https://steemit.com/spanish/@jgcastrillo19/martin-castriello-y-blas-de-lezo
No tuvimos más remedio que seguir viajando, sin apenas descanso, hasta el monte Ararat, en cuya cima se decía que se conservaba el arca de Noé intacta con esqueletos de algunos animales. Pero nuestro ánimo decaído, por carecer de esperanza, no estaba para comprobar los pasajes bíblicos. Lo rodeamos cruzando corrientes de ríos numerosos y cristalinos con peces grandes que se dejaban acariciar y pescar con las manos.
No tuvimos más remedio que seguir viajando, sin apenas descanso, hasta el monte Ararat, en cuya cima se decía que se conservaba el arca de Noé intacta con esqueletos de algunos animales. Pero nuestro ánimo decaído, por carecer de esperanza, no estaba para comprobar los pasajes bíblicos. Lo rodeamos cruzando corrientes de ríos numerosos y cristalinos con peces grandes que se dejaban acariciar y pescar con las manos.
Descansamos entre el verdor de una inmensa
llanura y después de otra larga caminata subimos al monasterio de Khor Virap.
Alfa y Omega habían pasado allí una larga
temporada después de la anterior cruzada instruyendo a los monjes sobre cómo
sanar heridas, pues estaban tan atrasados que todavía confiaban en que
únicamente la voluntad de Dios era la dueña de las curaciones.
Decidimos dividirnos por si acaso… Mientras
que ellos se adelantaron a tantear la entrada y los alrededores, yo me quedé
rezagado vigilante debajo de unos árboles en flor que sólo había visto por
estas tierras dar unos frutos amarillos como el oro y carnosos, riquísimos.
Aproveché el momento en el que me quedé solo
para enterrar, al pie de uno de esos árboles, el fardel con todo el oro que
llevaba dentro. Tuve que cavar un hoyo con la piedra más puntiaguda que
encontré. No lo cavé muy profundo, solamente lo justo para taparlo dos cuartas
con tierra y arrastré las piedras más grandes que encontré en los alrededores
para colocarlas encima.
Los vi entrar en el monasterio, y al cabo de
un rato salió Alfa, diminuto a lo lejos, para decirme por señas que me acercara,
que no había peligro.
El fraile que nos recibió era nuevo y sólo él
y otros tres permanecían en el monasterio. El resto hacía penitencia en lauras
de las montañas hasta que llegara la celebración de la Pascua.
Les dijeron sus verdaderos nombres pero yo
seguí llamándolos Alfa y Omega.
En nada se parecía el recibimiento al de los
benedictinos de San Pedro en los montes Aquilanos. No obstante, el fraile con
hábito negruzco y larga barba nos preguntaba doctrina, pero, como si a la vez
nos quisiera instruir, si Jesucristo tenía una o dos naturalezas, dándonos a
entender lo que teníamos que responderle: que sólo tiene naturaleza divina;
porque ya se había encontrado con otros cruzados duros de mollera caídos en la
herejía de considerarlo no sólo Dios sino también hombre.
Alfa y Omega chapurreaban y chapurreaban con
él, pero no supieron qué responderle, porque, a pesar de que lo entendían, no
quisieron meter la pata por si acaso eran malinterpretados, y optaron por darle
la razón aceptando los dogmas que él quisiera, y reconociendo, incluso, que,
hasta ahora que habían encontrado la verdad, habían estado muy equivocados.
A pesar de que ellos habían tirado las capas
antes de llegar al monasterio, el fraile los identificó antes que a mí como
templarios, porque conservaban la cruz paté en el mango de la daga. Todavía no
sabíamos si simpatizaba o no con los cruzados, porque nos desorientaba: por una
parte nos acogía en el monasterio y por otra se enfurecía cuando Alfa y Omega
lo contradecían. Pero se escudaban, con éxito, en que no habían entendido
perfectamente el idioma. Había que proceder con cautela, y los médicos
respondieron asintiendo a las preguntas retóricas que les siguió formulando,
con lo que el fraile quedó satisfecho y nos dejó dormir y comer en el
monasterio.
Yo envidiaba aquel don de lenguas que a mí Dios
me había negado, y que a ellos les había concedido, así como a los dos
apóstoles del mismo Jesucristo, San Tadeo y San Bartolomé, que llevaron la
predicación a aquella tierra, como dice el Evangelio de San Marcos y el libro de
los Hechos.
