién se le ocurre, preguntar al director, el primer día, si se va a poder participar y opinar libremente o si van a impedir los cargos directivos todas las iniciativas. Si a mí me pregunta eso le hubiera contestado más cortante todavía. Yo creo que es de poco sentido común presuponer cosas semejantes. Que los tres hemos sido miembros de equipos directivos y sabemos lo que es aguantar impertinencias.
Entraron en el coche, y se perdieron entre el tráfico de la avenida. Un atardecer de los primeros días otoñales: los árboles de hoja caduca que salpican ambos lados de la calzada comienzan a amarillear; el sol bajo y omnipotente deslumbra por el espejo retrovisor; en la ciudad bulle un sonsonete de niños y vehículos entre el chasquido de las persianas metálicas de los comercios que cierran, al chocar contra el suelo.


42
(Béla Bartok.)
EN EL APARTAMENTO DE DARÍO.
—¡Buenas noches, caballeros! —dijo Roberto al entrar.
—Acomódate donde más te agrade y sírvete algo. Si no, ve al frigorífico, que algo encontrarás a punto —le contestó Darío cerrando la puerta de la casa.
—Parece que estáis celebrando las «Bodas de Camacho» en vez de una despedida de solteros. Yo creo que sobra con lo que tienes en la bandeja. ¿No ha llegado Nachi?
—De un momento a otro vendrá, porque la reunión de su seminario habrá terminado hará un cuarto de hora.
En la terraza contigua al salón mantenían una conversación muy animada el resto de los amigos-compañeros que asiduamente se reunían en el apartamento de Darío compartido con Nachi desde hacía algún tiempo.
Detrás de los cristales de la puerta corredera, levantó la cabeza Damián, y estirando los brazos exclamó:
—¡Me parece que estás perdido! ¡En tres jugadas te doy jaque mate!
Miguel seguía enfrascado en el tablero. Roberto interrumpió:
—¡Ajedrecistas, vais a secar la substancia gris!
—¡El hombre de los refranes! —voceó Miguel— menos mal que el piscolabis es de canapés fríos, de lo contrario, te imprecaríamos por tu tardanza.
—No me digas que soy el hombre de los refranes, porque solamente me has oído uno; y no negarás que vino muy a punto. Además, ¡hombre refranero, hombre majadero!
Las carcajadas arreciaron bruscamente.
De un modo espontáneo, entre comentarios banales y jocosos, fueron pasando al salón los contertulios.
Suena incesante el timbre de la puerta. Darío se levanta como impulsado por un resorte eléctrico. Tropezó con la mesa y dio con la copa en el suelo, que se hizo añicos.
—¡Me «cagüen» diez! —fueron todas las palabras con las que expresó su ira.
—Trae una fregona, que nos inundamos de vino —dijo Miguel al mismo tiempo que, haciendo un aspaviento, separó rápidamente las piernas; a pesar de lo cual, dos gotazas mancharon el dobladillo de sus pantalones claros.
El timbre seguía sonando nervioso, incesantemente. Abrió Darío la puerta y entró Nachi diciendo:
—¡Eres un gilipollas!
Darío enmudeció. Se mostraba confuso y aturdido ante la entrada violenta de la que sería su legal esposa al cabo de una semana, que seguía riñendo:
—Cogiste las llaves de mi bolso, y yo, venga a buscar. Y las llaves, nada, que el gilipollas de Darío las ha cogido. Has tenido tiempo, todo el día, de hacer copias en cualquier ferretería. Tú las has perdido, pues hazlas tú. No voy a ser yo la que las tenga que hacer. ¡Ah! y mi coche tiene una luz de cruce fundida…
Los que no conocían suficientemente a Nachi seguían su parloteo haciendo ver que no oían nada. Los que la conocían pensaban para sí: ¡cosas de Nachi!
—¡Para el carro, mujer, que la cosa no es para tanto! —trató de conciliar Román.
Algo más calmada, simulaba Nachi un enojo, mitad ficticio, mitad real:
—¿Qué dices tú, calvito lindo?
Acercándose a la espalda del sofá donde se sentaba Román, le hizo un par de caricias en la calva y algunas carantoñas improvisadas en la barba. Román es tímido, de pocas palabras con los amigos, aunque no deja de explicar ni un sólo segundo en sus clases de matemáticas; algo regordete, bajito; reconoce, alardeando de sinceridad, que sí ha sufrido algún complejo en su infancia. No ha conocido mujer y una leve excitación le sacudió la médula espinal cuando Nachi insistió en darle dos pellizquitos al vello que asomaba entre el primer y segundo botón de la camisa.
Darío, hacendoso, con una escoba y recogedor en la diestra y la fregona en la izquierda, se disponía a recoger los restos de la catástrofe. Al fin y al cabo, estaba en su casa, pues todavía no regían los bienes gananciales.
Le increpó Nachi:
—Solamente vales para dar clases o para recoger lo que rompes.
Cambiando el ademán e incluso el tono de voz, murmuró entre dientes con una sonrisa dirigida a los circundantes:
—¡Maridito! ¡Qué barbitas tienes! ¡Vaya maridito patoso que me voy a echar a las costillas!
Se le acercó musitando:
—¡Dame un besito!
Ella seguía mirando a Damián, al que nunca se había atrevido a gastar una broma, como si lo hiciera al tendido y de reojo. Damián es un profesor joven, apuesto, con cierto amaneramiento en su vestimenta. Presume de llevar las prendas con marcas genuinas, el brazo escayolado a consecuencia de una caída en la pista de tenis, ojos verdosos y tez morena.
Seguía Nachi balbuceando con enredo de dedos entre el estropajoso cabello de su prometido, novio, marido o lo que fuera, pues cuando lo presentaba, cada vez lo hacía de manera distinta.
