miércoles, 24 de agosto de 2016

EL BACO (Capítulos 6, 7, 8, 9)










6
(N. Paganini. «Capricho No 3. Op. 1»)
Sin más interés que la observación del talante de Eva con aspecto vigilante y reflexivo entre sus juguetones compañeros, pasaron el resto de la tarde preparando la cena y una hoguera, después de volver de la piscina.
Todos los muchachos estaban agotados y la pretendida velada pirómana al aire fresco del Teleno quedó truncada por el sueño profundo, interrumpido, en varias ocasiones, por un lamento. Ni siquiera mostraron curiosidad por saber si se trataba de una anciana moribunda o de una pareja que aparcó muy cerca en un coche utilitario.
7
Al día siguiente, Mónica y Héctor se prestaron voluntarios para cuidar las tiendas mientras sus compañeros se zambullían en la historia de las murallas, del tesoro, del museo; y a las cinco en punto de la tarde todos agradecieron el frescor del archivo con sus paredes de piedras ciclópeas contrastando con la temperatura de la calle, que abombaba la brea y casi derretía el cemento.
—No se queden en el umbral, pueden ir pasando hasta la primera sección.
—Somos quince: profesor y alumnos malagueños…
—Ya, ya me lo dejó escrito el archivero, que está de vacaciones —dijo el sustituto, un cura de los de treinta y tres y nunca treinta y cuatro botones: ¡como la edad de Jesucristo!, con una sonrisilla constante, la voz muy tenue, tez sonrosada y una calva que brillaba tanto como sus negros zapatos redondos.
Pablo y el Vasco se cruzaron la mirada satisfechos mientras el canónigo seguía con su monólogo entre el silencio:
—Todavía tenemos sin catalogar toda esta sección, no hay mucho dinero; lo más interesante es esto —señalaba con la mano lenta dibujando un pase natural de torero—. Mucha historia encierran estos muros sempiternos.
Después de una pausa, prosiguió: —¿Quién es el profesor?
—¡Un servidor! —inició el Vasco ademán de adelantarse al grupo. Utilizó esta expresión para que el cura estuviera más contento.
—Claro, es usted joven, casi como ellos. —Cambió la mirada e indicó a Leo—: lo siento, jovencito, esa máquina de retratar, has de guardarla porque está prohibido... Pablo y el Vasco se volvieron a mirar con desasosiego.
—Vayan pasando y vean los palimpsestos —siguió el clérigo.
—¡Qué rollazo! —protestaba en voz baja Oscar García Moreno; a lo que contestó, inquisitorial, el Vasco:
—¡Pues has terminado segundo, por lo tanto ya eres de tercero!
Y así, alternando el aburrimiento de unos, el nerviosismo de Jorge y la intriga de Pablo y Leo, iban quemando los minutos obligados de visita al archivo di cesano.
El Vasco comprobaba que la distribución del archivo en nada se parecía a la que él mismo había visto cuando entre sus manos había tenido el Tumbo dos años atrás; incluso, se habían realizado obras de tabiques con puertas; y poco a poco se le caía el ánimo al suelo, por lo que, mientras sus alumnos daban vueltas y más vueltas alrededor de los legajos, ora en vitrinas, ora en estanterías toscas, pasaron por su mente infinidad de planes para sus pretensiones de fotografiar los documentos que le interesaban. En esto, clavó sus ojos en la ventana umbría de madera sin rejas, cerrada con un pestillo de hierro, con las contras abiertas, desde la que se divisaba un patio verde oscuro y húmedo que, a su vez, daba a una vidriera de la sacristía.
Con mucho disimulo y sin hacer el menor ruido, aprovechando que el cura vigilaba a los muchachos, desenganchó el pestillo para que la ventana pudiera ser abierta desde la parte de fuera; inspeccionó todos los detalles antes de preguntarle al sustituto del archivero:
—En este archivo, ¿existe documentación sobre monasterios?
A lo que el cura respondió:
—Por supuesto, muy abundante; pero creo que el más importante es el Tumbo Viejo de San Pedro de Montes; pase por aquí que se lo enseño. ¿Lo ve usted? Es ese libro con pastas de tabla y cuero.
Al reconocerlo, se le humedecieron las manos al Vasco por un momento, y una inspiración profunda infló su pecho.