En otros momentos, terminada la última cruzada,
enseñoroeándome victorioso cerca de aquellos territorios, cuando había
aprendido unas cuantas palabras y frases cortas y esenciales para entender lo
más rudimentario en la lengua de los mahometanos, al cambiar de lugar, otra
tribu o comunidad islámica me sorprendía con otras palabras distintas para
decir lo mismo, como si los mahometanos hablaran distintas lenguas. En esas
tierras de Babel, cada pueblo tenía su lengua propia, por lo que yo nunca podía
pasar de aprender tres o cuatro palabras de cada una.
Los frailes orto-doxos, como a sí mismos se
llamaban, que quiere decir que no se han apartado del camino recto, como se
apartaron los apóstoles que marcharon a evangelizar Roma, nos asignaron tres celdas
en las que sólo había un camastro de palos y un jergón de pajas presididas por
una cruz de doble brazo.
Como la mayor parte de los monjes permanecían
todavía en las lauras en la montaña, y bajarían al monasterio cuando terminara
la Cuaresma, podríamos quedarnos en sus celdas vacías para hacer oración hasta
que regresaran y nosotros necesariamente tuviéramos que abandonarlas.
Me
dormí, por fin, con tanta tranquilidad y seguridad de la que tanto tiempo había
carecido, que el jergón crujiente y duro me parecía lecho de plumas, de tal
manera que no desperté hasta la tarde siguiente en que oí gritos y ruidos de
peleas. Creí oír las voces de Alfa y Omega entre el alboroto. Cuando, para salir,
abrí la puerta de la celda, dos mahometanos me sorprendieron con las cimitarras
en alto, ante los que me arrodillé diciendo repetidas veces: “¡la ilahu ilah
Alah! ¡Alah akbar! Esto me lo entendieron perfectamente. Aflojaron los brazos y
me perdonaron la vida, pero me tiraron a una mazmorra después de quitarme mi
daga; al dar en el suelo desde aquella altura, creí que se me habían roto todos
los huesos.
Persistían las voces, que no logré descifrar,
se oían carreras con jadeos y el retumbar de zancadas en vaivenes constantes
como si saltaran chasquidos de hierros: eran ruidos de lucha encarnizada.
Después de unos alaridos desgarradores se
impuso un silencio abismal. Yo no podía mover la pierna izquierda y me dispuse
a morir con grandes dolores por todo el cuerpo.
Al recordar a Gelvira renegué de Dios, pero no
tardé en volver a la cordura del arrepentimiento, llorando como un niño y rezando
el “Señor mío Jesucristo” para morir con la Gracia Divina.
Pasaba el tiempo y no sabía si era de noche o
de día. Al principio sentía hambre, pero, pasados no supe cuántos días, ya no
sentía nada, ni siquiera dolores en los huesos.
Llegué a preguntarme qué habría sido de los
pergaminos que habían quedado metidos en el zurrón en la celda. Quizá Alfa y
Omega los habrían recuperado. Llegó un momento en que le pedí a Dios que me
llevara con Él cuanto antes. Llamaba con la poca voz que me quedaba a Alfa y
Omega, pero seguía el silencio.
Caí en un desánimo infinito, hasta que, por
fin, al cabo de muchos días, alguien respondió a lo lejos; me lanzó una soga
pero ya no tenía fuerzas. Al querer mover los brazos, se me derretían. Al cabo
de un rato lanzó una escala y descendió por ella. Me hablaba como preguntándome
pero no le entendía nada. Era otro fraile del monasterio según más tarde supe.
Clavó unas tablas y me colocó encima, las ató con la soga y tardó una eternidad
en montar el andamiaje con una polea, pero, al fin, logró sacarme de la
mazmorra.
A la salida, estaban los cadáveres de Alfa y
Omega llenos de gusanos.
Intenté preguntarle por los cuatro frailes,
pero no nos entendimos.
Yo sólo le entendía: “San Gregor Iluminator”,
entre todo lo que hablaba. Por los gestos y ademanes, como si diera gracias al
cielo arrodillándose y persignándose fervorosamente, traté de entender que su
santo había hecho el milagro de mantenerme con vida. Me llevó a mi celda
arrastrándome y me colocó con el máximo cuidado encima del jergón, en el suelo,
sin cama, porque cuando intentaba subirme me produjo tal dolor en la cadera que
me quedé sin sentido hasta que desperté con el fraile dándome agua a traguitos
pequeños y otros dos frailes mirándome desde arriba rezando oraciones en idioma
armenio, bendiciéndome. Cada vez que intentaba mover la cadera, el dolor seguía
siendo terrible y me volvía a quedar dormido sin sentido. Así pasé muchos días.