—¡Otro besito, mi amor!…
Sonreía con media boca. Antes de aglutinar los labios carnosos, lo abrazó por la cintura apretando fuertemente.
Darío, inmovilizado por el atenazamiento y los enseres domésticos que traía entre manos, se dejaba llevar en el balanceo que Nachi le proporcionaba.
A Román le comenzaba a bullir el cerebro y no podía disimular la mirada en escorzo que dirigía al escote de Nachi, quien, con un vaso inmóvil en la mano izquierda, se inclinaba para mecer a su Darío. Al compás del movimiento le ascendía el pezón derecho y un moflete se abultaba entre el brazo y el inmenso tirante de la blusa que en la espalda se cruzaba, dejándola prácticamente desnuda.
Damián, Miguel y Juan discutían, sin llegar al acaloramiento, un artículo periodístico sobre el último Congreso de Filósofos Jóvenes.
Dispuesta a poner un disco de Beethoven, ojeaba en el mueble del equipo de música, con el culo empinado y las manos entre las rodillas, María Jesús: un ligue de Juan que trabaja unas horas en una academia privada por un miserable sueldo. María Jesús ha suspendido cuatro veces seguidas las oposiciones.
Román ya mostraba signos externos de padecer alucinaciones y tener delante de sí, huríes o ninfas; permanecía estático, sentado en el borde del sofá y sin nada que decir.
Dándole un azote en el bolsillo de atrás, se desasió Nachi de Darío y tomó un canapé en sus manos para ponerlo en la boca de Román.
—¿Estás hambriento o sediento...? Pues come y bebe que la vida es breve... —alzando la voz dijo—: ¡Oye! ¡Atended un momento!
En vista de que todos seguían ensimismados en sus asuntos, increpó otra vez:
—¡Venga hombre, mirad!
Uno a uno, casi sin ser conscientes, fueron bajando la voz o callando totalmente.
—Ahora que os tengo a todos reunidos en mi próxima casita, con mi futuro maridito, os invito a una copita.
A Román, por un momento, le pareció una sandez, pero inexplicablemente la disculpaba aunque no estaba acostumbrado a soportar estupideces semejantes, conque examinó sus sentimientos hacia Nachi, y no acertaba a darse una solución concluyente: ¡mejor no darle importancia!
—Bueno, ahora, en serio —continuó Nachi—. ¡Atended! A mi Instituto se han incorporado Jaime, el facha de Emilio y una novata que además de tonta es puta. Acaba de llegar, y, al salir de la reunión enganchó a Paco Sendín... y que no tenía coche... y que ha alquilado un apartamento... y que si la llevaba... y al fin fue ella la que lo llevó al huerto.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama? Vamos a tener que cambiar de Instituto —voceó con sorna uno cualquiera cercano a la ventana.
—En el nuestro, sólo se ven machos y curas secularizados —irrumpió un voz de bajo en la esquina.
—Lo más gracioso es que su padre se ha presentado a Senador del Congreso de los Senadores —se rió Nachi.
—¡Vaya lapsus! —comentó un tercero atendiendo a tres conversaciones.
—Que no es lapsus, que fue lo que me contó ella al final de la conversación en la que no me dejó intervenir.
—¿Cómo será?
—Me confesó que no entiende nada de nada. Decía: «Demasié que sé francés. En la facultad apenas aprendí lo elemental, pero papá me envió a Narbonne durante dos años. Para aprender una lengua es necesaria la estancia en el país». De Literatura o de Historia de la Lengua, Gramática Histórica... no sabe prácticamente nada.
Interrumpió Román:
—Eso pasa en las lenguas modernas; aprueba la oposición el que sabe hablar la lengua. A los de Letras quisiera yo ver haciendo problemas.
—Os estaba contando que se siente feliz. Su padre vino con ella hasta presentársela a Candi —Candi es la Directora del Instituto de Nachi—, pero no por timidez de la niña sino por inoperancia y costumbre.
A medida que la describía, se iba encendiendo en su mente un sinfín de sentimientos repulsivos. Su subconsciente guardaba resentimientos que nunca podría ordenar. Recordaba su época universitaria como una sucesión de penurias. Recordaba a su padre, conserje de Correos expedientado por un pequeño hurto en la oficina, y a su madre pariendo niño tras niño hasta completar los trece hermanos menores; los nerviosismos familiares acompañados de riñas y voces constantes hasta conseguir una casa barata de las que un ministro del régimen de Franco les adjudicó contando con un enchufe de Honorato, primo de su madre, que servía como cocinero en el palacio de El Pardo. Nunca le ha desmentido Nachi a sus padres que todo fue una farsa, que Honorato fanfarroneaba y se aprovechaba de la ignorancia para someterlos a un agradecimiento perenne y sumiso. El piso de Sindicatos les tocó porque los ingresos económicos eran mínimos y el número de hijos cuantioso. «Sé buena y estudia mucho» —le recomendaba su padre en cada viaje que emprendía a reanudar el curso—. «que si nos quitan la beca salario, no sé que va a ser de nosotros». Durante la dictadura, hay quien sostiene, se institucionalizaron las becas salario para aquellos estudiantes que fueran necesarios a sus familiares, y, de carecer de ella, se verían obligados a dejar los estudios. De una manera fugaz, le pasaban por la mente las alpargatas de lona pintadas con Blanco-España que, con ilusión mítica, llevaba puestas el día de la Primera Comunión, las naranjas y los chorizos que les traía su abuelo del pueblo para Nochebuena y el cochecito que les regalaron en Cáritas cuando nació su hermano pequeño.
Prosiguió diciendo:
—Es medio analfabeta, insulsa, bobona.
—Pero... ¿Está buena o no está buena? —replicó Damián con sorna.