Continuó el cura diciendo:
—Todas sus hojas son de piel de cordero..., veintitrés por treinta y tres centímetros.
Le interrumpió el Vasco:
—¿Podría usted explicarlo a todos?…
—Por supuesto.
—¡Acercaos, y sacad el cuaderno! —voceó el Vasco en tono medio, dando una palmada tímida.
Muy pronto, los obedientes formaron corro en torno al reverendo, lápiz en ristre, como si fuera el comienzo de un torneo.
—Me estaba informando el Padre, que el Tumbo Viejo, está encuadernado en piel fuerte sobre gruesas pastas de tabla que soportan pergaminos escritos por un fraile en el siglo decimotercero. Continúe, por favor…
—Poco puedo yo decir del Tumbo Viejo. El que sabe es el archivero, gran historiador y experto en este tipo de documentos. No deben marchar de la provincia sin visitar las ruinas del monasterio, entre los riscos de los montes Aquilanos, allá, en el Bierzo. La Iglesia se conserva entera, pero el resto lo arrasó un incendio. Se dice que los frailes, lo mismo que estos escritos, pudieron salvar cuadros antiguos y otras pertenencias del convento; y quizá la rapiña de los pueblos se llevó lo más valioso de ellos. Están escritos en latín muy imperfecto con encabezamientos en castellano antiguo que resumen el contenido entero. Otros están escritos en castellano antiguo, tanto la escritura como el encabezamiento —el cura confundía leonés con castellano.
—En esa época —interrumpió el Vasco—, resulta raro que en León se escribiera castellano.
El cura no supo contestar, aprendía sus discursos y sermones de memoria, quiso enlazar sus palabras, y tras esta pausa, abrochó los dedos de sus manos blancas, miró místico al techo y comenzó casi de nuevo:
—La Iglesia se conserva entera. Les había dicho que no dejen de visitarla. ¡Ah! y tampoco se olviden de otra iglesia cercana en el monte contiguo: la de Peñalba de Santiago. Se dice que con las piedras del monasterio de Peñalba se construyó todo lo que ahora es el pueblo. El resto del monasterio de San Pedro de Montes lo destruyó un incendio en el que algún fraile murió por salvar cuadros antiguos, el Tumbo Viejo, y otras pertenencias del convento. Sin duda la rapiña de los pueblos se llevó lo más valioso de ellos. Los pergaminos que conservamos en este tumbo están escritos en latín monástico, muy imperfecto. Mezcla preposiciones con declinaciones y barbarismos semejantes por todas partes; pero los conocedores de lenguas clásicas lo entendemos perfectamente, una vez que alguien como el archivero haya descifrado la caligrafía. En cuanto a lo que dice usted, humildemente he de decirle que no sé contestarle; quizá sea leonés y no castellano. Se dice que hasta hubo un cisma en el monasterio. También se dice que bajo los escombros de la sala capitular todavía reposan escondidos varios tesoros, y en algún otro lugar, se esconde un retablo sacrílego del siglo onceno. En esos siglos oscuros de la Edad Media, debió de existir un culto soterrado a un dios pagano, y los pueblos estaban divididos según el culto que profesaran: unos al Dios verdadero y otros al dios de los malos espíritus. Los más viejos de los pueblos lo cuentan como cierto, aunque ya se han ido muriendo los que lo contaban. Yo no lo creo, si bien es cierto que en el Museo de los Caminos, que habréis visto, y si no, os lo recomiendo, hay una estatua del dios del vino que se encontró en estas tierras, con una antigüedad de más de dos mil años. Yo mismo, cuando he tenido que ir a casar a los pueblos, después de la boda, al salir de la Iglesia, en el altozano, he oído a las mozas cantarle a la novia esta canción:
«Esta sí, que llevó la gala,
esta sí, que las otras nada,
esta sí, que llevó la flo - or,
esta sí, que las otras no - o».
Y, como recitando una salmodia, entonan los mozos, a modo de estribillo, otras letrillas que no encajan en absoluto con la anterior:
Bebed licores mozas,
Dulzainas tocad mozos.
No os dejéis engañar
En este día de bodas,
Porque si lo hicierais Iríais a trabajar;
Que la novia y el novio
Ya nos van a convidar.