Me daban de comer sopas insípidas al principio, que luego fueron pareciéndome
riquísimas. Los dolores cedían tan despacio que no notaba mejoría de un día
para otro, hasta que, poco a poco, se convirtieron en cojera de la pierna derecha.
Me sacaron al patio ayudado por dos frailes
mozalbetes; y más tarde, ya me tenían hechas dos muletas. Entre rezo y rezo
llegué a bajar a una campiña verde donde estaban nuestros tres caballos, gallinas,
y vacas de leche. Cuando ya no tenía dolores podía andar y correr incluso, pero
tullido. Quedé con esta cojera que he arrastrado para siempre.
Un día me sorprendieron con una celebración
litúrgica colorista entre cientos de velas encendidas y cantos del coro de
frailes quemando incienso. Me colocaron en la pequeña iglesia pétrea, entre las
lápidas de las sepulturas donde habían enterrado a Alfa y Omega,[i] a los que nombraron
precursores del milagro. En el retablo habían colocado una pintura de San
Gregorio Iluminator, una copia perfecta —pintada en una tabla a tamaño de una
persona—, de la que llevaba yo en mis pergaminos desaparecidos. Con miles de
gestos y algunas palabras que había aprendido, les entendí el significado de la
fiesta. San Gregorio Iluminator había estado preso en mi misma mazmorra hacía
nada menos que 1000 años, y había hecho el milagro de conservarme la vida.
Aquel día comimos panes dulces con higos y pasas como algo extraordinario. Y me
entregaron uno de los caballos y las dos dagas de Alfa y Omega.
Yo les preguntaba por los pergaminos, pero,
nadie sabía nada o no querían decírmelo. No lo supe. Tampoco pude enterarme del
destino de los cuatro frailes que desaparecieron con ellos.
Al principio pensaba que me mentían, pero a
medida que los fui conociendo, me fueron pareciendo unos hombres virtuosos y
compasivos. ¡Eran buenines! No albergaban la más mínima malicia. Se santiguaban
al revés: en la frente, en el pecho, en el hombro derecho y en el izquierdo; y
no como nosotros, que primero pasamos la mano por el izquierdo. Terminé absolutamente
convencido de que no sabían nada y no me mentían. Aquellos cuatro frailes
habían desaparecido misteriosamente con los pergaminos. Quizá los habrían
matado, persiguiéndolos, los enemigos del Cristianismo.
No tenía más opción que volver con Gelvira
para siempre sin los pergaminos y dejar el Temple y a Roderico abandonados a su
suerte.
En la biblioteca, que también hacía de
scriptorium, uno de ellos me enseñó el alfabeto armenio y llegué a entender
muchas palabras sueltas pero no a hablar la lengua. Sólo envidiaba a los que
Dios les había dado el don de aprender otras lenguas rápidamente. A mí me
parecían todos los sonidos iguales.
A nadie revelé el pie del árbol donde tenía
escondido el oro de Gelvira, protegido por cuatro piedras enterradas, pero de
lo que más me interesaba, los pergaminos que alguien me había robado, nadie me
daba referencia por más que preguntaba.
A pesar de todo, me asaltaba una y otra vez la
duda y pensaba y analizaba todos los detalles de la vida cotidiana. Lo más
misterioso para mí era el paradero de los cuatro frailes de los que tampoco sabían
más que habían desaparecido. ¡Sin duda, ellos me los habían usurpado! Alguien
tenía que saber el paradero de los pergaminos, pues el nuevo santo que había
aparecido en el retablo de la iglesia era una copia exacta de la miniatura que
me pertenecía. Lo más seguro sería que un fraile del monasterio, al ver “El Iluminator”,
pensara que era suyo y no fue intención robarlo sino que interpretó que el
ladrón había sido yo, que lo habría robado de una iglesia o de otro monasterio
de la Iglesia Armenia de San Tadeo y San Bartolomé, discípulos y apóstoles de
Jesucristo, porque Iluminator les pertenecía. Por más vueltas que le di, no
llegué a otra conclusión verosímil.
¿Qué podría seguir haciendo?
Me vi desolado cuando, después de pasar tantas
calamidades, no tenía nada más que las monedas de oro, aunque era reserva suficiente
para volver con Gelvira.
¡Cojo, y con la cara desfigurada!
Una tarde, contemplando el monte Ararat en la
estampa más bella que pueda imaginarse, emergiendo de la llanura inmensa,
cubierto de nieve en su mitad superior, lo comparé con el Teleno imaginando a
Gelvira contemplándolo a la misma hora. ¿Qué estaría haciendo? Quizá mirando
hacia el este y escribiendo en el aire un mensaje para decirme que me esperaba
impaciente con un beso lanzado al mismo cielo que yo contemplaba encima de la
nieve del cono de la cumbre.