—¡Bah! ¡Hombre! ¿Qué quieres que te diga?... Sí... Pero tiene unas caderas demasiado bajas y las patas algo elefánticas. Cuida mucho su físico, no hay más que observarla. Ella dice que me quiere mucho y me lo muestra con modos afectados y clichés lingüísticos tópicos. La verdad es que me acaba de conocer. Una gilipollas, eso es lo que es, aunque para un fin de semana te pueda valer, Damián. Desde luego, la pinta que tiene es de abundar en dólares, aunque me confidenció que, a partir de este año, su padre ya no le enviaría más giros.
Miguel callaba y aguardaba. Compartía casi todos los extremos que relataba Nachi y dijo:
—Lo más gracioso es que se incorporó a nuestro Instituto por un telefonazo de su papaíto al Delegado.
La más sorprendida de todos fue Nachi después de intervenir Miguel, y con un suspiro largo, cogiendo una carpeta llena de folios, intentó darle un carpetazo diciendo:
—¡Si serás cabrón! No me digas que tú la conocías y estabas más mudo que un muerto.
—¿No la voy a conocer? Su padre es abogado, pero tiene una fábrica de latas y mi padre le lleva la contabilidad. A mí también me ha ofrecido sus recomendaciones. Lo que más le ha preocupado es que a su niña la enviaran al Instituto del barrio de mayor aluvión. Me decía: «Miguelito, échale una mano a mi niña. A ver si la colocamos en tu Instituto, porque le ha tocado ir a una barriada miserable llena de chorizos, gitanos, drogadictos y borrachos; además le quedaría muy lejos. Ya sabes que tengo buena amistad con el Delegado de Educación. Mañana lo llamaré para que me solucione la papeleta. A Loli no le comentes nada, pues se molestaría. Ya me costó Dios y ayuda, convencerla de que favor con favor se paga, cuando se examinó de oposiciones.»
Miguel había sido testigo presencial de la «noche cartelera», en la que con Carlos, Damián, Pepe y otro profesor de esos que nunca dicen nada, quienes se proclaman militantes de un partido político, antes de cenar, tomaron un cubo, cola, cepillo y carteles y se dispusieron a empapelar las paredes de la urbanización vecina al Instituto.
Loli, apenas sin pensarlo, se sumó al grupo donde fue aceptada inmediatamente.
Para los cuatro, al unísono, en su cerebro, batía el mismo denominador común de una idea: una tía buena nunca ha de ser rechazada. Nadie sabe lo que el destino puede deparar. Para Loli constituyó toda una aventura. Su papá le iba y venía por su imaginación, como si estuviera realizando una proeza o una inmensa fechoría.
Nunca se había encontrado, por la noche, sola con cuatro hombres y pegando carteles para una campaña electoral. Toda una mujer progresista es lo que se sentía. Esta gesta sería su trampolín para autoafirmarse.
Miguel decía que era muy niña, aunque no es el calificativo más correcto; más bien, inexperta podríase designarla y carente de etapas o circunstancias que nunca, aunque pasó por la Universidad, tuvo ocasión de vivir. Aquella noche, una satisfacción inmensa inundó su ser. Carecía de palabras y solamente se decía: ¡Qué bien lo he pasado! ¡Vaya ambiente! ¡Qué compañeros tan entregados! Estaba segura de que había caído en uno de los Institutos con más futuro de España donde la Lengua Francesa se impartiría utilizando lo que ella consideraba como los más innovadores procedimientos didácticos: murales, diapositivas, revistas pornográficas de París, y que los alumnos, a través de conversaciones, votaciones sin cuento, reuniones y críticas a la sociedad, aprendieran a hablar correctamente. Soñaba con viajes a Narbona y otras ciudades. Siempre había sido propensa a mitificar al «progre» de turno, pero en la Facultad fue rechazada y no pasó de etéreos runruneos platónicos. Ahora había encontrado a sus soñados héroes. Su periplo había comenzado y, como un ave parlanchina, repetía las frases sueltas que oía a sus mitificados compañeros. En los claustros se sintió segura, incluso levantó la voz para discutir a Bonifacio, sin tregua y con la fijeza de un terco, el derecho de los alumnos a fumar en la aulas: «Bastante represión tienen en sus casas. La sociedad elimina al individuo y el chico ha de salir de su alienación», repetía sin cesar. Bonifacio, profesor de Literatura, es un hombre sesentón; padece un asma asfixiante, pero sus argumentos no fueron escuchados por Loli en ningún momento; nunca le ha importado proclamar que luchó en las filas de Franco durante su cruzada.
Nachi envidiaba a Loli por su libertad de movimientos, pero la candidez de Loli no le permitía percatarse de tales resquemores y su llaneza le hacía contradecirse constantemente, puesto que no adoptaba jamás un criterio sólido, pensado por propia cuenta. Un día relataba sus andanzas juveniles en un colegio privado de monjas despotricando contra las infelices hermanas a las que llamaba por su nombre con el apelativo de hermana o madre. A todas las acusaba de antídotos del concepto «sexy». Decía: «¡Ah, qué medias! ¡Qué bragas tendidas en el patio de las madres! ¡Qué piel tan seca!»; y se reía zarandeándose de un extremo a otro de la acera, haciendo girar entre sus dedos las gafotas de sol que casi nunca llevaba puestas.
Germán, un profesor de Ciencias Naturales, compañero de seminario de Nachi, que cuenta muchos chistes verdes, se le arrimó en el bar confundiéndola y ella se apartó del viejo con cierto asco. Se puso colorado y salió por la tangente con una broma, dicha, naturalmente, a destiempo


43
En el Instituto de Nachi, a las diez y media de la mañana, suena un timbre estridente, mezclado con el vocerío juvenil de mil alumnos multicolores en sus atuendos, que atascan inevitablemente la puerta principal.