Abandonando el tonillo de su recitativo, en tono coloquial prosiguió: —Antiguamente iban a la bodega del padrino; y algunos, ya comenzaban allí a ponerse piripis antes del banquete. Esta costumbre ya no se conserva. Desde luego, lo cantan y no saben por qué; sólo me han dicho que ha sido siempre así, que ya desde mucho antes de sus tatarabuelos se cantaba... Bien, volvamos al Tumbo.
Se percató el cicerone de que, hilvanando, hilvanando, se había marchado a otros mundos e, inexplicablemente, nada ni nadie de los presentes rasgaba el persuasivo monólogo. Y mirando el reloj de pulsera continuó diciendo:
—Aunque... se me hace tarde, porque he de ir a decirles misa a las monjas de «Sanctispíritus». Tengo que cerrar, ya son las cinco y media.
Pablo se hizo el remolón y para salir quedó el último, al lado del Tumbo.
Entre murmullos emprendieron todos una marcha lenta hacia la puerta. Abierta ésta, un resplandor deslumbrante inundó el recinto. El cura volvió el semblante de seda y lo convirtió en áspera estameña, contuvo su ira y corrió hacia atrás dirigiéndose a Pablo:
—¡Eres muy desobediente, hijo!
Pablo, con su cámara colgada al cuello, intentó disculparse: —¿Es que no puedo llevar un recuerdo?
El cura, muy enojado, le dijo rubicundo levantando el dedo:
—¿Encima me contestas? Si hubiera estado aquí el archivero, hubiera llamado a la policía para requisarte esa máquina. ¡Anda presto, perillán malagueño!
El Vasco, retrocediendo unos pasos hasta el sitio del desafuero, instó a que salieran deprisa:
—¡Pero... Pablo, por favor! ¿Tú no oíste que está prohibido —le guiñó el ojo izquierdo— sacar fotos aquí dentro? —bajó el tono—: perdone usted; estos chicos son muy buenos, pero siempre hay algo por lo que los profesores hemos de reprenderlos.
8
Se encontraron en la calle un poco abochornados, pero pronto reacciona ron después de verse libres de la presencia severa del pulquérrimo dómine, puesto que sin retornar al evento de Pablo, caminaban Juanita, Eva, Ana, Clara e Inés conversando sobre cualquier cosilla sin importancia, a pesar de que en su charla entrelazaban distintas opiniones sobre el viaje que andaban realizando, al tiempo que el resto de chicos y chicas levantaron paulatinamente la voz hasta llegar a discutir la prosecución del itinerario, calle abajo, hacia la plaza del General Santocildes donde habían quedado; y todos pensaban, aunque sin comentarlo, que el Vasco debía de estar atreviéndose a reñir a Pablo, quien, con su amigo Leo, se había quedado rezagado a paso lento. No cesaban de accionar con ambas manos:
—Si os atrevéis, desde luego, será la aventura inenarrable —decía el Vasco—. ¡Desiste, no creas que es tan fácil! Si no hubieras utilizado el flas... ¡Desiste de tal idea! Sospecharían de nosotros... ¿Quién otro hubiera podido sustraerlo?... Ya dejé yo abierto el pestillo de la ventana.
—Yo te vi, y pensaba: ¿para qué hará eso el Vasco?
—¡Tío! ¡Qué cerca lo hemos tenido! —Pablo no dejaba de exclamar—. Además, con el nerviosismo, me parece que esta foto la tiré al pergamino anterior — chascaba nudillos derechos contra la palma izquierda—. ¡Si casi no veía! ¡No pude leer nada! No entendía ni jota; sólo unos números romanos. En el último momento, decidí disparar con flas a velocidad sesenta, pensando que el cura no se enteraría. A ver qué sale cuando la revelemos. ¡Qué coño! ¡Tenemos que robarlo! ¡Yo no me voy de Astorga sin robarlo! ¡El cabrón del cura... la madre que lo parió! —se enjugaba el rostro con las manos tras risas intermitentes—. ¡Me pilló con las manos en la masa!... Ja, ja, ja, ja... —prolongaron los tres, durante mucho tiempo, la carcajada.