Me sentí impotente para volver a los montes
Aquilanos con mi pierna quebrada y dolorida. Mis posibilidades de subsistencia
se reducían a la mitad, y me entró tal angustia que derramé yo solo lágrimas de
desconsuelo. Al día siguiente, por la mañana, me sentí más animado a regresar —a
ver de qué manera—, únicamente con la esperanza de reunirme con Gelvira para
siempre. Cuando me quedaba en la biblioteca estudiando palabras en armenio, repasaba,
uno por uno, los pergaminos y papiros del monasterio, pero no encontré los
míos. Me culpé de haberlos perdido y hasta me sentí responsable del final del
Temple, porque habérmelos dejado robar era lo mismo que haberlos perdido.
Me obsesionaba pensando, repitiéndomelo en la
cabeza, que el fraile que me los habría robado al ver “El Iluminator” en una
miniatura, habría pensado que era suyo y no fue intención robarlo sino que
interpretó que el ladrón habría sido yo —machaconamente me lo decía a mí mismo—,
que lo habría robado, a su vez, de una iglesia o de otro monasterio de los
suyos, porque San Gregorio Iluminator sólo a ellos les pertenecía. Una y otra
vez me lo repetía pero no encontré el modo ni el momento ni la expresión
correcta para comunicárselo.
Sentí como un castigo del cielo la
diferenciación de las lenguas.
Cuando parecía que la paz reinaba en el
monasterio, llegaron los monjes de los monasterios del lago de la altiplanicie
cabalgando con las colecciones de sus bibliotecas. Dieron el aviso: había que
salir corriendo a esconderse en los agujeros de la montaña. Un ejército de
mahometanos venía asolando los monasterios armenios. En un momento cargaron en
alforjas de madera todos los escritos de la biblioteca. Yo cogí mi caballo y
comprobé que mi cojera no me impedía montarlo. Me obedecía al tirar del ronzal
pero no podía compararlo con Áureo. No le puse nombre porque lo intenté varias
veces, pero no me obedecía. Sólo conseguí que anduviera cuando le decía: “¡Arre,
caballo!”. Y que parara cuando le decía: “¡Soo, caballo!”.
A pesar de que tenían preparada la estampida
de emergencia, tardaron un buen rato en cargar la biblioteca.
Encontré la ocasión de
separarme de los frailes a los que les debo la vida, pero saqué fuerzas para
seguir mi camino sólo y me dirigí al norte. Después de dos jornadas cabalgando,
desde la lejanía, por la noche, vi arder el monasterio. Khor Virap fue quemado
después de salir huyendo todos los monjes armenios con la biblioteca a cuestas,
cuyos manuscritos eran más numerosos y más bellos que los de San Pedro en los
Montes Aquilanos.
¿Mis pergaminos habrían quedado allí dentro o
habrían sido librados del fuego con el resto de la biblioteca?
Fueron jornadas de duros caminos a través de
las montañas, pero encontré habitantes en poblados pequeños con los que me entendí
dibujando en el suelo la Cruz de Cristo y pronunciando las pocas palabras que
había aprendido. Pasé otros pueblos en los que hablaban otros idiomas y sólo me
podía entender por gestos. No experimenté grandes peligros, más que duras montañas
con barrancos profundos, pero alternando la dureza de las montañas con vergeles
frondosos; y al final, palmerales en las llanuras. Llegado a la costa me dirigí
a las playas de Batumi. Até el caballo para que paciera en la pradera. A la
sombra fresca de una palmera me eché a descansar un rato. Busqué una piedra
para afilar las dagas. Y otra más áspera para raspar la cruz paté esculpida en
el hueso de la empuñadura. En lo sucesivo no podía cometer ni el más mínimo
despiste que me delatara, porque cuanto más me acercara a Ponferrada, más peligroso
sería para mi persona.
En Batumi no necesité buscar techo y dormimos mi caballo y yo bajo las
estrellas, en la playa.
Episodio 37
Sólo se conserva una de las
dos lápidas que dice: “Krisdòs vortì Asdudzò / anvojagal e parekùt / ktà ko /
ararachagàn sirovt i hokìs / hankutseal dzaraits ko / Amen” Cristo hijo de Dios
/ sin rencor y piadoso / apiádate / con tu amor Creador / de mi alma / De tu
difunto servidor /Amen. (Traducido por Cristian Sirouyan)
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