Juan, el conserje, exhorta a que salgan al patio con orden y no tiren en las escaleras los envoltorios de los bocadillos. El otro día murmuraba su perplejidad ante tanto desorden:
—Zalen como búfalos, embiztiendo. Parece que lez han puezto laz banderillaz. Mire uzté, don Damián —inquiría, mientras éste hojeaba el periódico en la conserjería, con gracejo ceceante—: en Alemania y en Zuiza, yo he trabahao dieciciete año y allí hay otra educación, zin dezpreciá lo que hay aquí. Allí, pa empezá, en el úrtimo colehio que yo trabahé, to er mundo con corrección: guten morgen, guten morgen, porque eran zuizo-alemane, y ni una cázcara de pipa por loz pazillo.
Juan accionaba como el mejor actor, alternando extensiones de la mano derecha e izquierda. Continuó sus gesticulaciones dando voces a un alumno de segundo hache que bajaba los escalones de tres en tres, haciendo retumbar escaleras y barandillas, después de interrumpir bruscamente: —¡oye chico, sin correr, y cierra la puerta!—. «A tempo»: —Miruzté, don Damián: en Ginebra, que allí le llaman «A Yenef», también, con mucha cortesía, que le llaman «polités», pero hablan francé. Eso ya, mayormente no es tan bueno como el cantón alemán. El cantón ez como aquí las automomías, sabuzté, pero muncho mehón. No zé cómo explicá.
Damián sostenía el periódico abierto y escuchaba sonriendo con la mitad de la boca:
—Porque yo, don Damián, zoy mu ozervaó y me fijo en tó. ¡Uh! en Ginebra, ni una mihilla de na vi nunca fuera de una pubela; porque ezo zi, papeleras, las hay en todaz partes.
—¡Arriba España! —saludó Alfonso Sierra con ímpetu brusco, intentanto asustar de modo infantil, a Juan y a Damián. Se cuadró y saludó como se hace en el ejército, dando un sonoro taconazo.
Alfonso Sierra Borrego vive en el mismo Instituto, en la Casita del Conserje, y se considera a sí mismo como el Conserje Mayor, incluso con más derechos que Juan; es guardia civil retirado, valentón, con unos mostachos que tapan su amplia sonrisa. Su mujer, siempre callada, ha conseguido una plaza de limpiadora del centro.
Alfonso se disponía a colocar un cliché en la multicopista al tiempo que dijo Juan:
—Don Damián, yo me estoy jartando de zacarle brillo a eza silla. A veces pienzo que no tendría que haber venío de Europa, ¿sabuzté? Pero allí también me jartaba. Cuando llegaba por las noches al Santra Social Protestán, no hacía más que oír la radio y unas casetes de Manolo Escobar.
Damián le preguntó:
—¿Qué es el Santra Social Protestán?
—Bueno, po... como aquí Cáritas pero muncho mehón. Allí viví durante toda mi estancia en Ginebra.
El Centro Social Protestante era un lugar lóbrego, constituido por barracones prefabricados de madera y «poliéster», llenos de literas; cada una con una taquilla y un cajón. Allí compartían una taza de váter y una ducha cada diez emigrantes. A las cinco de la tarde, después de freír unas salchichas por turno riguroso y calentar la leche, sentados en sus catres se disponían como las gallinas a esperar la noche, que era lo único que se hacía corto cuando no llovía, porque la mayor parte del invierno, los más sensibles pasaban noches de insomnio ante el pertinaz ataque de la lluvia sobre el techo.
Contando su vida Juan, interrumpió Alfonso Sierra las vueltas de la multicopista y le recordó:
—Pero allí comías, que en España no habías llevado plato caliente a la boca hasta que hiciste la mili; y cuéntale, cuéntale a don Damián dónde aprendiste a leer.
Juan torció levemente la cabeza, y con una tímida sonrisa contestó:
—Algo de verdá tiene lo que dice Arfonzo, pero no es ezacto. Lo que paza ez que no zé decir lo que ziento.
—Se lo digo yo, don Damián. Este hombre, un desgraciao por la mala cabeza de su padre, y gracias a don Francisco Franco Bahamonde, aprendió lo que sabe y tuvo un porvenir. Aprendió cuatro o cinco idiomas y hoy es quien es. ¿Es así o no es así? —requería Alfonso a Juan, quien torcía la cabeza al otro lado sin cesar en su perdida sonrisa.
—Tampoco fue como tú dices, Arfonzo; porque mi padre, todo el mal que había hecho antes de que lo fusilaran, es que era republicano.
—¡Pues ya ves! ¿A quién se le ocurre, meterse a republicano con una familia que sacar adelante? Hoy, gracias a nosotros, los franquistas, tenéis libertad, tenéis democracia, pero sin perder la compostura, porque el restaurador lo dejó todo atado y bien atado.
Don Damián no encontraba ocasión de intervenir y sólo preguntó:
—¿Por qué, Alfonso, dice usted que Franco fue el restaurador? ¿Usted cree que él restauró las libertades? ¡Vamos, hombre...! Las libertades, las restauramos los que luchamos en la Universidad durante duros años de persecución.