—Es que, ¡macho! —prosiguió Leo apagando las risas— ¡vaya un fogonazo! Yo me asusté de momento, creí que habría pasado algo. ¡Jo! ¡Colega! Además, con aquella penumbra... más contraste. Y también —más risas—, no sé qué me llamó: ¡Ah! ¡Sí!... Me llamó desobediente.
Poco a poco fueron calmando su mitad juerga, mitad nerviosismo.
—Ahora en serio, Pablo —simuló el Vasco formalidad de adulto—, por favor, ni se os ocurra robarlo; intervendría la policía y saldría cara la broma. Desde la sacristía de la catedral, abriendo la vidriera, saltaréis al patio, y desde allí, no es necesario que os hagáis daño porque vi entre las yerbas un bidón vacío, un montón de ladrillos y un tronco cortado; y podréis utilizar todo a modo de escalones; además no está muy alto. Estamos en luna llena y no vais a necesitar las linternas. Vamos a comprar más pilas para el flas y otros dos carretes. Ya que estamos dispuestos solamente a fotografiarlos, por fotos que no quede. Sobre todo el pergamino de la miniatura.
—Tendremos que llevar bocadillos para cuando apriete el hambre.
—¡Bah, hombre! No es necesario. A las doce ya estaréis fuera, y yo os estaré esperando a la entrada del atrio. Os tendré preparadas coca-colas por vuestro trabajo estupendo. En la contraportada de la tesis se leerá: «A Leo y a Pablo, por su colaboración impagable». Ahora, vamos antes de que cierren y os enseñaré qué puerta de la catedral se puede abrir desde dentro levantando la manilla del cerrojo vertical de la doble hoja de las puertas grandes. La pequeña tiene cerradura de llavín y es infranqueable.
—No hace falta que te vengas con nosotros —dijo Pablo muy confiado—; todas las puertas grandes son iguales, y, aunque tengan la llave echada, se pueden abrir por dentro desenganchando el cerrojo vertical de hierro. Quedaron advertidos de esperar en la plaza y has de estar tú allí, con todos, para que nadie sospeche de nuestro paradero. Ya te las arreglarás para que no se note nuestra ausencia.
—¡Hasta luego, a la luz de la luna, como los románticos!
El Vasco, sin ningún escrúpulo, dejó a los muchachos de diecisiete años, un poco inconscientes de dónde se habían metido, envalentonados y respaldados por el profesor que mejor había sintonizado con los alumnos en toda la historia del Instituto, quien pensaba que había llegado, quizás, demasiado lejos; pero las cosas se fueron torciendo y no quedaba más remedio.
—A los chicos sanos cualquier profesor puede utilizarlos. ¿Verdad, Vasco? Al Vasco se le enredaba cada día más, en la cabeza, su heterónimo, con el que mantenía continua y tensa relación que provocaba en él una preocupante zozobra de identidad. A veces se sentía autor de su propia vida, que era como de personaje de novela, y otras se sentía como hijo de nadie, como si hubiera nacido por generación espontánea. Cuando reñía uno al otro, se alteraba de tal modo que le sudaban las manos. Por el contrario, cuando el otro, sosegado, respondía, dejaba de segregar adrenalina; era este equilibrio el que, sin saber por qué, había ido encontrando, y se mantenía como si caminara por una cuerda agarrado a una barra, con ambas manos separadas y tensas.
—Déjame en paz. Han ido ellos porque han querido. Ya son de tercero. Déjalos que usen su libertad sin ambages. Bastante libertad les quitan sus padres.
—De manera que no quieres reconocerlo. Yo creo que lo más abominable es aprovechar su juvenil fuerza de embestida para catapultarlos al vacío.
9
(J. S. Bach. «Toccata y fuga, do menor»)
Allá van los ladronzuelos, decididos, contentos; estuvieron en un tris de que el pertiguero se fijara en ellos al entrar en la catedral poco antes de cerrarla. El organista ensayaba un preludio de Bach, y la luz de las vidrieras se amortiguaba por momentos. En la capilla de la derecha, aprisionado por las tablas de un confesonario que parecía un trono, el Deán de frente, algo inclinado; y una mujer con un libro y un velo, de lado.
Al mirar el rosetón desde dentro le dijo Pablo a Leo:
—¡Tío! ¡Mira qué guay! Parece un caleidoscopio. Cuando le dé el sol de lleno... de alucine... ¡Colega, es acojonante todo! Escucha..., escucha el órgano.