—¡Pero, hombre! —repuso Alfonso Sierra Borrego—. Parece mentira que, siendo usted profesor, no se dé cuenta de que al Rey lo puso Franco. ¿O ya no se acuerda usted? Y creó la Seguridad Social y tantas cosas. —Damián no se sentía a gusto con la conversación, e intentaba cambiar de tema. Juan, inmóvil, se balanceaba sentado en el taburete—. Además, venció al comunismo; que ese era su principal objetivo. Bueno, lo vencimos, porque aunque yo era muy niño, me acuerdo perfectamente que colaboraba en todo lo que podía. ¿Qué hubiera pasado en España si en vez de ganar los nacionales «fueran» ganado los comunistas? Pues que estaríamos pasando hambre como en Rumanía o en Alemania del Este; ¿o, es que no lee usted los periódicos? Usted, don Damián, yo no sé si su familia de usted, tendría posibles, pero la mayoría de los estudiantes que hoy son profesores, médicos, abogados, lo son gracias a Franco. Mire, yo soy sargento de la Guardia Civil; y si hice carrera, ¿por qué fue? —Se le encendían las venas más superficiales a medida que iba subiendo el tono de voz en su convencido monólogo—. Y tú, Juan, dile a don Damián cuándo dejaste de pasar hambre.
Cortó Damián al punto diciendo:
—Mire, Alfonso, si dejar de pasar hambre implica tener que marcharse al extranjero... ¿Usted cree que eso es mérito de alguien?
—Hombre, pues... vaya... ¿Se cree usted, don Damián, que este hombre empezó a tener una vida digna por sus méritos? Mire ahora: conserje, igual que yo que soy suboficial; el más señorito de los conserjes.
Juan seguía balanceándose sin hablar, recordando, a la vez que miraba de medio lado al militar, aquellas tardes grises, sentado en el borde de la litera de abajo, dejando pasar los años; también recordaba el prado en el que tanto rocío pisó al salir cada mañana, la nieve del invierno, a Rosana la italiana con la que llegó a hacer el amor una vez, quedando amargado y célibe para el resto de sus días: —«Espagnolo de merda, eiaculatore precoce»—, aquella voz estridente por la que sigue pasando vergüenza, los cincuenta francos suizos que le costó la habitación del hotel, el reloj que, con el azoramiento del caso, se dejó olvidado en la mesilla de noche, y aquellas «ubres» que nunca podrá olvidar. Y las sempiternas canciones de Antonio Molina y Manolo Escobar que tanta emoción le llegaban a producir.
—¿Qué tal se portaban las putillas suizas, Juan? —continuó Alfonso en tono más relajado y esbozando una pícara sonrisa—. Porque tú, maricón no eres. Sólo hay que verte mirar a las niñas de COU en la primavera. Se te ponen los ojillos coloraos. ¿Eh?
Juan seguía mirando al infinito, apesadumbrado porque alguien se hubiera percatado de sus miradas de reojo disimulado a las alumnas, cuando entraban y salían del centro; y mientras Alfonso volvía a su multicopista intentó Juan una venganza que pasó desapercibida por lo inocente:
—Esta tarde, a las ziete, te toca a ti quedarte para cerrar, porque, en el zalón de actos, ze celebrará la prezentación de un zindicato.
— A las ocho he de ir con mi mujer al ginecólogo, de manera que es todo lo que puedo esperar; además ya hace una semana que tiene concertada la cita.
Antes de que tocara el timbre de salida de la última clase de la tarde, distintos sindicalistas habían llegado al vestíbulo donde se intercambiaban saludos, formándose corrillos que se confundieron con la multitud en el momento en que los alumnos abandonaban las aulas.
Algunos profesores comenzaron a ocupar las primeras butacas a la vez que no pocos chicos y chicas de tercero y COU. La mesa presidencial la componían dos secretarios provinciales de acción sindical, un secretario de organización y otros dos o tres cargos menores de los que llenan la cabecera sin más cometido que el de hacer bulto.
En el pasillo contiguo al salón, Alfonso paseaba nervioso fumando cigarro tras cigarro. El silencio se apoderó súbitamente del recinto sin más voz que la del conferenciante, que al fondo se podía oír clara y exhortativa: «¡Vosotros sois una clara representación del profesorado progresista que hará de la democracia una realidad perenne, y los conceptos de solidaridad y justicia social los transmitiréis a vuestros alumnos con los que podremos contar, y a la vista está, dada su masiva asistencia a este acto entre nuestros militantes intelectuales, que junto con la realidad laboral ostentan la encumbrada labor de seguir transformando este país, para continuar con los que durante la clandestinidad, en la dictadura, algunos de nosotros comenzamos. Que la derecha reaccionaria y cavernícola no tenga ni una sola voz; ni siquiera un eco que resuene. Hemos de abogar por la disolución de las fuerzas represivas y que la Guardia Civil sea eso, civil y no militar, que ni oprima ni reprima!…»
El chirriar de la puerta del Seminario de Historia cesó con la vuelta de llave que dio Damián al abandonarlo.
—¿Se va usted, don Damián? —pregunta Alfonso.
—Sí, hasta mañana, Alfonso. Y que sea leve la espera.
—Hasta las ocho menos cuarto. Ni un minuto más, que yo también tengo derechos. Además con las barbaridades que está diciendo ese buen señor. La verdad es que me está... —bajó el tono de voz mirando a todas partes— tocando los cojones. ¡Qué sabrá él lo que es la Guardia Civil! Y ahí lo tienes, arengando a los niños.
—Bueno, Alfonso, no son tan niños. Ya dijimos que sólo asistieran los de tercero y COU; y esos ya tienen los «güevos» negros para saber utilizar su libertad.
—¡Qué libertad ni libertad! Arengar a los niños como el capitán de mi compañía hacía con nosotros. Eso es lo que pretenden. Les quedan diez minutos porque cierro el Instituto. ¿Usted cree, don Damián, que favorece algo a la enseñanza el que se mezcle la política en los Institutos? Yo, desde luego, no soy quién para decidir nada, pero me parece una barbaridad. Ya ve usted qué van a sacar esas criaturas de ahí.
—Bueno, bueno, pero eso no es política; dése usted cuenta de que son los representantes del sindicato.
—¿Qué más da? Si todo es lo mismo. En definitiva, política.


44
Durante la mañana del once de diciembre de 1982, inmediatamente después de comenzar la tercera clase, solamente rompía el silencio del Instituto la voz de Román explicando logaritmos detrás de una ventana abierta del primer piso, mezclada con el rítmico sonsonete de la multicopista que, como de costumbre, Alfonso Sierra Borrego manipulaba pasando clichés de exámenes en la cámara de cristales y aluminio. Juan, con las manos en los bolsillos, sentado en su taburete, perdía su mirada en la escalinata de la entrada. Al aparcamiento llegó un coche de la policía.
—Buenos días.
A Juan se le encogieron los músculos ventrales: —¡Buenos! ¿Qué dezean?
Respondió uno de los dos secretas:
—Quisiéramos hablar con el Señor Director del Instituto.
—No va a zer pozible porque aquí no hay director.
Se miraron sabuesos. El más gallito, con bigote hitleriano, engabardinado, rompió el fuego:
—No es ninguna broma, señor conserje.
El chaqueta cruzada azul marino se identificaba. Alfonso Sierra desenchufó la máquina e intervino prudente:
—No se ha expresado bien. Solamente quiere decirle que no hay director, sino que es una señora. Tú, quieto aquí, Juan, que yo los acompañaré al despacho.
Algo avergonzado corrigió Juan:
—En eztos momentos eztá dando claze, porque la directora también ez profezora.
Muy dispuesto, Alfonso Sierra tomó la iniciativa:
—Acompáñenme, que la llamaré ahora mismo. ¿Ha pasado algo? Consideraron al unísono una intromisión impertinente. Se sintió embarrado Alfonso Sierra cuando el jefe zanjó su pregunta:
—Eso, a usted no le compete.
—Perdonen, yo soy suboficial del ejército —envalentonado el conserje Alfonso Sierra.
Se distendió el ambiente ya que, comprensivo y paternal, el inspector azul marino, botones metálicos, echaba tierra sobre el asunto:
—Entonces, me debe usted respeto y obediencia, aunque podemos considerarnos compañeros porque yo serví a la patria como alférez de complemento en la I.P.S., en Monte la Reina.
Se le bajaron los humos al conserje:
—Disculpe usted, mi alférez; únicamente quería decirles que no me confundieran a mí con ese cateto —se mostraba confidente bajando el tono por si Juan pudiera captar algo desde lejos—, que no hay vez que no meta la pata. Siempre cree que lo sabe todo y a la hora de la verdad tengo que sacarle yo las castañas del fuego.
Durante este intercambio, llegaron al despacho de la directora, quien, como había asegurado Juan, a esa hora impartía una clase de COU.
Alfonso Sierra solicitó a los agentes unos minutos de espera en el vestíbulo, mientras subía a llamarla. Subió las escaleras como si un cohete lo impulsara y el culo le quedara retrasado en la carrera. Se ayudaba con la mano en la barandilla.
Pocos minutos fueron suficientes para que apareciera la señora, cardado el cabello negro en un copete y maquillada discretamente, en traje de chaqueta. Sobre el pecho, a modo de collar, finas gafas metálicas pendían de una cadena dorada.
Policías y señora intercambiaron saludos corteses; les ofreció asiento en el despacho y abrió el diálogo con tópicas maneras ofreciéndose a su servicio. Mientras tanto, Alfonso Sierra increpaba a Juan en la conserjería como a un párvulo. Después de la perorata comprobó que no había surtido efecto. Llegaron a discutir acaloradamente e incluso a mandarse «a tomar por el culo» porque Juan le recordaba que sería todo lo guardia civil que quisiera, pero en la vida civil democrática nadie es más que nadie; a ver si se iba a creer superior por conservar, desde que estuvo en el ejército, un pistolón en su casa. ¡Caramba!
Sin más preámbulos que las presentaciones rutinarias, los agentes entraron de lleno en el asunto: la sospecha fundada caía sobre un profesor y los alumnos del Instituto que durante el verano pasaron por Astorga. De la catedral y del tesoro no faltaba nada, pero en el archivo habían desaparecido dos valiosos pergaminos medievales. Con la máxima prudencia tomarían las huellas dactilares, pues, sobre una superficie bruñida del Tumbo Viejo de San Pedro de Montes, habían sido impregnadas con nitidez las del delito. Sería necesario llamar a los chavales. A don José Antonio Arias Marculeta no sería preciso porque las habían comprobado y no correspondían; se archivaban en la comisaría de Astorga desde hacía dos años, desde que intentó sustraer el Tumbo. De ese profesor ya tenían datos. En un principio, sobre él caía el peso de la incertidumbre, pero indefectiblemente había quedado excluido. Con seguridad absoluta, uno de los chicos había sido. ¡Sí señora!, además tenemos facultades judiciales, si fuera preciso, para entrar en sus domicilios. Bien pudiera ser que hubiera cometido el robo cualquier turista; por qué iban a ser nuestros alumnos; como si únicamente ellos hubieran visitado el archivo en el estío; incidirá en la imagen de nuestro centro. Ya sabemos que no es responsabilidad de los profesores ni de nadie, ni siquiera de sus padres, pero la sociedad es como es y no hay quien pueda librarnos de conjuros conscientes o subconscientes. Sería mejor facilitarles las direcciones de los alumnos excursionistas y que aprovecharan la prerrogativa de investigar en las casas particulares, aunque eso hubiera tenido lugar si los alumnos hubieran realizado la excursión por su cuenta sin que ningún profesor los hubiera acompañado; además estaba concertada la visita para las cinco de la tarde de un día determinado, y justamente por la formalidad de la que hacen gala los maragatos, el archivero, ausente por necesidad imperante, encargó a un sustituto; y aquella tarde sólo se concedió