Solamente habían visitado la deToledo, muy deprisa, cuando ni siquiera miraban para el techo, cuatro años atrás, durante el viaje de fin de curso con el colegio. —¡Mira qué tía! ¡Estas esculturas son muy buenas! Tiene las tetas al aire y han pintado un vestido encima.
Un bajorrelieve del retablo representa una sibila recostada, como las majas de Goya. Gaspar Becerra la esculpió desnuda con todas sus formas anatómicas marcadas, pero alguien se ha entretenido en pintar encajes y tules sobre el pecho y sobre el vientre con el ombligo hundido.
Cesó el órgano en atronador silencio.
Pisando sepulcros de obispos, continuaron el recorrido leyendo epitafios en el suelo, hasta que se sentaron en un banco negro, muy antiguo, de nogal, en el crucero, al lado del púlpito.
Del confesonario salió la dama de negro dando pasitos cortos y veloces, se arrodilló a su lado con la cara entre las manos, y de su boca salían eses que expandían en el santuario su ambiente tenebregoso al multiplicarse sus ecos contra los sillares. Al momento, el confesor, todavía con teja y manteo, abandonó la Iglesia en un chirriar de la puerta pequeña. La señora se santiguó muy despacio, recogió el echarpe, miró a Pablo y a Leo, apagó la única vela del tenebrario y se repitió el chirrido anterior en el quicio de la misma puerta.
—Ya no hay nadie —dijo Pablo mientras miraba a todas partes.
—Vamos a la sacristía.
—Todavía es pronto. Tiene que hacerse de noche para poder saltar al patio.
—Si se nos hace más de noche aquí, yo me cago, tío.
—Esto es un cementerio.
—Yo me cago, tío.
—¿Qué te crees que nos van a hacer los muertos?
—Estamos a tiempo, Pablo. ¿Nos vamos?
—¿Y las fotos?
—Que le den «por culo» al Vasco y a sus tesis y a sus mierdas. Venga, nos vamos.
Súbitamente irrumpió una voz estridente retumbando, como si se cayeran las bóvedas: «¡Que se cierra! ¡A cerrar...!» Se mezclaban los ecos con los del tintineo que, al compás de unos pasos humanos, producía un manojo de llaves de hierro. Saltó Pablo del asiento, y en un segundo se vieron los dos en la sacristía. Leo aplacó un poco su taquicardia galopante diciendo:
—¡Vaya susto, tío! ¿Qué es eso?
—Has conseguido asustarme a mí también —dijo Pablo algo alterado.
La voz se iba acercando cada vez más fuerte: «¡Que se cieeee...rra! ¡Aaaaa cerraaaaaaaar! ¡Din-gui-lin-dlin, cieeeerrrrr... di-lin-dlin... rraaaaaa.... rraaa... rraa... rra... lin…dlin...!»
Las pisadas del sacristán pertiguero fueron acercándose a donde ellos permanecían quietos, detrás de la puerta, que cerró con tal crujido de bisagras que Leo creyó resquebrajarse los arbotantes mientras mantenía la respiración mirando al techo. El misterioso hombre echó el cerrojo por fuera dejándolos encerrados dentro.
Alejado que se hubieron las infernales voces con el tintineo, formaron un dúo de resoplidos.
—Debiéramos habernos ido —continuó Leo, pupilas dilatadas de miedo a la oscuridad del aire aprisionado entre los paramentos—. ¿Ahora qué hacemos?
—Lo que habíamos planeado.
—¿Y si no somos capaces de abrir esa vidriera?
—Tendremos que comprobarlo primero. ¿No?
De un brinco, se puso Pablo de pie encima de una mesa brillante, muy vieja, tallada con motivos vegetales, muy negra; en el centro un escudo episcopal. Casi da una patada al cáliz que soportaba los corporales y la patena. Se empinó de puntillas; estirando sus brazos intentaba abrir la ventana ojival diciendo:
—Dame algo, ¡tío!, que no llego. Por poco no llego.
Raudo Leo, le acercó una banqueta desde el lado contrario de la sacristía. Pablo hacía fuerza hacia arriba, prominente el esterno-cleido-mastoideo con sus venas salidas.
—¡No puedo, tío! Esto, no lo abren desde hace más de un siglo. Necesitaríamos un martillo. Abre esos cajones y dame algo duro.
—Yo ya no veo.
—Pues saca la linterna, ¡coño! ¿Para qué la hemos traído?
—Toma y golpea; que le den «por culo» a la linterna.
—¡Estás jodido, macho! No pensé que te ibas a poner tan histérico; y luego: ¿cómo nos las arreglamos para ver en el archivo?
—Pero... ¿no nos vamos?
Sin hacerle caso, Pablo saltó al suelo y empezó a abrir cajones muy grandes, de madera negra, muy viejos; también estaban tallados con escudos, mitras e indescifrables filigranas. Procuraba no deshacer el orden en que encontraba casullas, albas, dalmáticas, tulicelas, cíngulos, amitos, manípulos, y los ropones de los monaguillos.
—Aquí no hay nada que sirva. —Se agachó, y de la puertecita inferior sacó una palmatoria de bronce, tallada, muy vieja, con la vela gastada, la base llena de cera, apenas una pizca de pabilo le quedaba—. Esto me sirve «pa» pegarle unas leches a la manilla, pero esperaremos un buen rato.
—¡Venga Pablo! Dame ese cacharro, que lo haré yo.
—Estás loco. Que nos van a oír; todavía es muy pronto.
Saludaba Isis llorando estrellas por la vidriera.
—¡Tiene guasa esto! A la luz de la luna, como los románticos —decía Leo, recordando; y se precipitó en sus palabras—: ¡Como dos gilipollas encerrados!
—¡Joder, Leo! Ya verás cómo, dentro de un rato, abrimos esa jodía manilla de un porrazo.
Leo azuzaba su ánimo:
—Y si no podemos, romperemos a patadas los cristales.
—No razonas, macho. ¿No ves las barritas de hierro que dividen los dibujos de los vidrios?
—Yo no veo nada con esta oscuridad. Además, no son de hierro, me parece que es plomo lo que usaban para separar los cristales de colores.
—Bueno, pues de plomo... que se dobla y no se rompe. Peor aún.
—Yo creo que ya podemos ir abriendo.
—¡Leonardo! Me vas a poner nervioso. ¡Vale, tío! Toma este chisme.
Como un felino, Leonardo, de dos saltos, se subió a la banqueta, y con su utensilio le asestó tal golpe al pomo por debajo que se desferrificó del enganche.
Sacó Pablo un alba que ya estaba usada y trató de limpiar las huellas de sus plantas y de las de Leo, al tiempo que, para no repetirlas tras su última pasada hacia la ventana, se descalzó y tomó «los tenis» en la mano.
—Dame el candelabro, o como se llame ese chisme, lo colocaré en el mismo lugar que estaba —dijo Pablo desde abajo.
Leonardo respiró tranquilo el aire fresco que venía del Sierro de Brimeda. Después de pensar cómo podrían dejar cerrada la ventana desde fuera, tuvieron que desistir y dejarla arrimada lo más posible. El resto les resultó fácil: después de saltar al patio, como dos garduñas, llegaron al archivo de la misma manera que el Vasco lo había previsto. Sin perder más tiempo se dirigieron al Tumbo, abierto por el mismo pliego que había quedado por la tarde. ¡Momento supremo! Leonardo sujetaba la linterna y Pablo llegó derecho al documento ciento noventa.
—No entiendo nada. Aquí no hay quien lea.
—Está claro en los márgenes. ¡Esos números romanos!…
—Alúmbrame bien. Ciento ochenta y cinco, ciento ochenta y seis, ciento ochenta y siete, ciento ochenta y ocho, ciento ochenta y nueve... ¡Mira, Leo! Desde el ciento ochenta y nueve, pasa al doscientos. ¡Se salta diez números! En uno de estos documentos que faltan, tendría que estar la miniatura que busca el Vasco. Leonardo suspiró desolado:
—¡Tanto sufrimiento «pa» esto!
Pablo, como si de un rito se tratara, hojeaba los pergaminos tratando de escudriñar su contenido.
—Nada, tío... no entiendo absolutamente nada.
Llegó al primero en el que pudo leer a duras penas:
—«Pri-vi-le-gi-o del Re-y dn Or-don-no, d co-mo fun-do-u el mo-nes-te-ri-o d sanc Pe-dro de mon-tes y lle di-ou el cou-to d Va-llo-Ça per ter-mi-nus...» ¡Y no entiendo más! «...Dominus...» No sé qué más dice, que no hay coño que lo entienda.