la excepción susodicha. Llevar a cabo la dirección del centro sólo acarrea problemas y ya está bien pechar con los derivados de los aspectos académicos concretos, pero tener que soportar los derivados de una excursión en un lugar a mil kilómetros... Por una parte la Administración, por otra los padres de los alumnos, sin olvidar el personal no docente; hoy precisamente están de baja cuatro de las cinco señoras de la limpieza, y están las clases hechas una porquería porque los profesores «progres» animan a fumar a los alumnos con su ejemplo; y ahora esto... ¡una investigación policial en marcha! La cabeza puede estallar en cualquier momento; y otros llamándome fascista por intentar que la enseñanza funcione. El otro día salió mi nombre en los periódicos tachándome de antidemocrática y franquista; y yo no soy de nada sino profesora y directora de un centro público. A veces me dan ganas de arrojar todo por la borda y que tire del carro el buey que más muja, que es muy fácil estar suelto y lamerse en el prado sin más trabajo que dar una coz al primero que pase. Toda mi culpa se sintetiza en haber aprobado una oposición a cátedra. Todavía no han asimilado que la sociedad a la que nos debemos nos demanda seriedad en nuestro cometido. Tuve que comerme las entrañas en el claustro pasado al oír a un agregado, de los que nunca hubieran aprobado unas oposiciones de ciento cincuenta temas, llamarme puta fascista retorcida cuando informé de la relajación de la disciplina y de los partes de faltas del alumnado. Definitivamente no asumo más compromisos; es mejor «profesoribus vulgaribus»; ahora pechar con lo que se avecina: ¡colaboradora de la policía! Esta no es la democracia que anhelábamos cuando en el campus corríamos delante de los grises en los años sesenta y tantos. Ahora resulta que soy vieja a los cuarenta, y burguesa, como me denominan los profesores que no llegan a treinta. Yo creo que lo más prudente será avisar a los padres de los alumnos antes de proceder a la toma de las huellas. No hace falta, es una simple prueba incruenta contemplada por la ley vigente, y una vez rescatados los documentos será cuestión de una regañina y tirar lo sucedido en el cesto de los papeles, ya que el señor Obispo retirará la denuncia a instancias nuestras con seguridad total y absoluta; y quedará como cosas de estudiantes, irresponsabilidades juveniles sin más trascendencia. Será preciso llamar al Vasco antes de nada, para ponerlo en antecedentes, aunque el policía más jefe no opina lo mismo, que ya es viejo en el oficio y en actividades policiales no hay que fiarse de nadie, y mucho menos si se aparenta despistada inocencia; por eso Candi, la directora, aprieta el botón de un timbre y se persona el conserje Alfonso Sierra Borrego con aires marciales y temple sumiso:
—A sus órd... —tuvo un lapsus—. Dígame usted, doña Candelas.
Triunfó la tesis de Candi adelantándose a los policías:
—Haga el favor de llamar a don José Antonio Arias Marculeta —consultaba el cuadrante después de abrir el cajón de la mesa—, que está dando clase en el aula de primero hache.
—¿Qué habrá hecho este pollo? —pensaba el guardia civil retirado mientras que mil veces ensayada, repetía con técnica certera la maniobra de subida por las escaleras: culo salido y manotazos en la barandilla.
—Que lo llama a usted doña Candi, pa un no se qué que ha pasado —le dijo de vuelta por el pasillo de arriba. Los alumnos se alborotaron y Alfonso Sierra retrocedió para poner orden.
Al ver el Vasco, encima del despacho de la directora, el maletín de cuero con los utensilios de tomar las huellas, controló los esfínteres anales: ya había sufrido una experiencia. Se le nubló la vista y veía gatos negros, gatos blancos destripados, indumentaria sacra por las esquinas; oía maullidos agonizantes; no fue capaz de pronunciar palabra.
—Tranquilícese usted —dijo el policía bueno observando el gesto babélico—. ¿Era usted el monitor que con sus alumnos visitó el museo de Astorga este verano?
Se abobalicó el Vasco:
—Pero eso no es ningún delito.
El policía «malo», gaudioso, repantingado en el sofá, labio inferior aglutinado, codos sobre los brazos de cuero y las manos juntas bajo la barbilla se reservaba:
—Este cabrón sabe algo. Habrá que tirar del hilo. —Preguntó burdamente—: ¿No le suenan a usted unos pergaminos?…
El Vasco se arremolinó en el gatuperio.
El policía «bueno» pretendió frisar y remendar en lo posible la entrada del comisario:
—Verá usted: entre los posibles bromistas —rectificó el orden de la frase—, parece que a uno de sus alumnos se le pudo ocurrir gastársela al Obispo de Astorga, y quisiéramos saber en qué lugar del archivo escondió dos pergaminos medievales. Como allí hay tantos libros sin clasificar, tantos pergaminos, tantos documentos; en definitiva, toda la historia de la Diócesis... se ahorraría el archivero días de trabajo para encontrarlos. Si usted, por las buenas, se lo saca, queda todo en una broma y aquí no ha pasado nada; de lo contrario tendremos que tomar las huellas y actuar por la tremenda.
Quedó el Vasco algo más sereno en su aturdimiento pensando que le daría tiempo a urdir una de las suyas.
—Yo, desde luego, no sé nada, pero no se preocupen: si me dan un día de plazo para actuar con tacto, sin duda me las arreglaré para averiguarlo.
—Es lo más prudente —sentenció Candi liberada del ochenta por ciento del peso—. Mañana los esperamos.
Candi y el Vasco acompañaron a los detectives hasta la puerta del Instituto. Cuando retornaban salió Juan de su garita:
—¿Qué? ¿Ya ze ha zolucionado todo?