Arrastrando el dedo por el pergamino llegó al número dos leyendo: —«Pri-vi-legio del rey don Fer-nando, d como diou Morales del Rey...» Y tampoco entiendo estas rayas.
Descubrió en la parte inferior del documento número ciento ocho, en el margen inferior, una especie de miniatura de una figura humana, muy fea, sólo una cabeza con busto y una especie de mano con un dedo muy largo.
—Esto no es lo que buscamos. Aquí dice: «De co-mo García Miguelez e sua muller Marina Garcia vendiron aer-da-ment-to en Ve-nu-za e en Pim-bre-go a Sant Pedro de Montes.»
Soltó Pablo el tocho, preguntando:
—¿Qué hacemos?
—Nos vamos antes de que alguien nos descubra —solicitó Leo entrecortado—. Tenemos que saltar la pared del patio y caeremos a la calle por la pared trasera.
—No habrá problema. Tiene tres o cuatro metros de altura. ¡Eso, de un salto!
Leonardo se disponía a saltar al patio, y cediendo la linterna a Pablo le dijo:
—Alúmbrame tú, a mí, ahora, que no se ve muy bien lo que hay debajo.
La sombra del alero se proyectaba en más de la mitad del suelo; también se cernía, tanto sobre un bidón vacío y ferruginoso, como sobre tres cuartas partes de un tronco caído.
Así que se vio Pablo solo, sobre su Tumbo Viejo, lo manoseó despacio, con la linterna al lado enfocando. Debajo del Tumbo encontró una doble hoja de plástico blanco; y dentro, como el mejor tesoro, dos pergaminos hermanos, sueltos, sin haber sido despegados de ninguna colección de documentos.
Oyó Pablo la voz de Leonardo, muy fuerte y muy baja, desde el patio:
—¿Qué haces que no vienes, Pablo?
Se veía el patio cada vez más claro, contrastando con la oscuridad de dentro del archivo.
Este sí fue el más supremo de los momentos; se extasió Pablo en él como si hubiera llegado a llevar a cabo la crisopeya, al contemplar una primorosa miniatura de mil colores con un texto de letras grandes.
Caracoleando nubes en la imaginación, Pablo pasó, de pensar que su gran hallazgo le acarrearía inquietudes y sinsabores, a sentirse importante; ya que pasaron por su mente, en breves instantes, cincuenta mil imágenes de expresiones faciales, gestos, frases y muchísimos detalles del Vasco, de los que, hasta este clímax, no se había percatado. Muy azorado, haciendo honor a su carácter, titubeó entre extraer los pergaminos del plástico y tomar todo el conjunto; siguió indeciso entre guardarlos en sus calzoncillos para marchar con ellos, o meterlos debajo de la camisa apretando sus carnes. Al fin, optó por esto. Recordó inconscientemente, en son de fiesta, el preludio de Bach, casi tarareándolo.
Hubiera permanecido más tiempo para degustar su excelso momento, pero lo deshipnotizó Leo, que engarrió de nuevo por la mampostería exterior y asomó la cabeza diciendo:
—¡Venga, vamos! ¿Qué haces ahora? ¿Estás soñando?
—Sí, ahora ya nos vamos. Tenemos que hacerlo con cuidado. Espera un poco, mejor dicho, vete tú saltando, que yo, entretanto, me abrocharé el primer botón de la camisa: la noche está fresca y voy a pillar un resfriado. ¡Vaya fresquilla que es la noche de Astorga en el verano!
—¡Bueno, hombre; que no es para tanto!
Pablo escondió totalmente el resultado de su «perpetro» y se arrojó al patio para encaramarse los dos en la pared de fuera. Primero saltó Leo, que se hundió en la tierra con un golpe sordo y seco, exclamando:
—¡Se acabó la pesadilla!
La luna proyectó tras él una sombra negra, como si fuera una piedra. Pablo resbaló un poquito al arrojarse, se arañó en el zarzal del rincón, le salió un poco de sangre, se torció un tobillo, rodó por la sombra y se levantó cojeando, palpándose el pecho para comprobar el estado de los pergaminos.

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