Candi necesitaba una disculpa para reventar y manifestó su enojo concentrado:
—¿Todo, qué? Una y mil veces le he dicho, Juan, que se ocupe de su trabajo. En vez de estar a la caza de un cuchicheo, mire a ver qué hay que hacer. Hace dos semanas que nadie recoge unas sillas del patio. Menos mal que este año ha venido seco y no se han mojado. ¿Que le tenga que decir yo esto? ¡Vamos, hombre…!
Pensaba Juan para sus adentros:
—¡Tu puta madre y tuz muertoz! ¡Chocho loco! ¡Yo también tengo derechos! En el régimen laboral del conserje bien claro no dice que sea yo quien tenga que acarrear como un burro. Bien claro me lo dijeron en el «zindicato». Que recojan laz zillas loz profezores que las han zacado pa ezcohonarze haciendo el pamemo con unaz mázcaras. ¡Si ezo ez dar claze...! Tú tranquilo, Juan; ella que ladre, que zus «ladríos» no manchan mis manoz; tú a lo tuyo: a vigilar, que no desgasta.


45
El Vasco, entre clase y clase, salió del Instituto y tomó una tila en el bar más cercano. No quiso conversar con ningún compañero; hojeaba el periódico contemplando el infinito y no acertaba a reconstruir los acontecimientos de la catedral de Astorga. Por más que cavilaba no encontraba medio de cubiletear para abordar a Leo y sonsacarle la realidad de los hechos.
Durante la última clase de la mañana improvisó un examen a los alumnos de primero, quienes protestaron enérgicamente, representados por el delegado de curso. Calmó los ánimos con el manido artificio de una promesa: únicamente serviría para subir nota en la primera evaluación que se avecinaba, pero no para bajarla. Se veía obligado a mantener el estandarte en la cúspide y con aquella congoja embriagadora desilusionaría a los alevines, poco más que «borreguillos», porque no tenía el ánimo como para dar clase. Su aliento quedaba cautivo en los pulmones como si padeciese bronquitis asmática, en tanto que sus candorosos alumnos se aplicaban en el ejercicio. Después de darle muchas vueltas determinó entrar por las bravas a Leo, ya que no estaba lúcido para perífrasis. Sin duda, surtiría efecto una amenaza con los tribunales de justicia.
Eva lo esperaba a la salida, pantalones estampados, jersey suelto de lana tupida y un manojo de apuntes aprisionados contra el pecho, abrazándolos; también la regla y un juego de compases dentro de estuche transparente: la última clase de la mañana había sido de dibujo técnico; se apoyaba sobre el muro de la entrada forzando escoliosis momentánea. A Juan, el conserje, siempre le había llamado la atención aquella niña, y al verla a través de la cristalera, tan seria, mirando al suelo, por contra a su jovialidad indeleble, se instaló en su convicción certera de que Eva y el Vasco andaban metidos en un asunto de drogas. Dos alumnas de segundo paliqueaban a paso ligero mirándola de reojo: Eva y el Vasco se servían en comidilla para todos los gustos.
Después del último goteo, vacío el Instituto, envuelto en mudez y olor a tiza, tras juvenil jolgorio de salida, trotaba el Vasco con las manos en los bolsillos de la chupa de cuero. En el encuentro no hubo remilgos ni arrumacos como de costumbre. Eva le espetó fieramente:
—¡Estoy embarazada!
El Vasco asentó las plantas guardando el equilibrio, ya que una leve brisa lo hubiera tirado de bruces. Reaccionó al instante pronunciando un tópico:
—¡No es posible después del cuidado que hemos tenido!
Con semblante resignado continuó Eva:
—Pues, ya ves: ¡misterios de la genética! Estoy de una falta.
Sospechó el Vasco que se trataba de una broma de mal gusto:
—Con estas cosas no se juega. Si es un negrito, yo me lavo las manos; si nace con gafas y un lunar como este —señaló con el índice torciendo el cuello— me reconoceré el padre con todos los deberes y derechos.
Eva simuló un lloriqueo:
—Nunca pude pensar que lo tomarías a guasa.
Con retorcimiento desmedido había planeado la tropelía: a una amiga de su madre, que estaba preñada, le había pedido un frasco de orina: «Tengo que presentar una práctica en el laboratorio de Biología, en el Instituto, y se me ha ocurrido llevar orina de embarazada y una rana macho. ¡Seguro que Nachi me pondrá una buena nota si me sale bien la prueba de Galli Mainini, que así se llama». —«¡Qué asco!» —apretaba los labios la vecina y movía las orejas y el cuero cabelludo de tal manera que, si no hubiera tenido redecilla, se le hubieran caído los “rulos” de la ensortijada cabeza. Eva se reía mientras escuchaba: —«¡Ay, hija!... ¡Qué guarrada! Si hoy día ya se hace en las farmacias». —«Más asco te daría si vieras al “rano” escupiendo esperma por la cloaca después de inyectarle tu orina». —«Calla, calla, que me dan arcadas; todo sea por tu buena nota. Cuando tenga ganas de hacer pipí, ya te prepararé el frasco». —«Eres un cielo, Inmaculada. Mereces veinte besos en cada mejilla». Sonrió Inmaculada, y Eva le achuchó la cara contra la suya.
—Te esperaba para que me acompañaras a hacerme un análisis. Aquí tengo la orina —sacó de la bandolera un frasco estéril envuelto en papel de estaño—, aunque no sería necesario, estoy segurísima. Hemos de casarnos cuanto antes, podríamos aprovechar las Navidades.
El Vasco ya estaba medio curtido y no se fiaba de la muchacha; además, hizo rápida memoria de los infalibles medios anticonceptivos utilizados. Su interés se polarizaba en otra parte:

—Ahora no puedo acompañarte. Tengo las horas contadas para solucionar un asunto importante —le contó pormenorizadamente la visita de la policía. Eva desistió de machacar hierro frío y se despidieron hasta mañana.

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